Desde hace años el discurso político, en
y sobre Cuba, viene recorriendo una vía vulnerable, donde la palabra y la
acción transitan de la cruda realidad al esperpento y el bufo. De este
ejercicio no se salvan ni el gobierno ni sus opositores.
Fue Fidel Castro el iniciador de esta
tendencia, como de tantas otras. El desatino siempre fue un factor determinante
en su retórica, pero el dislate verbal —aislado a partir de su incapacidad para
la acción— se reflejó con fuerza en sus “reflexiones”, quizá porque los textos
no dejaban terreno adicional para una puesta en práctica y uno podía entonces
recrearse en el disparate, sin preocupación aparente ante posteriores
consecuencias.
Asombraba entonces que esa facilidad desplegada
durante decenas de años para el juego peligroso de conservar el poder
indefinidamente, se concretara en algo tan burdo: al final lo único que valía era
el prolongarse a través de la repetición.
Cierto que en la isla siempre contó para
sus planes con una masa de temerosos, resentidos y aprovechados, que manipulaba
a su antojo, a los que año tras año movilizaba en concentraciones sin fin.
Al mismo tiempo, en Miami tenía a su
favor el apoyo incongruente de un anticastrismo vulgar, que desde hacía mucho
también se limitaba a repetir viejos esquemas.
Claro que el líder revolucionario era —y
continúa siendo— una figura mediática de primer orden, pero esa repetición de
alertas mundiales, desastres con fechas fijas que no se produjeron, y vueltas y
revueltas a donde dije digo ahora digo Diego, permitían el paso fácil del ex
estadista a una figura de la farándula: Lady Gaga, con o sin uniforme verde
oliva.
Ahora que ese empeño de “reflexionar” sin
penitencia ha sido sustituido por la ocasional carta o el comentario, uno llega
casi a extrañarlo. Sobre todo en esta época crítica para la prensa, donde todo
—o casi todo— cabe para contribuir a mantener viva la industria de la noticia.
Quedan, como consuelo, los rumores sobre su muerte eterna, que algunos suelen
revivir de cuando en cuando.
Pero astucia política y repetición vacua
tienen un límite, en lo personal y también como sistema: llega siempre el
momento en que un proceso social y político se agota. Si no se produce un
cambio violento o una transformación continua y dinámica, lo que queda es la
decadencia. Y una de las fases más penosas de esa decadencia puede asumir la
cara de la farsa.
En buena medida la farsa se ha adueñado de
la ejecución política. Tanto en los que tienen el poder en Cuba, que cada vez
más se abrazan con el tradicional (ex) enemigo norteamericano, sin por ello
excluir términos militares —como “lucha”, “batalla” y ”bloqueo”— de su prédica,
como en quienes desde una llamada “disidencia” se lanzan a la infeliz idea de
aprovechar la fiesta de Halloween para colocar en las redes sociales imágenes
de activistas, recreando con maquillaje a las víctimas de los actos represivos:
mimetismo (¿el Halloween como tradición cubana?) y relajo.
Jorge Mañach, en su Indagación del choteo, criticó las funestas consecuencias —en el
orden moral y cultural— de una práctica que no podía justificarse sino como “un
resabio infantil de un pueblo que todavía no ha tenido tiempo de madurar por su
cuenta”; desde “el arribista intelectual
que ha sentado plaza de maestro” hasta “el político con antecedentes
impublicables”.
Lo peor no es convertir la política en
broma, algo que puede resultar saludable, sino limitar el discurso a una broma
transformada en política. Mientras tanto, Cuba espera el momento a ser tomada
en serio, por generales y opositores.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparecerá en la edición del lunes 16 de noviembre de 2015.