miércoles, 2 de septiembre de 2015

El Cardenal, el Papa y los presos


Cualquier pedido de liberación de presos en Cuba, si incluye en su lista a detenidos políticos y opositores pacíficos. no está libre de un rubor de vergüenza. Más que pedir, se debe exigir su liberación.
No se han divulgado los nombres de los que están incluidos en la lista que el cardenal cubano Jaime Ortega Alamino dijo que entregó al gobierno de Raúl Castro, con la petición de excarcelación y un posible indulto durante la visita del papa Francisco este mes a la isla.
Ortega señaló que las causas fundamentales de las condenas que describen las solicitudes son por “delitos económicos” u otras faltas comunes, y en menor medida por motivos políticos.
Así que todo indica que se repetirá un gesto que es más bien una ceremonia donde se mezclan la bondad, la hipocresía y el poder. Viejo ritual de una religión nacida en buena medida como un refugio que glorifica y brinda alivio espiritual a los perdedores, mientras se sustenta sólidamente sobre la autoridad que emana del poder. Eso ha sido siempre la religión católica. Pretender otra cosa es equivocarse de iglesia. Para buscar una verdadera comunicación espiritual hay que acudir al culto ortodoxo y si se trata de exaltar a los triunfadores cualquier denominación protestante cumple o pretende ocupar el sitio.
Pero por origen e historia la Iglesia Católica es al mismo tiempo poder terrenal y divino, por usurpación o derecho ha ejercido esa función y no hay razón ahora para exigirle lo contrario porque para ello basta con el rechazo. Decir simplemente que es el “opio del pueblo” y no olvidar que tal afirmación en su contexto adecuado se refiere principalmente a las propiedades analgésicas del opio y no solo a su capacidad de producir letargo y dependencia.
Ernest Hemingway tiene un cuento en que el protagonista enuncia varios de los mejores opios de los pueblos, entre los cuales está la televisión, para terminar preguntándose qué hay de malo en ellos, mientras escucha La Cucaracha, el corrido de la revolución mexicana. Señala entonces que una revolución es algo peor que el opio: es la catarsis, el éxtasis que solo puede prolongarse mediante la tiranía.
La realidad cubana obliga a los matices. También a la adopción de caminos más amplios para conseguir un objetivo loable: la puesta en libertad de algunos encarcelados. Abogar en favor de estos presos por razones humanitarias no reduce los méritos de quienes sufren sanciones injustas o demasiado severas, si este es el caso. Todo lo contrario. Enfatiza los sufrimientos a que están sometidos quienes buscan un futuro mejor para la isla.
Es muy posible que el régimen cubano —es decir Raúl Castro— acceda al pedido papal. El hecho de que la petición papal fuera divulgada por el cardenal Ortega a través de la televisión estatal es un preámbulo al hecho.
No basta con resaltar la importancia del proceso de diálogo que han abierto el gobierno de La Habana y la Iglesia Católica. La liberación de prisioneros es en buena medida esa ceremonia repetida, donde ambas partes muestran sus cuotas irregulares de poder: la Iglesia su limitad influencia y Castro una oportunidad fácil de presentarse conciliador y magnánimo. Nada nuevo si el ejercicio se analiza bajo la simpleza simbólica, desde ver a uno en la representación de un déspota cualquiera —desde un Poncio Pilatos caribeño en lo adelante sobran los ejemplos— y al otro en representación de los desposeídos para los que, en última instancia, queda el consuelo del “reino de los cielos” mientras tienen que seguir soportando con obediencia al tirano de turno.
Sin embargo, y en un sentido más amplio, este proceso entre dos Estados pequeños —cuya presencia en ocasiones sobrepasa la geografía y hasta la historia y en otras no— debe ser apoyado y hacer lo posible para que los extremistas de ambos lados del estrecho de la Florida no logren entorpecerlo; enfatizar que este esfuerzo debe realizarse por encima de los que solo buscan el mantenimiento del statu quo con fines propios, ajenos a una solución negociada de los problemas que en general afectan a Cuba.
Restarle méritos a la actitud del gobierno cubano —que ha emprendido conversaciones serias con la jerarquía católica— es encerrarse en el rencor y la derrota. Rechazar la gestión del Cardenal y el Papa, o condenarla con palabras apresuradas y oportunistas, es limitarse a una política de barricada en una ciudad donde el único parapeto que se construye es para impedirles el paso a los ladrones o al perro del vecino. Vil el preferir el sufrimiento de otros con tal de mantener la preponderancia de un punto de vista. Una actitud muy fácil de mantener desde la comodidad de un lugar limpio y bien iluminado.
La llamada “línea dura” del exilio ha criticado al cardenal Ortega en diversas ocasiones. Para quienes lo ven todo en blanco y negro, cualquier matiz es una herejía.
El diálogo en marcha entre la Iglesia y el régimen es a la vez justificación y pretexto —ingenuo sería negar esta alternativa— que también ha sido utilizado para esquivar otro más amplio con los diversos factores —considerarlos autores es condenarse al optimismo— de la sociedad cubana. La Iglesia puede ser un mediador útil en la conversación apenas iniciada entre Washington y La Habana, pero no sustituye el protagonismo necesario para lograr un acuerdo más amplio, un consenso ciudadano en la isla.
Aún La Habana debe demostrar una voluntad real para discutir y dejar un lado una retórica inútil —ahora que el argumento de plaza sitiada ha dejado de servir como justificación de los abusos— para avanzar en la necesaria transformación del país. Hasta ahora no lo ha hecho ni mostrado el menor interés al respecto. De momento, solo en el planteamiento limitado de algunos de los problemas que afectan al sector económico se ha visto la voluntad del gobierno cubano de superar las actitudes del pasado. Falta por ver si la visita del Papa a Cuba permitirá, al menos, recuperar cierta esperanza. 

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