Ha vuelto a escucharse, con un fervor
desconocido desde hacía años. De nuevo La
Marsellesa levanta el espíritu francés y renueva su función catártica, esa
que incluso la convirtió por momentos en un recurso simplón, como cuando se
escucha en la película Casablanca, con
esa escena que en una ocasión —en una crítica excelente que luego repudiaría— provocó
un epíteto mordaz de Guillermo Cabrera Infante: calificó al actor Paul Henreid,
en su papel de héroe de la Resistencia dirigiendo la orquesta en el Rick's
Cafe Americain, como un risible aprendiz de Stokowski.
No deja de ser una nota de optimismo que
en medio del dolor y la incertidumbre resuene con recobrada frescura un himno
que nunca ha sido ajeno a la ironía histórica.
Para conocer sobre el origen de La Marsellesa lo mejor es consultar el
texto que Stefan Zweig le dedicó tanto a la evolución de la partitura como a su
autor en Momentos estelares de la
humanidad, un libro que conserva su valor —pese a lo pasada de moda que a
veces resulta su escritura— si uno logra superar el título manido. La crónica
no está entre las mejores que aparecen allí, pero resume lo que vale conocerse
al respecto (Zweig es un escritor del que ahora en Estados Unidos se publica
relativamente poco de su extensa obra, pero que en España se reedita
constantemente).
La
Marsellesa es lo único que compuso que valiera la
pena —y muchas veces y desde el inicio ni siquiera por ello se le recuerda o
menciona— Claude-Joseph Rouget de Lisle, capitán del cuerpo de ingenieros del
ejército francés, en una noche única de inspiración.
Inicialmente no se llamó así y no estaba
destinada a ser un himno revolucionario. Tampoco en su origen —si por tal puede
considerarse el momento en que fue compuesta la obra— tuvieron nada que ver ni
Marsella ni los marselleses.
El
Canto de guerra para el ejército del Rin. Así se
llamó cuando lo presentó Rouget de Lisle —y con ese objetivo fue compuesto—
surgió en Estrasburgo. Por otra parte, su autor nunca fue un revolucionario.
Todo lo contrario, un realista.
El 20 de abril de 1792 se declaró en
París la guerra a Austria. Entonces el alcalde de Estrasburgo, un aristócrata,
le pidió al joven capitán que escribiera un himno patriótico para celebrar el
evento.
Fue un encargo que surgió en una velada
de despedida entre generales, oficiales y los principales funcionarios
municipales. La petición se hizo como un favor, apenas una sugerencia, y
motivada solo por el recuerdo de que el militar había compuesto anteriormente
un himno “muy bonito”, cuando se proclamó la Constitución. Quizá porque quien
solicitó la canción o marcha no tenía a nadie cercano con mayores méritos para
la tarea. El propio Rouget de Lisle no se consideraba un compositor
especialmente dotado y el tiempo le dio la razón: sus versos jamás se editaron
y sus óperas fueron rechazadas.
El canto patriótico —“una canción de
circunstancia”, como la describió la esposa del burgomaestre en una carta que
escribió a su hermano— fue ejecutado por la banda militar en la plaza mayor a
la partida del ejército. Se recibió con el entusiasmo del momento, saludos y
algún que otro elogio pueblerino. Luego, durante el avance de las tropas, a
ningún general del ejército del Rin se le ocurrió volver a tocar o cantar la “canción
de guerra”.
Fue en el otro extremo de Francia, en
Marsella, en el Club de los Amigos de la Constitución y también durante un
banquete para saludar la partida de las tropas, cuando a un estudiante de
medicina se le ocurrió cantar ese himno del que nadie sabía su procedencia.
“Al día siguiente la melodía está en
cientos y miles de labios”, escribe Zweig.
La primera gran victoria de La Marsellesa se produce en París. El 30
de julio el batallón de marselleses avanza por los suburbios, con la bandera y
el himno por delante. Fue entonces que La Revolución encuentra su himno.
Olvidado en una pequeña guarnición de
Hüningen hay un oficial por completo anónimo, que se limita a su labor de ingeniería
y nadie toma mucho en cuenta. Es Rouget de Lisle, quien encuentra en las
gacetas que hay un himno que ha tomado París por asalto. No se atreve siquiera
a sospechar que es obra suya. La
Marsellesa, la canción más famosa de Francia, acapara todo los méritos para
ella y nada para el autor: su nombre no figura ni en el texto ni en la
partitura.
La fama llega a la obra, pero no al
autor, cuando los marselleses y los habitantes más pobres de París —y algunos
entusiastas no tan pobres o aprovechados— asaltan las Tullerías y deponen al Rey
con el himno en los labios.
Para entonces, ya Rouget de Lisle está
harto de la Revolución. Se niega a prestar juramento a la República y renuncia
al ejército antes que servir a los jacobinos.
Comienza el Terror y en la guillotina
muere el alcalde de Estrasburgo, el barón Friedrich Dietrich, aquel que en una
noche en Estrasburgo había solicitado otro “himno bonito” que ya era mucho más.
Lo siguen otros: el general al que está dedicada La Marsellesa, el conde Nicolás Luckner, y también todos los
oficiales y nobles que una noche fueron los primeros en escuchar la melodía,
antes que el pueblo la escuchara en una plaza. A punto de rodar está también la
cabeza de Rouget de Lisle, encarcelado y a punto de ser juzgado como preámbulo
para el cadalso.
Solo lo salva el 9 de termidor, con la
caída de Robespierre.
Luego, durante más de 40 años, Rouget de
Lisle se ganó la vida con pequeños negocios —“no siempre limpios”, escribe
Zweig— y perseguido por los acreedores.
Es encarcelado en la cárcel de morosos de
Sainte-Pélargie y tras salir de la cárcel, siempre vigilado por la policía, se
esconde en algún rincón de provincias.
Su obra sufre también un destino
desigual.
La
Marsellesa es prohibida durante el Imperio y la
Restauración. Vuelve a ser el himno nacional tras la III República. Durante
1940-1945 se prohíbe de nuevo.
Piotr Ilich Tchaikovski la incluye en su Obertura 1812, pero hasta esa entrada en
los conciertos llega algo torcida: sirve para representar al ejército invasor y
la victoria de Napoleón sobre los rusos y luego se vuelve a escuchar en disminuyendo, indicando la retirada de
las tropas francesas.
Pero se trata de un anacronismo, ya que
había sido prohibida por Napoleón y por lo tanto no pudo haberse tocado durante
la campaña en Rusia.
No fue hasta 1879 que fue restaurada como
himno nacional en Francia, el año antes de que a Tchaikovski se le solicitara
la obertura, lo que podría explicar su uso por el compositor ruso.
Otro compositor, el francés Héctor Berlioz,
fue quien elaboró una orquestación de la obra, que dedicó a Rouget de Lisle.
Para entonces, ya hacía años que los
conciertos y los honores no contaban para ese hombre, modesto, amable y nada
bien parecido que fue Rouget de Lisle.
Pese a todo, tuvo un pequeño alivio en
sus últimos años de vida. Fue con la llegada del “Rey ciudadano”, Luis Felipe,
que se le concedió una pequeña pensión. A los 76 años murió en Choisy-le-Roi,
en 1836. Ya nadie lo conocía ni se acordaba de él.
Solo con la Primera Guerra Mundial,
cuando La Marsellesa vuelve a escucharse
en los campos de batalla, es que le llega un honor póstumo.
En 1915 sus cenizas son trasladadas al
Hôtel des Invalides y en Choisy-le-Roi hay una estatua en su honor, en la plaza
que lleva su nombre.
La
Marsellesa tiene la virtud de volver a resonar
con fuerza en los momentos difíciles de Francia. Durante 1940-1945 fue nuevamente prohibida y
cantarla se consideraba un gesto de desafío a la ocupación alemana y al
gobierno colaboracionista de Vichy (lo que explica su inclusión en Casablanca).
Nada debe extrañar entonces que ahora se oiga,
con fuerza, de nuevo.