El gobierno de Raúl
Castro ha logrado algo que parecía imposible durante la época de Fidel: echar a
un lado o reducir al mínimo los fundamentos ideológicos y aplicar un
pragmatismo que no significa adaptarse a la realidad, como han supuesto
algunos, sino todo lo contrario: ajustar esa realidad al propósito único de
conservar el poder.
Contrario a lo
esperado por algunos, el agotamiento ideológico del modelo marxista-leninista
no desembocó en un desmoronamiento del sistema.
Si quienes viven bajo
las ruinas del socialismo cubano son sujetos moldeados por una época en que se
produjo una amplia distribución de algunos derechos sociales —como tener un
trabajo asegurado y el acceso gratuito a los servicios de salud y educación— que
con los años experimentaron un cada vez mayor deterioro, son también ciudadanos
con un precario entrenamiento para ejercer derechos civiles y políticos, o en
general poco preparados para asumir riesgos a la hora de obtenerlos.
El gobierno de La
Habana ha hecho todo lo posible por mantener esa condición, timoneando de
acuerdo al momento pero sin soltar el control del rumbo.
En lo que se refiere
al aspecto cultural e ideológico, en los años previos al mandato de Raúl Castro
el régimen mantuvo dos maniobras para tratar de encaminar el deterioro
ideológico: el nacionalismo posmarxista, adoptado como elemento fundacional del
proceso, y la despolitización de escritores y artistas.
Luego, en los últimos
años, ha sido capaz de prescindir de ambos o relegarlos al “departamento de
asuntos sin importancia”.
Una maniobra puesta
en práctica durante la última etapa de Fidel Castro al mando de los asuntos
diarios del poder, pero que se vino a emponderar con el gobierno de Raúl y a
partir de la “guerrita de los emails”, se ha caracterizado por la
transformación definitiva del “intelectual orgánico” en un creador hasta cierto
punto neutral, en lo que respecta a una militancia política activa, aunque fiel
guardador de los “valores patrios”.
Al dar muestras de agotamiento el nacionalismo católico, a comienzos de este siglo, algunos de los portavoces de la ideología oficial iniciaron un desplazamiento hacia el llamado “socialismo del siglo XXI”, propuesto por el difunto presidente Hugo Chávez en Venezuela.
El problema con esos cambios oportunos —o menor, oportunistas— fue que, desde el punto de vista teórico y fundacional, carecían de solidez y solo sirvieron de espejismos al uso para justificar un acercamiento al poder o al dinero. A ello hay que agregar que, como el lugar que antes ocupaba la teoría lo comenzaron a llenar los medios masivos, el debate se ha permeado de mezclas absurdas.
Al dar muestras de agotamiento el nacionalismo católico, a comienzos de este siglo, algunos de los portavoces de la ideología oficial iniciaron un desplazamiento hacia el llamado “socialismo del siglo XXI”, propuesto por el difunto presidente Hugo Chávez en Venezuela.
El problema con esos cambios oportunos —o menor, oportunistas— fue que, desde el punto de vista teórico y fundacional, carecían de solidez y solo sirvieron de espejismos al uso para justificar un acercamiento al poder o al dinero. A ello hay que agregar que, como el lugar que antes ocupaba la teoría lo comenzaron a llenar los medios masivos, el debate se ha permeado de mezclas absurdas.
De esta forma, el intentar montar en el mismo carro a Bolívar y Marx, en el mal
llamado "socialismo del siglo XXI", no ha resultado más que un disparate
que solo unos pocos intelectuales han tratado de justificar.
Si bien para sostener estos ajiacos ideológicos, por momentos el régimen de La Habana ha necesitado tanto controlar la lectura como la escritura, también se ha percatado de la existencia de cierta permisividad inofensiva, que no afecta su capacidad de sobrevivir e incluso le brinda cierta publicidad adicional, sobre todo en el exterior.
Sin embargo, aunque se han producido avances en Cuba, al analizar los límites de la tolerancia no deja de imperar un panorama sombrío.
La razón de ello es que más allá de casos específicos, géneros mencionados y momentos históricos, aún el gobierno cubano fundamenta su política cultural en una administración territorial de la creación y en practicar una aduana política, que permite pasar a unos y a otros no.
Si bien para sostener estos ajiacos ideológicos, por momentos el régimen de La Habana ha necesitado tanto controlar la lectura como la escritura, también se ha percatado de la existencia de cierta permisividad inofensiva, que no afecta su capacidad de sobrevivir e incluso le brinda cierta publicidad adicional, sobre todo en el exterior.
Sin embargo, aunque se han producido avances en Cuba, al analizar los límites de la tolerancia no deja de imperar un panorama sombrío.
La razón de ello es que más allá de casos específicos, géneros mencionados y momentos históricos, aún el gobierno cubano fundamenta su política cultural en una administración territorial de la creación y en practicar una aduana política, que permite pasar a unos y a otros no.
La publicación de ciertos
libros, temas y autores marginados no es lo suficientemente fuerte como para
romper la lógica de la exclusión.
Frente a este desmembramiento
cultural e ideológico.
En la actualidad se debaten varios proyectos en la isla, por parte tanto
de esa intelectualidad que con diversos matices mantiene cierta cercanía con la
posición oficial —hablar de colaboracionismo en la mayoría de los casos es
exagerado— como dentro de esa gama que
comprende a la sociedad civil, disidencia, activismo y periodismo
independiente, y cada vez es más amplio y complejo. Hasta el momento, todos
estos proyectos no han logrado dar un paso más allá de cierta formulación
teórica, en el mejor de los casos. El futuro de Cuba continúa debatiéndose
entre una incertidumbre al parecer perpetua, una esperanza que no trasciende lo
idílico y una apatía a la que no escapan ni gobernantes ni opositores.