Hasta el momento en el caso cubano no es
posible atribuir, ni a las protestas ni a las reformas, una capacidad
sustancial de cambio. Vale decir que las segundas intentan mantener un statu
quo y que las primeras no logran avanzar más allá de lo ocasional. Si a esto
añadimos que el antagonismo Cuba-Miami se ha transformado en el acercamiento La
Habana-Washington, pocas esperanzas ya quedan en esta ciudad para los gestos
exaltados. El futuro pertenece por entero a los moderados.
Las reformas económicas que ha puesto en
marcha el gobierno cubano ―y las que se esperan, con una mezcla de ilusión y
escualidez― son más importantes de lo que algunos aún se niegan a reconocer en
Miami, pero al mismo tiempo no hay avance en la creación de una sociedad civil
y tampoco en el establecimiento de una escala de valores y actitudes en el
ciudadano común, que permitan infundir aliento o esfuerzo en la edificación
futura de una sociedad democrática.
En este sentido, la fórmula que garantiza
el control del país no ha cambiado. Aunque la represión se rige por nuevas
pautas —medidas cautelares y detenciones breves en vez de largas condenas—, con
igual eficacia y torpeza mantiene el dominio de la calle.
Pero hay además algo muy especial. A
quienes viven en la isla les ha tocado cargar con lo que perece ser una
maldición original. Cuba tiene una característica especial en cuanto a los
acontecimientos históricos. Siempre llega tarde, salvo cuando se anticipa. Fue
la última colonia en liberarse del dominio español en América y el último
capítulo de la guerra fría en este continente, que comenzó a cerrarse con el
acuerdo entre el gobernante Raúl Castro y el presidente Barack Obama de iniciar
el proceso de restablecimiento de relaciones diplomáticas. Veinticinco años
después de la caída del Muro de Berlín.
Una razón de peso tras ese proceso iniciado
en la mañana del 17 de diciembre del pasado año —aunque Washington no la
declara públicamente— es poco romántica. El abandono del principio de dar
prioridad a la búsqueda de la libertad, por encima de cualquier actuación
fundamentada en el mantenimiento de la estabilidad.
La realidad es que aunque el concepto se
esgrimió más de una vez, por parte de Washington en lo que respecta a Cuba
—especialmente durante la administración de George W. Bush—, jamás se convirtió
en un plan de acción efectivo.
Ahora hay menos razones que nunca para
ponerlo en práctica. Más allá de lo que representa como ideal —es muy difícil
negar que la meta de la libertad es valiosa de por sí—, la cuestión fundamental
radica en las posibilidades de llevar a la realidad el concepto.
Tras los embrollos de Irak, Afganistán,
la “Primavera Árabe” y otras aventuras e ilusiones similares, pocas energías y
deseos quedan para preocuparse por la pobre libertad o la libertad de los
pobres, que para el caso es lo mismo.
Así queda conformado un cuadro en que,
por una parte la protesta contra la falta de libertad y la ausencia de
democracia encuentra su definición mejor en el terreno cívico, cuando no se
limita a un simple modo de sobrevivencia, empleo y boleto de avión.
Por la otra está el esfuerzo por hacer
avanzar o lentificar los cambios económicos. Aquí son factores fundamentales tanto una
burocracia empeñada en el entorpecimiento de esa vía, y condenada al fracaso,
y una dirigencia que ve en el paso al sector empresarial no solo la
continuación de sus privilegios sino la posibilidad de un enriquecimiento
siempre envidiado pero inalcanzable.
Y hasta ahora, en Cuba el dinero está
ganando la batalla, como suele ocurrir.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 5 de octubre de 2015.