Ajustar es “hacer y poner algo de modo
que case y venga justo con otra cosa”, según la Real Academia de la Lengua
Española. Con la Ley de Ajuste Cubano ello no es posible.
Los problemas con quienes tratan de hacerlo
con la tan mencionada ley son muchos. Comienzan cuando se trata de coincidir
una visión arraigada en Miami con otra según los acontecimientos
internacionales: no casan, no cuadran; son imposibles de cazar.
Tanto el proyecto del aspirante
presidencial y senador Marco Rubio, como el del representante Carlos
Curbelo—ambos legisladores por la Florida y ambos republicanos—, para tratar de
“modificar” la Ley de Ajuste Cubano, parten de igual equívoco: la legislación
no es una medida para regular el asilo político. A tal efecto, existen otras
leyes en Estados Unidos.
Si la ley sirviera para beneficiar exclusivamente
“aquellos cubanos que están verdaderamente huyendo de la represión y
persecución política”, su puesta en práctica quedaría limitada a un número muy
reducido de casos.
Un sector de la comunidad cubana considera
que ha concluido la época de los exiliados políticos, y que quienes vienen, y luego
de más de un año comienzan a tramitar su visita a la isla, son en realidad inmigrantes
económicos.
Claro que siempre cabe pedirle a quien
piensa así que muestre sus zapatos. Y luego, si no los tiene rotos —como José
Martí cuando vivía en Nueva York—, solicitarle que reconsidere su posición.
Pero más allá de consideraciones
personales, vale la pena analizar la situación. Lo que existe en la actualidad
son dos procesos inversos, que por décadas vienen gestándose.
Uno es la asimilación, que continúa. El
otro tiene que ver con la permanencia de los vínculos con lo que se dejó atrás.
No son procesos necesariamente excluyentes, pero por décadas se consideraron,
sino opuestos al menos definitorios. Y esto es lo que ha cambiado.
Hasta la entrada en vigencia del cambio
en la ley migratoria cubana, en enero de 2013, la salida de Cuba tenía un
carácter definitivo, otorgado por el Gobierno de La Habana. Irse del país
significaba una división tajante entre “los que se van” y “los que se quedan”. Ello
no implicaba la ausencia de visitas a Cuba, pero reducía la cifra, además de
los límites impuestos por los gobiernos republicanos.
Esa ecuación, en que la partida se
definía como desarraigo, ha perdido su naturaleza absoluta para los llegados en
los últimos años.
Lo que ocurre en estos momentos es que la
separación ha dejado de ser tajante. Ahora los factores familiares ocupan la
preponderancia que en una época tuvo la política. El quedarse a vivir
definitivamente en el exterior ha pasado a ser una decisión personal que no
implica el destierro, aunque en ella influyan o determinen factores políticos
(la línea definitoria sigue siendo que se vuelve pero no se regresa).
Para quienes han llegado en los últimos
años a EEUU, el camino hacia una nueva vida no elude la vuelta o el viaje más o
menos constante al lugar de origen, porque tienen a su favor la geografía y el
tiempo.
Ello conlleva una relativización de
conceptos, que choca con el absolutismo que por décadas imperó en Miami. Lo que
quieren los legisladores republicanos es buscar perseguidos políticos (en el
sentido legal del término) donde no los hay.
El único argumento válido para cambiar la
ley es decir que la situación en Cuba ha cambiado, lo que no implica un avance
hacia la democracia.
Así que los legisladores republicanos cubanoamericanos se aferran a meter en el mismo saco una posición rígida y una situación cambiante. Una tarea nada fácil.
Así que los legisladores republicanos cubanoamericanos se aferran a meter en el mismo saco una posición rígida y una situación cambiante. Una tarea nada fácil.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 25 de enero de 2016.