Un cuadro de Ramon Padró i Pijoan representa el
embarque de la primera expedición de voluntarios catalanes hacia La Habana:
rostros alborozados que viajan para combatir contra unos insurgentes que lo que
querían era independizar de España el suelo en que vivían.
Decenas de hechos como estos son
recordados actualmente en Barcelona, pero la interpretación varía según quien
los formule: la enorme contribución barcelonesa a la historia de la península ibérica;
la supuesta existencia como nación de Cataluña en
diversas épocas; el concepto de España
como nación de naciones. Una discusión
sin fin porque precisamente ese es su objetivo: la posibilidad de una Cataluña
independiente ha dejado de ser solo una pesadilla en la Moncloa y la calle de
Ferraz para convertirse en una preocupación europea.
En la disputa sobre la soberanía de
Cataluña se mezclan los conceptos de nación y cultura. Es cierto que quien
visite Barcelona —al igual que ocurre con Bilbao— lleva la impresión de que
está en un país distinto a la capital madrileña, y más aún si viene de Castilla
y León. Pero algunas de estas diferencias se han estado agudizando en los
últimos años por razones políticas y no naturales. Así ha ocurrido con cierta imposición
de hablar catalán, mientras que el euskera —una lengua bella y la más antigua
de Europa pero impenetrable para extranjeros— se mantiene en los confines de un
bilingüismo resultado de necesidades económicas y hasta de sentido común, por
encima de fines ideológicos.
Por ello es que lo determinante en esta
disputa, entre una comunidad autónoma y el poder central español, es que los
más variados factores han conspirado para no lograr los acuerdos y acomodos que
podrían haber evitado la tensión actual.
Si bien es cierto que en Europa existen
estados pequeños junto a países mayores, el renacimiento de las disputas
territoriales, los nacionalismos y los conflictos hegemónicos solo han servido
para demostrar que el progreso en historia y política es un concepto
extremadamente relativo, y que el fin de la guerra fría no significó el inicio
del mejor de los mundo.
Se nos ha vendido la “globalización”,
primero como varita mágica y luego como final inevitable. Falso en ambos
sentidos. Hay que especificar el tipo de globalización a que se hace
referencia. Si bien la globalización financiera ha sido todo un éxito —para
bien y para mal—, la globalización comercial se ha quedado a medio camino, con
las idas y venidas de los más diversos acuerdos, y la que vendría a ser
fundamental —la globalización entre naciones— no es solo una utopía sino un
retroceso.
Y aquí llegamos a un segundo aspecto, que
al parecer no preocupa tanto a los españoles como el resultado de la campaña
electoral catalana, y es la crisis de los inmigrantes. Aunque de una forma u
otra esta crisis tocará a sus puertas, como ya sucedió con otros inmigrantes.
Lo que está por verse es como podrá manejar Europa los difíciles conceptos de permisividad
y firmeza.
Cada vez que ocurre una crisis de esta
naturaleza, el Espacio de Schengen,
sufre una sacudida, aunque hasta ahora se mantiene en pie. El nacionalismo y la
exclusión vuelven con igual fuerza que antes de la I Guerra Mundial. ¿No hay
solución entonces?
Quizá la mejor respuesta al fenómeno me
la dio un camarero en León, cuando le pregunté si estaba de acuerdo en que
España admitiera inmigrantes ante esta nueva crisis.
“¿Por qué no? Son personas, ¿no?”.
Lástima que los criterios de los buenos
camareros no se escuchen a menudo en Génova 13, la sede del Partido Popular en
Madrid.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 21 de septiembre de 2015.