Louise Bourgeois, su vida, su obra,
hubiera sido el material perfecto para que Sigmund Freud le dedicara un
estudio. O quizá no. Demasiado evidente, exorbitante el tema en sus esculturas
e instalaciones. Inmoderadas las explicaciones al respecto, que ella misma nunca
se detuvo en formular.
Y sin embargo, nada en su imagen apunta
esa vía. Quizá porque la fama le llegó a una edad avanzada. En parte debido a
que su trauma fue un hecho simple. Pero ojo, esa simpleza no implica que no
fuera real en sus sentimientos o que no determinara su vida.
La historia doméstica se remite a una
trama hogareña y cotidiana. Su padre mantiene una relación íntima con la criada
y niñera, la madre lo sabe y consiente, finge desconocerlo, la niña lo sabe
también y comienza a odiar al padre. Por supuesto que no se puede reducir todo
a un amorío ocasional o al carácter mujeriego del padre.
“De niña, me daba mucho miedo cuando en
la mesa del comedor mi padre no dejaba de alardear, se jactaba una y otra vez
de sus logros. Y cuanto más grande pretendía volver su figura, más
insignificantes nos sentíamos sus hijos. Mi fantasía era: lo agarrábamos con
mis hermanos, lo poníamos sobre la mesa, lo troceábamos y lo devorábamos...”,
escribiría años más tarde.
No es que el padre la despreciara. Se
opuso a que fuera pintora porque despreciaba a los artistas modernos (tenía un
taller donde se dedicaba a la reconstrucción de tapices antiguos). Luego admiró
el talento y las habilidades de la hija, pero para entonces el cariño ya no era
mutuo.
Bajo esa inseguridad vivió Louise
Bourgeois toda la vida, por lo demás normal. Se casó, tuvo hijos, enviudó. Nada
indica una elemental transferencia afectiva del padre al esposo. Más que de
trastorno psicoanalítico, cabría hablar de un trama existencia. No por ello
eludió someterse al psicoanálisis.
“Una mujer no tiene lugar como artista
hasta que prueba una y otra vez que no será eliminada”. Volvería al tema una y
otra vez. “La necesidad interior de un artista de ser artista conecta
íntimamente con su género y su sexualidad”.
Aquí radica la clave de su vida y su
obra. Bourgeois (1911-2010) consumió su larga vida mostrando y demostrando de
nuevo que valía como artista. Conoció algunos grandes — Fernand Léger, Joan Miró,
Willem de Kooning, Mark Rothko y Jackson Pollock— y al parecer nunca se sintió,
o nunca la reconocieron, entre iguales.
Luego sería adoptada por el movimiento feminista,
y aunque ella no se reconoció como tal contribuyó a la causa.
Hay una instalación suya donde al parecer
desnuda sus sentimientos: el padre yace asesinado y los hijos consumen el
cadáver, comenzando por el pene.
Una retrospectiva, en el Museo Picasso de
Málaga, lleva por título una frase de la pintora: He estado en el infierno y he vuelto. Y déjame decirte que fue
maravilloso.
Sin embargo, es quizá en su obra más
famosa, que dedica a su madre, donde su personalidad se evidencia mejor: es una
araña gigantesca.
“La
Araña es una oda a mi madre. Ella era mi mejor amiga. Como una araña, mi
madre era tejedora. Mi familia estaba en el negocio de restauración de tapices,
y mi madre estaba a cargo del taller. Igual que las arañas, mi madre era muy
astuta. Las arañas son presencias agradables que comen mosquitos. Sabemos que
los mosquitos esparcen enfermedades y por lo tanto, no son bienvenidos.
Entonces, las arañas son proactivas y de mucha ayuda, justo como lo era mi
madre”.
La
Araña, Maman,
que mide más de nueve metros de alto, es una escultura de acero y mármol de la
cual se produjeron subsecuentemente seis réplicas de bronce.
Una de ellas se encuentra en el Museo Guggenheim de Bilbao. Es una obra impresionante y de gran belleza, pero también algo aterradora.
Una de ellas se encuentra en el Museo Guggenheim de Bilbao. Es una obra impresionante y de gran belleza, pero también algo aterradora.