Si hay un aspecto que hasta el momento puede
señalarse como fallido, en el enfoque de la administración Obama respecto al gobierno
cubano, es el objetivo de reducir el incesante tráfico migratorio desde la isla.
Durante los nueve primeros meses del año
fiscal 2015 (octubre 2014-junio 2015) entraron en Estados Unidos 27,296
cubanos, según cifras de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EEUU.
Ello implica un aumento del 78 por ciento respecto al mismo periodo del año
pasado.
La esperanza de que un acercamiento entre
Washington y La Habana iba a mejorar las cosas en Cuba ha quedado suplantada
por la realidad de aprovechar el momento para escapar.
El alza en las salidas responde
fundamentalmente al temor de que la normalización de vínculos entre ambos
países pondrá fin a la Ley de Ajuste Cubano, que otorga un trato especial a los
cubanos. Como suele ocurrir, la avalancha provocada por el miedo a la supresión
o cambio de la medida está contribuyendo precisamente a que cada día resulte
más difícil sustentar que se mantenga vigente.
Continuamos presenciando el abandono de
un país donde impera la represión, el desencanto y la inseguridad. Aunque
asistimos a un escape distinto. En mucho casos es simplemente temporal y sin necesidad
de desprendimiento alguno. Y ello, por supuesto, está cambiando a un exilio que
en buena medida ha dejado de merecer tal nombre.
Sigue en pie el indiscutible derecho de
buscar afuera un futuro mejor al que brinda el país de origen. Pero atrás quedó
el principio de abandonarlo todo y empezar de nuevo como un acto de
reafirmación.
El concepto de emigrante se ha impuesto
sobre el de exiliado y se diluye la idea de la diáspora, tanto en su acepción
de un viaje más allá de las fronteras de la patria como en su aspiración de un
regreso a los principios fundamentales. El salir a medias sustituye el regreso
añorado.
Nada de ello elimina riesgos, esperanzas
y temores. Simplemente hay un cambio de sentido en la partida que hace que
ahora algunos esgriman la condición de refugiado como medio de obtener
beneficios y no como realidad lacerante.
En un mundo donde la palabra inmigración
se asocia a otras como crisis y rechazo, y en un país en que el tema ha
irrumpido de lleno en la campaña electoral presidencial, los cubanos disfrutan
de una especie de paraíso, al que una mayoría se acoge pero del que también
unos cuantos —¿o muchos?— abusan.
Vivimos un momento en que las fronteras
entre Cuba y Estados Unidos — países que al menos en política e ideología
continúan siendo contrarios— son cada vez más porosas. Este hecho, que en
líneas generales puede considerarse un avance, tiene también una característica
no tan meritoria: una subordinación —primero al Estado, luego a la familia y
por último a otra nación— que hace que quienes viven en la isla no solo sean
incapaces de trascender del ámbito familiar al ciudadano, sino que vivan
encerrados en la burbuja de la válvula de escape.
Un matrimonio de más de 65 años vive en
la isla con unas pensiones miserables que no llegan a los $20. Se traslada a
Miami y puede llegar a recibir hasta $1,457 mensuales en ayuda económica suplementaria
y sellos de alimento. El logro solidario y la condición de expatriado quedan
desvirtuados si esa pareja decide pasar una parte del tiempo aquí y otra allá.
Residiendo en ambos países a cuenta de unos beneficios a los que no
contribuyeron en nada para obtener. ¿Humanidad hacia los refugiados cubanos o
injusticia con los contribuyentes estadounidenses? ¿Hay que comenzar a pensar
en un reajuste?