Hace algunos años, cuando por primera vez
viajaba a Burgos, en el ómnibus me encontré con un grupo de alemanes (viejos,
jóvenes, muchachas, mujeres) que andaban de peregrinos por unos meses —más allá
de sus vidas cotidianas, sus trabajos, estudios y hasta retiros— y allí comenzó
mi interés por el Camino de Santiago.
No es una pasión sino más bien un
entusiasmo tenue. No lo he hecho ni a estas alturas creo que lo haga, aunque
una de las cosas que siempre me ha llamado la atención del recorrido es la
variedad de opciones disponibles: el camino se realiza por los motivos más
diversos y he visto a personas de lo que podrá llamarse “edad avanzada” llegar
a la catedral de Santiago de Compostela en plan de peregrino. Si caminó todo el
tiempo o se subió a un ómnibus, como los alemanes del comienzo, es algo que no
vale la pena averiguar. Se supone que más allá de la honestidad de todo
cristiano que emprende el recorrido, hay ciertas exigencias y controles antes
de dar la acreditación. Pero siempre me ha parecido que al final todo queda a
la conciencia de cada cual.
Para mi lo mejor del Camino de Santiago
es la ausencia de fanatismo. Nada que ver con la Meca ni con Lourdes. El
sentimiento más común es camaradería. Vale la pena sentarse a contemplar los encuentros
momentáneos, al final del recorrido, de quienes compartieron parte del trayecto
y luego marcharon cada cual por su lado. Es más bien la llegada tras un maratón,
y el Camino tiene también su parte de evento deportivo.
Por otra parte, ausente del Camino está la
beatería que uno se encuentra en la Basílica de San Pedro y nada parecido con
el Día de San Lázaro en Cuba.
¿Prueba de la permanencia de la religión
católica? Sí, pero el camino de Santiago es mucho más que eso en la actualidad.
Vale la pena disfrutar de una ceremonia que se ha desprendido por completo de
significado político y que abraza el sentimiento religioso con una mesura
—e incluso a veces una ausencia— digna
de elogio.
Ello resulta particularmente curioso
porque en España la figura de Santiago está más vinculada que la de ningún otro
santo con un objetivo político. De hecho esa función está en el origen del
culto, que tiene tanto de propaganda y de fin ideológico —y hasta bélico— como
de carácter evangelizador.
Los
tres Santiago
Lo primero a preguntarse es cuál
Santiago. Está el apóstol Santiago de los doce primeros discípulos, que abandona
su labor para seguir a Jesús y en lo adelante dedicarse a “pescador de almas”;
luego el Santiago que supuestamente tras la crucifixión parte a llevar el
evangelio de Cristo a los más remotos parajes —en este caso el norte de España—
y diez años más tarde regresa a Judea, para asistir a la “dormisión“ de María, y Herodes Agripa I
manda a decapitar; por último tenemos al
Santiago matador de moros, el que se le apareció a las tropas españolas, descendiendo
del cielo en un caballo y las guió al triunfo en la Batalla de Clavijo, que
puso fin al tributo vergonzoso de entregar cada año cien doncellas cristianas a
los musulmanes. Es por ello que la figura de Santiago a caballo, en la
Catedral, aparece rodeada de enormes doncellas arrodilladas.
Del Santiago Matamoros no se habla mucho
ahora, pero durante siglos fue una figura no solo muy popular en el país, sino
la dominante dentro de las diversas facetas del discípulo de Cristo. Hasta el
punto que en la tradición militar española, el grito de guerra “¡Santiago y
cierra España!” ha sido utilizado por las tropas en las ofensivas militares
desde la época desde la Reconquista.
Aunque tanta fama y fervor puede
responder más bien a una fabricación oportuna que a hechos verdaderos.
Hay que tener mucha fe para creer que
realmente son las reliquias de Santiago Apóstol las que se encuentran en la
Catedral, pero precisamente de eso trata el negocio de la Iglesia Católica o de
cualquier religión: el convencimiento por el espíritu.
Sin embargo, más allá de la cuestión del
dogma, lo que cae puramente en el terreno político es el aprovechamiento por
los gobernantes españoles, a partir de los mismos reyes, de la figura
religiosa. Más que una estampa del Nuevo Testamento, el Santiago “Patrón de
España y de Galicia” es una representación medieval, cuyo valor iconográfico se
remonta mucho más atrás que el año 1630, cuando el papa Urbano VIII lo decretara solo y
único Patrón de la Nación Española, durante la monarquía de Felipe IV.
Lo interesante es que este aspecto no
parece tener una gran importancia en estos días, en una Europa temerosa de
atentados por parte del fanatismo musulmán. Y sin bien ni la Iglesia Católica
actual ni en la ciudad se promueve el Santiago bélico —en las tiendas de
recuerdos predominan los figures del Santiago peregrino— la imagen del santo a
caballo está ahí, en el altar mayor de la catedral.
Santiago de Compostela y su catedral son
hoy por hoy —y temo tentar al diablo al escribir esto— lugares que se pueden
visitar con plena tranquilidad y donde los sistemas de protección y seguridad
son mínimos.
El
santo de la espada
La invención de la figura del Santiago
patrón de España durante el medioevo marca una serie de características que le
serán muy útiles tanto a la Corona como a Roma. No solo era uno de los discípulos
más belicoso, y partidario de la acción y el exterminio de los enemigos (“hijo
del trueno” lo llamaba Jesús), según se narra en los Evangelios sino también
destaca posteriormente como peregrino, evangelizador y mártir. Palabra y
Sangre. Nadie como él simboliza la fe por la espada y más allá incluso del
ámbito religioso, se convierte en arquetipo del caudillo.
Sin embargo, tras siglos de guerras,
triunfos y derrotas de la nación española, Santiago se ha refugiado en el canto
de los peregrinos. Su último momento de exaltación bélica fue durante el
franquismo. Hoy Santiago es motor y móvil de una industria turística que no se
destaca por clientes acaudalados —todo lo contrario—, pero es constante y
segura, y junto al santo, el botafumeiro se ha convertido en la estrella del
espectáculo.