Asombra una vez más esa singularidad de
la obra de Pierre Bonnard, un pintor que no solo se mantuvo la mayor parte de
su carrera en una apuesta contra la corriente artísticamente imperante, sino
que en una época de genialidad, locura y desafíos públicos prefirió refugiarse
en la intimidad de su villa, volver a pintar una y otra vez habitaciones,
cuartos de baños y la figura de Marthe, su esposa por 49 años.
La peculiaridad de Bonnard llega casi a
la extrañeza cuando uno observa detenidamente y por un rato sus cuadros —no es
nunca un pintor que asalta al espectador como Picasso— y descubre entonces que
tras las apariencias sencillas de interiores y rostros se esconden detalles que
bordean el misterio, que nos alertan incluso de una clave extraña y hasta turbia
subyacente tras la tranquilidad hogareña.
No es en las grandes telas de paisajes
donde hay que buscar los secretos o la esencia de Bonnard, que se encuentra en
los retratos y cuadros de interiores. Da la impresión que el mundo que lo rodeó
la mayor parte de su vida, por lo demás siempre plácido y de hermosa naturaleza
— Cannes, la Riviera Francesa— estuvo siempre destinado a garantizarle esa
seguridad burguesa en un tiempo convulso. Basta ver para ello las innumerables
fotos que tiró o las películas familiares, en que aparece disfrutando de
familia y amigos como cualquier buen vecino de clase media alta francesa, el
abogado por formación que fue.
Lo curioso además en Bonnard es que llega
a ser un pintor de sostenida vigencia actual no por ese empeño de hacer avanzar
el arte hacia nuevas fronteras —que predominó en su tiempo y para bien y para
mal dura hasta hoy. Más bien por lo contrario. Miembro fundador del grupo
simbolista de los nabis, en los últimos años de su vida fue caracterizado —y
atacado— por la crítica por ser un pintor retrógrado, incapaz de trascender el
post-impresionismo y ajeno a las formas revolucionarias del cubismo y de la
vanguardia en general. Esa temprana incursión simbolista fue lo único que
necesitó. A partir de ahí el predominio del color, su uso personal del mismo, marcará
toda su obra.
No es tampoco que Bonnard sea un caso
ajeno a su época. Hay influencias notables, desde Matisse y Degas hasta
Gauguin, pasando por las estampas japonesas, pero esa singularidad de sus
trabajos permiten al mismo tiempo afirmar que por otros caminos —y sin
pretender nunca formar escuela o fungir como guía— hizo también avanzar la
pintura.
La Fundación Mapfre acaba de inaugurar en
Madrid una excelente muestra antológica de su obra, con más de 80 pinturas,
además de fotografías y filmes. Está organizada por temas, lo que requiere de
un visitante con un conocimiento al menos mínimo de la pintura de Bonnard, para
poder apreciar mejor los cambios en su conceptualización de interiores y
retratos, dentro de una obra que avanza de una sensualidad e incluso un aspecto
carnal casi provocador hacia una recreación que se fundamenta más en el
recuerdo que en la presencia, pero con el enigma siempre presente.