Alentar desde el exilio las protestas
populares en Cuba es un acto irresponsable. En Miami se enfatiza o falsifica el
carácter detonante del aumento de las tensiones en la isla, sin tomar en
consideración las consecuencias de una escalada de violencia. Precisamente la
labor de la Iglesia Católica ha sido disminuir estas tensiones.
Aunque lo escondan bajo llamados
supuestamente libertarios y democráticos, ese es —en última instancia— el
reproche que le formulan al Vaticano tanto quienes persisten en una falsa
verticalidad anticastrista como la oposición en la isla que por diversos
motivos los secunda en el empecinamiento.
Sin embargo, mientras los planes de esa
disidencia no avanzan mucho más allá de un micrófono, una cámara o una página
impresa en Miami, el papel de la Iglesia Católica ha ido ganando en relevancia
dentro de Cuba, no sólo en los aspectos que esta institución reclama como
propios —la labor pastoral— sino en terrenos que desde el origen ha sido
renuente a reconocer como de ella —al César lo que es del César—, aunque
siempre de una forma u otra ha participado en los mismos.
Vuelve un viaje de un sumo pontífice a Cuba
a estar marcado por la expectación, pero
en circunstancias muy diversas a la que acompañaron a la visita de Benedicto
XVI, y en especial a las existentes aquella tarde del 21 de enero de 1998, en
que Juan Pablo II besó el suelo cubano e
inició su encuentro con una población que por entonces y durante casi cuatro
décadas había escuchado y repetido que “la religión era el opio de los pueblos”.
No fue un pontífice cualquiera quien
realizó la primera visita. El que llegaba a la isla era un sacerdote nacido y
criado bajo un régimen comunista, acompañado de la aureola de ser uno de los protagonistas
—para algunos, el principal protagonista— del desmoronamiento de ese sistema en
buena parte del mundo. Un enemigo ideológico de primer orden para Fidel Castro
y un hábil comunicador.
Pero cuando Juan Pablo II tomó el avión
de regreso a su patria, el cubano comenzó a convencerse de lo que había sospechado
desde que se anunció el viaje: que durante unos días había vivido en un
paréntesis.
El tiempo ha demostrado que si bien
surgieron demasiadas expectativas con aquel encuentro, a la larga tampoco los
resultados han sido tan pobres.
La intención del Papa no fue nunca abrir
un paréntesis, sino sentar las bases de una transformación mayor, que aún no se
ha producido pero está en marcha. Ya la Cuba que visitó Benedicto XVI no fue la
misma que conoció Juan Pablo II. En igual sentido, el país al que llegará el
Papa Francisco no es igual al que recorrió su antecesor.
Negarse a ver estos cambios, analizar la
situación bajo la única óptica de que continúa el régimen de los hermanos
Castro y persiste la falta de democracia en la isla, encierra varias limitaciones.
No sólo en cuanto a la existencia de un gran número de transformaciones ―muchas
de ellas realizadas en última instancia y a regañadientes por parte del
gobierno― ocurridas en los últimos años, sino también en lo relativo a los
objetivos de la visita para la Iglesia.
A ello se unen dos situaciones nuevas. De
la primera se ha hablado mucho, y es el papel mediador de la institución en el
diálogo entre Washington y La Habana. Pero la segunda es igualmente importante,
y es el marcado carácter social de la agenda del actual pontífice.
El Papa Francisco no llega a Cuba como un
conocido rival ideológico (Juan Pablo II) ni está supuesto a realizar una
visita de más pompa que circunstancia (Benedicto XVI) sino viaja tanto en su
principal misión sacerdotal como con un objetivo político explícito de continuar
este papel mediador. Es de hecho la visita con un mayor carácter político de
las tres efectuadas por los distintos inquilinos del Vaticano.
En Miami algunos no reconocen la
importancia que tiene el proceso de diálogo que han abierto el gobierno de La
Habana y la Iglesia, y recurren al expediente burdo de atacar al cardenal Jaime
Ortega. Para quienes lo ven todo en blanco y negro, cualquier matiz es una
herejía.
Sin embargo, este proceso entre dos estados
pequeños —cuya presencia en ocasiones sobrepasa la geografía y hasta la
historia y en otras no— debe ser apoyado y hacer lo posible para que los
extremistas de ambos lados del estrecho de la Florida no logren entorpecerlo. Vil
el preferir el sufrimiento de otros con tal de mantener la preponderancia de un
punto de vista.
El diálogo en marcha entre la Iglesia y
el régimen es a la vez justificación y pretexto —ingenuo sería negar esta
alternativa—, que también ha sido utilizado para esquivar otro más amplio con
los diversos factores —considerarlos autores es condenarse al optimismo— de la
sociedad cubana. Pero para lograr un consenso ciudadano se necesita más de un
milagro, y la Iglesia nunca se ha limitado solo a rogarle a Dios.