Ya son 56 años transcurridos y no han
logrado nada. Bueno, al menos en lo que dicen todos los días: el fin del
régimen de La Habana. Porque en otros aspectos no se pueden negar sus éxitos.
Pero esa repetición diaria de conceptos caducos sólo encuentra cabida en un
sector cada vez más reducido del exilio cubano de Miami.
Aunque no se puede negar su importancia
como desahogo emocional. Hay que destacar esa capacidad inmutable para
alimentar una ilusión.
Con los años, esa ilusión fue alejándose
de su fuente de origen y adquiriendo una fisonomía propia. Desde el punto de
vista social, político y económico pocos imaginan en Cuba una vuelta al país
que en ese sector del exilio —actualmente en extinción— aún se añora a diario.
Ese futuro en forma de pasado, que podría fulgurar sin la presencia de los hermanos
Castro. Lo triste del caso es que ese pasado ya ha regresado a Cuba. Es al
menos lo que se ve en sus calles. Pero no en el esplendor de los años 50 sino
en la pobreza de esos mismos años.
Esta ilusión que provoca escepticismo en
Washington, bromas en Madrid y una sacudida de hombros en Berlín todavía entretiene
a algunos exiliados, que por otra parte no dejan, en lo personal, de garantizar
su hoy y mañana: pagar impuestos e hipotecas, luchar por mantener sus trabajos
y educar a sus hijos.
Son los que hablan a diario sobre el
futuro de Cuba, pero pocos se arriesgan a definir el suyo de acuerdo al destino
de la isla. Ello los descalifica para participar en cualquier decisión al
respecto, pero no es lo único que se los impide.
Resulta patético escucharlos aún, en las
pocas tribunas que todavía los admiten. Esas justificaciones cansadas y
perennes. Pero todo ello no impide reconocerles el valor de su obsesión, en
algunos casos incluso la justeza de sus propósitos y la razón de esas apuestas
que siempre han terminado perdiendo.
Durante décadas también, las
características del proceso electoral norteamericano les brindó la posibilidad de incidir en un futuro en que,
en lo personal no se jugaban nada.
El resultado fue que durante mucho tiempo
la política de Estados Unidos hacia el gobierno de La Habana no se juzgó por su
efectividad sino por su complacencia emocional hacia un sector de esa comunidad
con derecho a voto. Ahora al menos puede definirse entre lo útil y lo inútil.
La paradoja es que por un tiempo existió
un grupo numeroso de cubanos que, en cierto sentido, habían renunciado a serlo
pero no a proclamarlo. Habían adquirido la capacidad de votar como
estadounidenses, pero no de acuerdo a lo que resultaba mejor o peor para su
país de adopción, sino a partir de lo que ellos creían era lo más conveniente
para la nación de origen. Se convirtieron en extranjeros por conveniencia o por
ideales sinceros, pero no por ello renunciaron a tratar de influir en el futuro
de la patria que dejaron atrás.
Planteado en estos términos, la ecuación
no resultaba por sí misma reprobable, pero no así en cuanto al desarrollo
práctico.
Lo no tan meritorio ocurrió cuando esa
influencia no logró guiarse por criterios espontáneos y efectivos, sino quedó
en mano de vocingleros, demagogos y aprovechados, que en algunos casos incluso
se valieron de la inmadurez política —la frustración y el desencanto de quienes
aspiraban pero no podían influir en los destinos de su país— para escalar
posiciones políticas.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el inquilino de la Casa Blanca no responde a los intereses estrechos de quienes no votaron por él? Entonces llega la hora del pataleo.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando el inquilino de la Casa Blanca no responde a los intereses estrechos de quienes no votaron por él? Entonces llega la hora del pataleo.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 4 de enero de 2016.