martes, 26 de enero de 2016

El Ajuste republicano


Ajustar es “hacer y poner algo de modo que case y venga justo con otra cosa”, según la Real Academia de la Lengua Española. Con la Ley de Ajuste Cubano ello no es posible.
Los problemas con quienes tratan de hacerlo con la tan mencionada ley son muchos. Comienzan cuando se trata de coincidir una visión arraigada en Miami con otra según los acontecimientos internacionales: no casan, no cuadran; son imposibles de cazar.
Tanto el proyecto del aspirante presidencial y senador Marco Rubio, como el del representante Carlos Curbelo—ambos legisladores por la Florida y ambos republicanos—, para tratar de “modificar” la Ley de Ajuste Cubano, parten de igual equívoco: la legislación no es una medida para regular el asilo político. A tal efecto, existen otras leyes en Estados Unidos.
Si la ley sirviera para beneficiar exclusivamente “aquellos cubanos que están verdaderamente huyendo de la represión y persecución política”, su puesta en práctica quedaría limitada a un número muy reducido de casos.
Un sector de la comunidad cubana considera que ha concluido la época de los exiliados políticos, y que quienes vienen, y luego de más de un año comienzan a tramitar su visita a la isla, son en realidad inmigrantes económicos.
Claro que siempre cabe pedirle a quien piensa así que muestre sus zapatos. Y luego, si no los tiene rotos —como José Martí cuando vivía en Nueva York—, solicitarle que reconsidere su posición.
Pero más allá de consideraciones personales, vale la pena analizar la situación. Lo que existe en la actualidad son dos procesos inversos, que por décadas vienen gestándose.
Uno es la asimilación, que continúa. El otro tiene que ver con la permanencia de los vínculos con lo que se dejó atrás. No son procesos necesariamente excluyentes, pero por décadas se consideraron, sino opuestos al menos definitorios. Y esto es lo que ha cambiado.
Hasta la entrada en vigencia del cambio en la ley migratoria cubana, en enero de 2013, la salida de Cuba tenía un carácter definitivo, otorgado por el Gobierno de La Habana. Irse del país significaba una división tajante entre “los que se van” y “los que se quedan”. Ello no implicaba la ausencia de visitas a Cuba, pero reducía la cifra, además de los límites impuestos por los gobiernos republicanos.
Esa ecuación, en que la partida se definía como desarraigo, ha perdido su naturaleza absoluta para los llegados en los últimos años.
Lo que ocurre en estos momentos es que la separación ha dejado de ser tajante. Ahora los factores familiares ocupan la preponderancia que en una época tuvo la política. El quedarse a vivir definitivamente en el exterior ha pasado a ser una decisión personal que no implica el destierro, aunque en ella influyan o determinen factores políticos (la línea definitoria sigue siendo que se vuelve pero no se regresa).
Para quienes han llegado en los últimos años a EEUU, el camino hacia una nueva vida no elude la vuelta o el viaje más o menos constante al lugar de origen, porque tienen a su favor la geografía y el tiempo.
Ello conlleva una relativización de conceptos, que choca con el absolutismo que por décadas imperó en Miami. Lo que quieren los legisladores republicanos es buscar perseguidos políticos (en el sentido legal del término) donde no los hay.
El único argumento válido para cambiar la ley es decir que la situación en Cuba ha cambiado, lo que no implica un avance hacia la democracia.
Así que los legisladores republicanos cubanoamericanos se aferran a meter en el mismo saco una posición rígida y una situación cambiante. Una tarea nada fácil.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 25 de enero de 2016.

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