Radicales y fundamentalistas. Lucha entre
civilizaciones. Religiones milenarias. Barbarie y democracia. Libertad e intransigencia.
Lo moderno frente a lo arcaico. Judaísmo y cristianismo frente al islam. Los
conceptos y categorías se repiten una y otra vez cuando se analiza la situación
actual, en que Occidente se enfrenta a diversas organizaciones terroristas. Las
referencias son válidas, ¿pero suficientes?
Enfocar este conflicto solo en sus aspectos
ideológicos, geográficos e históricos permite asumir una posición hasta cierto
punto cómoda frente al terror, aunque parezca paradójico.
En primer lugar porque opaca un factor
determinante: la pobreza. A ello acaba de referirse el Papa Francisco.
“La experiencia demuestra que la
violencia, los conflictos y el terrorismo que se alimentan del miedo, la
desconfianza y la desesperación nacen de la pobreza y la frustración”, afirmó
el Pontífice durante una recepción del presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta.
Muchos, no todos los participantes en los
asaltos recientes en París, habían nacido y se habían criado en suelo europeo y
hablaban francés porque era su lengua original. Uno de ellos, Samy Amimour,
había trabajado durante 15 meses como conductor de un autobús público de la
capital francesa.
No es tampoco una visión de conjunto. Los
investigadores consideran que al menos dos de los participantes en los
atentados entraron a Europa entre los refugiados en Grecia y Serbia.
Esta mezcla de naturales y extranjeros
tienen en común la frustración y la desigualdad. Ello no justifica sus crímenes,
pero ayuda a explicarlos, y por supuesto debe servir de instrumento para
combatirlos mejor.
Frustración y desigualdad que en muchas
ocasiones lleva a la delincuencia. De delincuentes siempre se alimentaron los
llamados “movimientos de liberación nacional”, como muestra La Batalla de Argel, una película que
mantiene su vigencia y excelencia cinematográfica, más allá del punto de vista
político de su realizador. Ahora la guerra es en otros términos, pero muchos de
los participantes en el bando contrario surgen de similares condiciones
emocionales, aunque se manifiestan bajo una ideología diferente, o similar y
cercana.
Delincuencia que en la actualidad se menciona,
pero no se recalca bajo el mantra ideológico y religioso, salvo para
caracterizar a uno que otro enemigo.
Sin embargo, este aspecto delictivo es
fundamental para explicar lo que está ocurriendo.
¿Se lanzan al combate y al suicidio los
yihadistas impulsados por un fanatismo religioso despiadado o bajo los efectos
de una droga?
Sin duda hay un componente religioso,
pero la droga también existe.
El consumo de Captagón es muy común en
los países árabes. En Occidente suele conocerse como “la droga de los
yihadistas”, por el uso que hacen de ella los combatientes en Siria.
Un medicamento que se empezó a producir
en 1963 para tratar la hiperactividad, la narcolepsia y la depresión, el
Captagón fue prohibido en la década de 1980 por la falta de potencial terapéutico
y su parecido a las anfetaminas, según la BBC.
Las cifras de la Oficina de las Naciones
Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) reflejan que en el 2010 Arabia
Saudita recibió cerca de siete toneladas de Captagón, un tercio de la
producción a nivel mundial.
“Siria ha sido durante mucho tiempo un
punto de tránsito para las drogas procedentes de Europa, Turquía y Líbano hacía
los países ricos del Golfo”, agrega la UNODC.
Al igual que ocurre al enfrentar a los
talibanes, donde Afganistán es el primer productor mundial de opio, el
narcotráfico es un componente fundamental en la oposición al Estado Islámico.
Tras el aspecto religioso, hay otro más
lucrativo y vulgar. No es una lucha contra el islam en abstracto, sino contra
el narcotráfico en concreto.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 30 de noviembre de 2015.