Difícil habla de una ciudad que se ama
pero de encuentros esporádicos. Peor aún cuando está bajo ataque, cuando ocurre
que ese lugar que se te ha vendido como una experiencia apacible y casi idílica
—quizá solo perturbada por los ciclistas que no respetan reglas y a los cuales
siempre hay que mirar con reserva y a distancia antes de cruzar una calle— se
convierte en un infierno donde no basta mirar a todos lados en una esquina.
Ocurre entonces que todo vale, desde el
título casi cursi de este comentario hasta reclamar que no hay límites, que en
esta guerra contra el terrorismo están demás requiebros y ascuas: al
fundamentalismo islámico hay que terminarlo a sangre y fuego.
En
ese momento —casi con asombro pero sin detenerse mucho en ello— uno se da
cuenta que ha vuelto a la Edad Media y a una época que creía superada, que pese
a todos los adelantos científicos sigue siendo igual a quienes vivían en España
durante la Reconquista —por citar un espacio que cree que le corresponde,
anterior incluso a la Conquista de América— y que ese espacio antiguo y
reaccionario no lo reclama con gusto sino porque no le queda más remedio.
Queda pues solo el consuelo —quizá
espurio pero válido en estos momento— de que los fundamentalistas islámicos no
saben con quien se han metido. Que a partir de ahora todos los cuerpos
represivos franceses —¿por qué no identificarlos por lo que son?— les caerán arriba
con todo, y más.
Uno lo sabe: ha visto los barrios
patrullados con perros; el racismo de ambas partes: el temor extranjero de
entrar en ellos; incluso la visión prejuiciada de las novelas de Houellebecq.
A partir de ahora, esa visión medio turística
—o turística por completo— se convierte en realidad.
“Siempre nos quedará París”. Aunque de
pronto París no queda: se hace sangre y mierda el idilio. Y solo hay lugar para
la violencia, la de ellos y la de nosotros.