Durante décadas La Habana ha utilizado la
represión como otra forma más de distraer la atención sobre los graves
problemas económicos que afectan al país. Uno de los retos fundamentales para
La Habana, tanto en las conversaciones con Washington como con la Unión
Europea, es eliminar o limitar ese uso.
No se sabe aún si la Plaza de la
Revolución cuenta con la capacidad necesaria para aceptar el cambio. La visita
del presidente estadounidense Barack Obama a La Habana, el 21 y 22 de marzo,
será un claro indicador de si el gobierno de Raúl Castro se considera preparado
al respecto.
Mucho está en juego, tanto para quienes
en Cuba se aferran a los ajados mecanismos —pero aún eficientes— de conservar
el poder, como para quienes desde el exilio en Miami —y en su extensión en
Washington— defienden el enfoque tradicional anticastrista.
No es simplemente una definición
elemental del poder, sino algo más profundo: la capacidad de sobrevivir más
allá de los esquema elementales. Apostar por Raúl Castro en este sentido
resulta riesgoso: depositar las esperanzas en una oposición limitada y dividida
es confundir una esperanza en buena parte fabricada desde el exterior con la
realidad del país.
Una tercera vía, la salida pautada Raúl
Castro del gobierno, está de momento más cercana a la incertidumbre que a la
simple especulación, Que Castro abandone la presidencia del país parece cada
vez más posible, más gracias a la biología que a cualquier designio político.
Los revolucionarios nunca se retiran, le gustaba repetir a su hermano mayor,
pero su salud determinó lo contrario.
Ahora bien, se sabe que esa salida del
ejercicio cotidiano del mando, en el caso cubano, no admite una fácil lectura.
No solo por el entramado del sistema imperante, y la bifurcación
partido-gobierno, sino por la tradición de “hombre fuerte” en la historia
política del país, que nada indica no continuará ejerciéndose más allá de las idolologías.
Raúl Castro podría irse, pero siempre que
deje garantizada la permanencia del sistema creado a partir de 1959, y en donde
las definiciones de totalitarismo, autoritarismo siempre se han realizado de
acuerdo a un acomodo en donde lo definitorio es la permanencia, no en el
sentido dinástico en que siguen perdiéndose las elucubraciones desde Miami sino
en el fundamental para la elite gobernante de mantenimiento de prerrogativas y en
última instancia privilegios.
Visto así, la salida de Castro, primero
del gobierno y a los pocos años de la dirección del partido —no hay que esperar
que durante el próximo congreso partidista desistirá de mantener su cargo de
primer secretario— será en buena medida un ejercicio simbólico.
Por supuesto que todo no se reducirá a un
gesto, y vale esperar una transformación, en que lo importante venga marcado
por el fin de una “era”, como ya ha ocurrido con la casi plena extinción de la
era fidelista, que dio paso a la era raulista. Esa nueva era poscastrista sin
duda resultará muy diferente a las dos que la precedieron pero no del acomodo
del exilio de Miami, o del “exilio histórico” de Miami, para ser más precisos.
La diferencia aquí viene dada por el agotamiento que el tiempo ha otorgado a
conceptos que hasta hace unos años parecían definitorios y ya no lo son: carece
de sentido hablar de vuelta al pasado —un ideal que fundamentalmente en lo
político, pero también en hábitos y costumbres se añoró por décadas en Miami—,
porque ya ello ha ocurrido en el presente cubano, donde la nostalgia por los
años 50 ha sido arrebatada al exilio y adoptada en sus formas más caricaturescas
y comerciales en la isla.
Así que el viaje de Obama a Cuba entra de
lleno en el acomodo necesario para que dicha transformación —imprescindible
bajo el dictado de la biología— sea lo menos traumática posible. Y es aquí
donde el mandatario estadounidense y el gobernante cubano han encontrado un
punto común para el diálogo.
El caos
Lo concreto, lo verdadero en la Cuba de
hoy, es la disyuntiva entre el caos, y un posible estallido social, por una
parte, y una transformación lenta y edificada sobre avances y retrocesos, por
la otra.
En ambos casos no es una vía ideal y
mucho menos meritoria desde el punto de vista ético, pero también es un camino
forzado por las circunstancias. Quienes se oponen a transitarlo cuentan con un
argumento válido: no es una solución al problema y quizá en última instancia se
limite a prolongar una agonía. Los que lo apoyan también cuentan con razones
valederas: en la actualidad no hay otra alternativa.
Dejar fuera de este enfoque dos reclamos
fundamentales no implica ironía vulgar sino el intento de un análisis lo más
objetivo posible.
Uno es que la función elemental del
mecanismo represivo, por parte del régimen, es impedir la pérdida de la menor
parcela de poder. El ideal democrático no deja de ser un reclamo justo y moral,
pero al mismo tiempo sin posibilidades reales de alcanzarse.
La presión económica sobre el régimen no
ha dado resultado. Es cierto que los motivos son diversos, pero en muchos casos
las justificaciones son disparatadas. Afirmar que el Gobierno cubano necesite
del comercio con Estados Unidos para financiar su aparato represivo es tanto
una visión de ciegos como un dialogar de sordos.
Confundir la nulidad comprobada de un
embargo con la puesta en vigor de un esquema de sanciones y recompensas limitadas
es despreciar una alternativa no comprobada y llena de riesgo en favor del
amparo emocional que brinda el quedarse tranquilo y no hacer nada nuevo. Apoyar
dicho razonamiento en el historial de un sistema —como único indicador a tomar
en cuenta— es desconocer la capacidad táctica del contrario.
El otro reclamo valedero, que se coloca a
un lado, tiene también que ver con el carácter emocional que implica un largo
proceso. Es aceptar no una claudicación, pero sí un ceder ante un enemigo que
convirtió el argumento de no sometimiento en un pretexto para la intransigencia
y método reaccionario. Cuenta como paliativo la necesidad a que obliga el paso
del tiempo-
La mayor desventaja de quienes se oponen
al acercamiento entre Washington y La Habana —hablar de pacto es un insulto— es
que marchan contra la corriente. Las generaciones jóvenes, tanto en Cuba, el
exilio como en Estados Unidos, no responden a los esquemas tradicionales, entre
otras razones por una fundamental: su presente marca otra época. Podrán estar
equivocados, pero es su tiempo y momento.
La calle
Más sensato que una oposición a ultranza
es adoptar la actitud de buscar provecho ante el nuevo escenario y elaborar
métodos que faciliten y presionen en favor de que los cambios económicos
reviertan en espacios democráticos.
No es una vía fácil y carece de una
satisfacción inmediata, pero desechar esa alternativa es contribuir al
estancamiento actual y el caos en un futuro inmediato. Hay que reconocer que
una parte de la oposición cubana se muestra dispuesta a transitar esa vía, sin
detenerse a busca aplausos desde Miami, la condescendencia oportuna y la
docilidad premiada.
No temen con ello a los intentos de
marginalidad, para los cuales hay expertos bien provistos a ambos lados del
estrecho de la Florida.
Si algo tiene que ganar la oposición —el
concepto desborda al socorrido expediente de la prensa de llamarla referirse a
ella como ‘‘disidencia’’— con el nuevo
enfoque promulgado por el presidente Obama, es conquistar una capacidad de
acción que supere una legitimidad otorgada solo a partir de su existencia.
Si sobrevivir ha sido su mayor conquista,
ahora necesita dar un paso más allá.
En julio de 2005, Martha Beatriz Roque
lanzó un llamado para que la disidencia iniciara una campaña más activa de
participación ciudadana, no solo con reuniones en los hogares y llamadas a las
estaciones de radio de Miami, sino de manera pública. Fue un reto importante y
valiente. Pero que hasta ahora no se ha materializado. No se trata del
expediente simple de negarle méritos a la oposición. No hay que ocultar que
ninguna organización, dentro del amplio espectro de la oposición pacífica,
puede mostrar un expediente donde se apunte un acto de participación amplia de
la población. Vale señalar que la naturaleza represiva del sistema es la causa
principal para que ello no ocurra, así como la imposibilidad de crear una
verdadera sociedad civil en ese entorno, pero ello no impide el señalar la
ausencia de un movimiento que trascienda la participación de unos pocos.
Por ello es más imperioso que nunca la
búsqueda de alternativas, destinadas no a sustituir los grupos opositores sino
a conseguir su ampliación.
La declaración de Roque de entonces: “El
camino es la calle y vamos a utilizar la calle en toda la nación”, no ha
logrado sobrepasar la audacia verbal del momento.
Represión
Tras los primeros años de la llegada de
Fidel Castro al poder, en contadas ocasiones las tensiones políticas en Cuba
llegaron a la confrontación callejera. La calle sigue marcando la frontera de
lo permisible por el régimen. Para Fidel Castro primero, y luego para Raúl, uno
de los principios claves de su táctica política nacional es no dejar que se
pierda la calle. Para neutralizar o acabar con sus enemigos, ambos hermanos
nunca han dudado en ejercer la represión, pero también han desarrollado hábilmente
la práctica de dejar abierta una puerta de escape a los opositores —siempre que
existiera esa posibilidad— y de anticiparse a las situaciones límites: evitar
manifestaciones de fuerza masivas y públicas. No recurrir, si las
circunstancias lo permiten, a desplegar el poder policial descarnado. De esta
forma, han logrado combinar un rigor extremo con un historial que tras los
primeros años mencionados se ha visto casi libre de escenas sangrientas a la
luz pública.
Este uso de la represión como profilaxis
se ha intensificado con la llegada de Raúl: detenciones por varias horas o
pocos días, hostigamientos y actos de repudio al menor intento de protesta.
Para dificultarle aún más la labor a los opositores pacíficos, La Habana mantiene
un estricto código de prensa, que obliga a los corresponsales extranjeros a ser
sumamente cuidadosos a la hora de reportar, o de lo contrario se arriesgan a
ser expulsados.
El factor represivo explica en buena
medida las limitaciones que siempre han enfrentado los opositores pacíficos
para realizar su labor. Pero no es el único. Para la mayoría de los cubanos, la
disidencia es una alternativa política pero no económica. Esta última no radica
en la denuncia opositora sino en el mercado negro.
En el terreno social y económico, donde
se define en gran parte la batalla por la calle, la disidencia ha tenido un
efecto casi nulo. En los momentos de mayor crisis económica del país, durante
el llamado período especial, la Iglesia Católica dio importantes pasos de
avance para cumplir una función de alivio. Pero una vez que el Estado logró una
mínima recuperación económica, intensificó el esfuerzo para recuperar el
terreno perdido.
Además de enfrentar una fuerte represión,
toda organización disidente que intente hacer llegar su mensaje a la población
tiene que otorgarle preferencia a los temas vinculados a la subsistencia
diaria. Aunque los grupos más importantes de la disidencia interna contemplan
una amplia plataforma, las cuestiones políticas han predominado en su discurso.
Por lo general, se perciben como opositores más preocupados por la libertad de
expresión que por un programa de justicia social.
Más allá de sus diferencias ideológicas
—y de la imposibilidad que enfrentan todos los grupos disidentes para hacer
conocer sus puntos de vista entre la población de la isla—, éstos se perciben
dedicados a la defensa de los derechos humanos (en un sentido universal) y no
de los derechos e inquietudes de los ciudadanos (trabajo, vivienda, salud
pública).
Por años el gobierno cubano ha logrado delimitar
la lucha por los derechos ciudadanos y la democracia al marco de una
confrontación tradicional. Una y otra vez La Habana brindó el necesario aliento
al sector más conservador de Miami, para que pudiera seguir justificando una
supuesta labor anticastrista.
Reformas
La posible presión que pueda ejercer
Obama sobre el Gobierno cubano transitará fundamentalmente por otros rumbos,
aunque tanto en su discurso público como en reuniones privadas el tema de los
derechos humanos no estará excluido. Obama busca sobre todo emponderar al
ciudadano común, más allá que darle una tribuna a la disidencia. Por ello
resultan tan pueriles los reclamos desde Miami, que urgen a que la visita se
destaque por decantar el mensaje disidente, y así pasar por alto el objetivo
que caracteriza a cualquier encuentro de Estado: las conversaciones entre
gobiernos y no el proselitismo opositor. Si antes de fijar la fecha del
encuentro Obama exigió la no existencia de restricciones lo hizo como
representante de un país democrático y para dejar en claro que no viaja en
papel de aliado político, no porque piense dedicarse al activismo público
opositor en la isla, porque esa no es su función.
Si el Gobierno cubano permite la
ampliación del trabajo por cuenta propia, la creación de pequeñas empresas
privadas y el fortalecimiento de los emprendedores no estará dando pasos
concretos en favor de la democracia en Cuba. Lo que se logrará por esta vía es
el desarrollo de un ciudadano más consciente de sus capacidades y limitaciones,
con independencia del Estado. Y esto no es poco.
Si de alguna manera se logra que el
gobierno de La Habana se vea obligado a cierta contención represiva, y las
páginas con la información sobre Cuba de la prensa mundial no se vean limitadas
a noticias de actos repudiables, sino contemplen también el análisis de la situación económica del país,
como la falta de un crecimiento real, el grave problema monetario, la ausencia
aún de las necesarias inversiones extranjeras y la incapacidad para mejorar la
producción agrícola —como en parte ha venido ocurriendo en las últimas semanas—
sería un paso de avance.
Entonces junto a “la batalla por la
calle”, siempre necesaria y pendiente, entrarían a jugar otros factores
sociales y económicos, no como “tabla de salvación al régimen“ ni como “oxígeno
que necesita”, sino como vía de transformación. Si de momento no es posible
“ganar la calle”, al menos que se logren obtener mayores fuentes de ingreso
para los cubanos, sin la necesidad de un Estado paternalista y despótico. No es
el camino pronto hacia la democracia, pero sí es una forma de lograr la
independencia laboral del ciudadano.