Uno mira las fotos, los videos, y si no
fuera por una camiseta aquí y allá con la imagen de Ernesto “Che” Guevara —su
presencia demasiado frecuente— y las sempiternas banderitas, podría
confundirlas con las de otra ciudad latinoamericana o caribeña. En este año que
concluye Cuba ha comenzado a perder su excepcionalidad.
No es un descubrimiento tardío. Los que
viven en la Isla lo saben mejor que nadie. Por ello quienes pueden han
emprendido la fuga. Porque se acaba aquello que fue único por décadas: la
nación regresa a la normalidad —no solo en el imaginario popular, también en la
mirada extranjera— y el futuro es chato como la muerte. Claro que el desenlace
—o la agonía— durará algunos años, así que
hay que aprovechar en lo posible.
Salvo ese pasado revolucionario que aún
explota —y que se seguirá explotando aquí y allá hasta que no suelte más jugo—
poco queda por ofrecer. Y ahí están las imágenes y las palabras de la crónica
del periodista Rui Ferreira —que CUBAENCUENTRO hoy publica—, para mostrarlo y
demostrarlo: artesanías pobres que no evocan un pasado heroico sino lo
caricaturizan; artículos importados, traídos por las más diversas vías, que
intentan atraer con la esperanza vana de una ilusión extranjera; músicos que se
repiten incesantes en cada local que sueña con clientes y permanece vacío.
Solo que el visitante —casi cualquier
turista, salvo el forastero ocasional a las ruinas, que no volverá tras conocerlas—
ya lo ha visto en cualquier otra parte: en Haití ha comprado artesanías y
pinturas mejores; en Pekín observado con una mezcla de asombro y rechazo
figuras de porcelana que ironizan, no recrean, la época turbia de la Revolución
Cultural; en una cigarrería del centro de Atenas una fosforera plástica con la
imagen del Che, igual solo que más cara que en La Habana. Y lo que no ha advertido
en la calle lo ha leído en la literatura o contemplado en el cine: el trío musical
callejero que persigue inclemente a Alec Guinness o Burl Ives en Our Man in Havana, la película de Carol
Reed.
Así que cuando desaparezca por completo
el atractivo de lo aún semiprohibido al turista norteamericano; en el momento
en que el pugilato entre Washington y La Habana acabe de diluirse y se ponga
final a la entrada fácil, cara y a la vez riesgosa de muchos cubanos a
territorio estadounidense, el artesano se hundirá más aún en su pobreza, el
timbiriche será más timibiriche que nunca y la Isla volverá a su condición de
puesto comercial, peor aún que antes.
Para entonces la camiseta con la falsa imagen
de un Obama sonriente, tabaco en la boca y uniforme verde oliva, que exhibe
sonriente un cubano en la calle Obispo en La Habana, habrá perdido —en verdad
ya desde hace tiempo atrás— su exiguo atractivo.
Esa Cuba que aún se fabrica y alienta en
Miami, que cínicamente la Plaza de la Revolución vende al mundo y que con
codicia torpe e ignorante naciones, empresas y millonarios ansían penetrar, no
es más que una invención pasajera. Una ilusión que de momento vende, pero no
por mucho tiempo. La Cuba real, la que permanecerá es otra: un país pobre sin
mucho que ofrecer al visitante, salvo los recuerdos más o menos tergiversados
de un momento de locura, pasión y muerte, pero donde desde hace mucho se ha
establecido con firmeza la mediocridad más absoluta, el desprecio total al
semejante, la codicia disfrazada de ambición y la envidia y ruindad tras el
rostro de la avidez.
Un país donde la inutilidad adopta el
ropaje de la burocracia —ya sea gubernamental u opositora— y la iniciativa
triunfa en la mayoría de los casos de la mano del atropello.
Las señales de que los cubanos ya
comienzan a dejar de ser excepcionales llegan a veces por las vías más
insólitas. Este año el representante federal Carlos Curbelo presentó un
proyecto de ley que busca acabar con el trato excepcional a los refugiados
cubanos —que por décadas se han beneficiado con medidas únicas a la hora de
recibir cupones de alimentos, Medicaid, seguro de discapacidad, el derecho a
residencia y la ciudadanía— y colocarlos a la par que el resto de los
inmigrantes de otras nacionalidades. Lo más interesante de la medida de Curbelo
es que no desató en Miami respuestas airadas, más bien un silencio cómplice.
El silencio también ha caracterizado a
los congresistas cubanoamericanos, en lo que respecta a la crisis migratoria en
Costa Rica. El martes dos legisladores iniciaron una visita de dos días, para
conocer la situación de los miles de inmigrantes procedentes de Cuba varados en
la zona. Pero no son de origen cubano y tampoco del sur de la Florida. Son
representantes por Texas, la republicana Kay Granger y el demócrata Henry
Cuellar. Es evidente que lo que buscan, ellos también, no es la excepcionalidad
sino la mesura.
Si bien afortunadamente parecer estar a
la vista una solución para los cubanos paralizados en Costa Rica, en su intento
de llegar a Estados Unidos, asistimos por igual al cierre de una vía de escape
para los que quieren huir de la Isla.
A más difícil el camino hacia el
exterior, la mirada no se tornará hacia el buscar una solución dentro —iluso
creerlo— sino a las variaciones del escape sobre un mismo tema: sobrevivir.
El incipiente mercado privado es una de
esas posibles vías de escape, solo que limitada y engañosa al extremo.
La fragilidad de esa forma rudimentaria e
incompleta de socialismo de mercado, que está surgiendo en Cuba es que su
sector privado, si bien en parte está regulado por ese mismo mercado, en igual
o mayor medida obedece a un control burocrático. Al mismo tiempo, este control
burocrático lleva a cabo muchas de sus decisiones a partir de factores
extraeconómicos: políticos e ideológicos.
Una solución parcial a este dilema sería
aumentar el papel del mercado y concederle mayor espacio a las actividades
privadas, de forma legal y dejando la vía abierta a la competencia y la
iniciativa individual. Solo que entonces el éxito en el mercado tendría un
valor superior a la burocracia. Que esto se vea como un peligro y no como una
solución, por parte del Gobierno cubano, es lo que está frenando en parte el
avance económico. Que la actividad opositora más o menos seria —tanto en Cuba
como en Miami— no contemple los factores económicos de forma priorizada en su
agenda, parte de igual principio burocrático: una defensa de beneficios y
privilegios.
Nada de lo anterior debe inclinar a
considerar a la economía como la clave. única y poderosa, del problema. Al
menos en estos momentos. Que la administración Obama explicite este objetivo es
más justificación que meta. Porque como objetivo su naturaleza se diluye en un
largo plazo. Obama puede justificarlo en favor de su edad, su lejanía cercana o
el que en última instancia no lo apremia una solución del caso. Incluso en el
cinismo declarado de que equivocarse con un país diminuto en última instancia
no tiene gran importancia para Estados Unidos. Por supuesto que para los
cubanos la ecuación se inscribe en términos distintos.
Los avances económicos que pueden estar
ocurriendo en Cuba, a un nivel que podría catalogarse de callejero, casi
doméstico, guardan más bien relación con la supresión de restricciones —o el
actual “hacerse de la vista gorda” frente a algunas de estas— que con un
verdadero desarrollo.
De hecho, el crecimiento económico de la
Isla se desacelerará a un 2% en 2016, comparado con la supuesta expansión del
4% estimada para este año, de acuerdo a declaraciones del martes del ministro de
Economía, Marino Murillo, según informó la prensa oficial.
Lo anterior corrobora la dicotomía —más
bien la esquizofrenia— existente en un país donde la excepcionalidad, la
ilusión y la espera son factores que influyen en el panorama económico con
igual o mayor fuerza que otros indicadores más “concretos”.
El problema es que este juego y esta
dependencia no solo no generan desarrollo sino tampoco son eternos. Así que,
por ejemplo, la noticia de que Japón se suma a la actitud de otras naciones, y
perdona a La Habana más de $996 millones de deuda sin pagar, no debe verse como
un incentivo para el avance, sino como un alivio para sobrevivir.
La decisión de Tokio —también como ha
ocurrido con otros países— no elimina la deuda sino que la reduce
sustancialmente. Aún Cuba debe al país asiático unos $498 millones, en capital
de préstamo e intereses.
Japón solicitará ahora al Gobierno cubano
el pago en un plazo de 18 años, a partir de abril de 2016. El Gobierno japonés
aún no ha decidido cuándo reiniciar la concesión de créditos blandos a la Isla,
indicó The Japan Times.
La pregunta pendiente es qué ocurrirá
cuando Cuba tenga que comenzar a pagar en 2916, y los perdones financieros de
hoy se conviertan mañana —en ese año a días de comenzar— en condenas. Todo
gracias a los compromisos adquiridos.
Por supuesto que cabe la respuesta —o el
deseo— de quienes consideran que el Gobierno de Raúl Castro no pagará nada,
pero tal argumento no toma en cuenta que, de ocurrir ello —y quienes mandan en
el país lo saben— todo el esfuerzo habrá sido inútil.
Vale la pena repetirlo. Entre esa Cuba
ficticia de hoy y la real de un mañana que toca a las puertas se debate la
realidad del país. Si a ese volver a “los años 50” —que denuncian las imágenes—
se reduce el objetivo del Gobierno de La
Habana, el resultado es doblemente desalentador. No solo como indicativo de
fracaso sino también de un ideal absurdo: los 50 de ayer serían en realidad
mucho menos —la época del 30— en ese país que se inicia.
Un hombre camina por la calle Obispo, en La Habana, llevando la imagen del presidente Obama, un símbolo de cómo los cubanos asumen los nuevos tiempos (Foto: RUI FERREIRA).
Un hombre camina por la calle Obispo, en La Habana, llevando la imagen del presidente Obama, un símbolo de cómo los cubanos asumen los nuevos tiempos (Foto: RUI FERREIRA).