Desde la óptica del exilio cubano, el
proceso iniciado el 31 de julio de 2006, con lo que fue entonces la entrega
temporal del mando del gobernante cubano Fidel Castro, ha tendido a verse con
una óptica pendular, cuando la realidad y la historia cubana tienden al círculo
o a la espiral. Durante años, artículos de periódicos, programas de radio y
televisión, comentarios en internet y blogs acumularon discusiones sobre dos
conceptos supuestamente antagónicos: sucesión y transición. En la actualidad,
la discusión sobre ambos conceptos ha quedado relegada al olvido, como un manto
piadoso ante el fracaso. Lo que se mantiene vigente es un discurso ilusorio en
que se mezcla el reclamo de avances de la oposición, que no se ven por parte
alguna, la persistencia del aparato represivo, que es real pero bajos nueva
normas de control y la ira hacia el presidente estadounidense Barack Obama , como
chivo expiatorio por todo lo que no se ha logrado por otros medios.
Cuando los posibles cambios anunciados
por el ahora gobernante Raúl Castro comenzaron a posponerse —o reducirse a
pocos e incompletos, sin llegar a las causas profundas de los problemas para
muchos— y terminaron convertidos en parte de una nueva metafísica insular, la
discusión giró hacia el estancamiento y la posibilidad real del caos y la
catástrofe. En ese punto estamos todavía, entre la apatía y la violencia, a
partir de la represión, la escasez y la corrupción, los tres pilares en que se
fundamenta el gobierno cubano.
A la vez que el régimen de La Habana
continúa exigiendo una actitud de aceptación absoluta e incondicionalidad a
toda prueba —que no es más que abrir la puerta a oportunistas de todo tipo—, se
aferra a un concepto medieval del tiempo: confundir el presente con la
eternidad.
Dos son las actitudes que parecen
determinar la conducta de quienes están al frente del régimen cubano. Una es un
afán desenfrenado en ganar tiempo, para mantenerse en el poder por lo que les
queda de vida. Cae igualmente dentro de esta actitud su reverso: sobrevivir a
la espera de la muerte natural de Fidel Castro, para a partir de ese momento establecer
alianzas de todo tipo —las que incluso no excluyen a una parte de la comunidad
exiliada— y poder integrarse lo más posible dentro de un supuesto nuevo centro
del poder.
La otra actitud parece ser el reflejo de
un gran temor a mover lo mínimo, no vaya a ser que se tambalee todo. Una
especie de efecto mariposa insular.
El general Castro aparenta estar
interesado en impulsar el desarrollo económico del país. Pero tanto el limitado
sector privado como el amplio sector de economía estatal están en manos de
personas que conspiran contra ese desarrollo, por razones de supervivencia.
La fragilidad de un socialismo de mercado
es que su sector privado, si bien en parte está regulado por la ley y la
demanda, en igual o mayor medida obedece a un control burocrático. Al mismo
tiempo, ese control burocrático decide, en la mayoría de los casos, a partir de
factores extraeconómicos, políticos e ideológicos principalmente.
Hasta ahora los limitados cambios
económicos, nulos durante el pasado año, no han contado con una mentalidad
abierta al avance de la función privada en la esfera económica, más allá de una
acción limitada y prácticamente de subsistencia. Ello no ha impedido una
ampliación de la iniciativa propia y el negocio familiar o con algunos
empleado, per sin superar la esfera en que se requieren mayores estímulos y la
existencia de mecanismos tanto financieros como de estructura, como la
existencia de un mercado mayorista para el comercio privado o la posibilidad de
una entrada regulada pero legal a las importaciones. No hay que hacerse muchas
ilusiones de que ello ocurra en un futuro cercano.
Si bien se han dado pasos en la forma no
estatal de gestión en las actividades de gastronomía, servicios personales y
técnicos, donde los precios estarán determinados por la ley de la oferta y la
demanda, no se ha producido un viraje económico dentro de un sistema
absolutamente centralizado y estatista al máximo..
Al ritmo que Raúl Castro está conduciendo
los cambios, necesitaría vivir unos doscientos años para llevar a cabo una
renovación en Cuba, y en ese caso limitada solo a una mejora del nivel de vida
de los ciudadanos. Así y todo, esta reforma estaría encerrada dentro de los
parámetros dados por la necesidad inherente al régimen de mantener la escasez y
la corrupción como formas de control.
Todo esto ocurre mientas la represión a
quienes buscan mayores espacios de libertad y cambios políticos se mantiene sin
variaciones.
Lo anterior no implica que la situación
cubana puede definirse en términos de que nada ha cambiado, luego de haber
apuntado las limitaciones de las medidas adoptadas por el gabinete de Castro,
algunas positivas (tal el caso de la reforma migratoria), otras a medias, (como
ocurre con la agricultura) otras pendientes de sus resultados en la práctica
(ley de inversiones).
El
papel del exilio
Hacer un análisis de la situación en la
isla inevitablemente lleva a un replanteamiento del papel del exilio, o
resignarse a un aislamiento aún mayor.
Lo que podría ayudar al desarrollo de esas
posiciones que apuestan por un cambio —que van desde lo que hasta cierto punto
podría considerarse actitudes reformistas hasta la franca oposición pacífica—
es el desarrollo de un discurso dentro del exilio que rechace la confrontación,
sin por ello renunciar a la denuncia de los abusos a los derechos humanos.
Mejor que consagrar tanto tiempo a la
discusión de una transición que no llega —ni hay muchas posibilidades de que se
produzca más o menos de inmediato—, sería apropiado dedicar mayor atención al
análisis específico de una evolución lenta pero continua.
Por supuesto que en tal discusión caben
todas las posiciones —salvo las extremistas y los fanatismos de cualquier
índole— y que la inclusión no implica aceptación incondicional.
Ya es hora de sustituir el
atrincheramiento en una actitud de todo o nada —que incluso desde el punto de
vista ético puede resultar meritoria— por un aprovechamiento de las condiciones
del momento.
Practicar la moderación y la cordura en
nuestras discusiones políticas no nos libra del exilio. No contribuye al fin
del castrismo o al mejoramiento de las condiciones en Cuba. Tampoco ayuda a la
permanencia del régimen. Simplemente facilita el entendernos mejor.
Contra este ideal de entendimiento, hay
en el exilio quienes a diario se declaran opositores del régimen cubano, pero
manifiestan una actitud similar a la existente en La Habana: “con nosotros o
contra nosotros”. Las opiniones e informaciones contrarias a sus puntos de
vista son consideradas un ataque y no un criterio divergente.
Estas manifestaciones de intransigencia
dentro de un sector del exilio reflejan el ideal totalitario. No se trata de rebatir
una idea sino de suprimirla. Apelando al argumento del respeto a la comunidad,
el “dolor del exilio” y la necesidad de no “hacerle el juego” a La Habana,
algunos intentan imponer un código de lo que se debe o no se debe informar; la
fotografía que se debe o no se debe colocar; lo que es correcto y no es
correcto hacer; definir la estrategia a adoptar por Washington respecto a la
relación con el gobierno cubano y excluir o santificar a priori cualquier opinión.
Es cierto que esa ha sido siempre la
actitud proclamada y repetida con orgullo por el régimen de La Habana —y que
cuesta trabajo decirle "gobierno" y no catalogarlo simplemente como
"dictadura", que lo es—, pero a lo largo de tantos años la exaltación
ha demostrado brindar pobres resultados. Tampoco hay que imitar al enemigo en sus
tácticas y estrategias.
Nada de ello, por supuesto lleva a
negarle a quien lo desee la práctica de una actitud "vertical", pero
además de que esta "verticalidad" implica el compromiso de ser
verdadera, hay que reconocer que en la actualidad no es compartida —y por
motivos diversos— ni por la totalidad del exilio ni de la población residente
en la isla.
Por otra parte, hay que tener en cuenta
que a la hora de hablar de los famosos cambios en Cuba se debe distinguir entre
los espontáneos o naturales y los dirigidos. Los segundos son las esperadas
reformas, que en algunos casos no acaban de concretarse o extenderse. Los
primeros ya están en la calle. Lo que lleva a estudiar no solo lo que el
régimen quiere o no cambiar, sino también ver lo que ha cambiado a pesar o a
contrapelo del régimen.
Para alentar estos cambios espontáneos,
el exilio debe asegurar a los que viven en la isla que cualquier participación
de la comunidad exiliada en el futuro de Cuba tendría entre sus objetivos el
contribuir a buscar los medios necesarios para lograr el difícil equilibrio
entre la justicia social y la libertad individual.
El defender un modelo de justicia social
—desaparecido en buena medida en Cuba—no implica el suscribir propuestas
agotadas. Se puede estar a favor de la educación gratuita, servicios médicos a
la población y renglones económicos de propiedad estatal sin tener que andar
con las obras de Marx y Engels bajo el brazo. Y mucho menos tener que salvar a
Lenin y echarle toda la culpa a Stalin.
No es que el exilio ha dejado de ser
anticastrista, sino que el anticastrismo ha cambiado de forma. Ha dejado de ser
vocinglero y pueril. No le interesa perseguir músicos y tampoco se regodea en
la nostalgia de una Cuba anterior a 1959. Incorpora los valores culturales de
esa época y tira por la borda la exaltación pueblerina de un país plagado de
pobreza, corrupción y asesinatos. Entiende lo ocurrido en la isla durante más
de medio siglo como un proceso con razones y causas, no como un destino
espurio.
Por conveniencia o facilismo de una
prensa local, nacional e internacional —que se siente cómoda al presentar el
estereotipo del exiliado reaccionario—, se relega a un segundo plano la
existencia de organizaciones, líderes exiliados y puntos de vista que no responden
al cliché de una comunidad intransigente, ignorante y fácil de manipular.
La realidad cubana, en su forma más
cruda, es la tragedia de la ilusión perdida. En un país donde la mayor parte de
la población se encontraba en la infancia o no había aún nacido en la fecha en
que Fidel Castro entra triunfante en La Habana, la vida ha estado regida por un
padre nacional dominante y despótico, pero también sobreprotector y por
momentos generoso: el Estado cubano, que por demasiado tiempo se vio reducido a
una figura, un hombre, un gobernante. Decir que esta situación ha cambiado
sustancialmente es una exageración, pero considerar que todo en Cuba sigue
igual que hace unos años es una muestra de ignorancia.
En la isla se mantiene firme, sin
embargo, ese control rígido e inmovilismo ya mencionados, que hace que la
realidad cubana continúe inculcando a sus ciudadanos la necesidad de dominar el
arte de la paciencia.