Ramón Castro Ruz falleció el martes en
Cuba y sus restos fueron cremados. Tenía 91 años. Así de rápido, justo de
sencillo.
Aunque nunca tuvo una participación
importante en el Gobierno, el hermano mayor de Fidel y Raúl Castro sigue con su
muerte un destino similar a otros miembros del clan Castro: noticia en Granma, que da fe de lo ocurrido, no de
lo que está sucediendo; ceremonia fúnebre breve o ninguna; cremación y el posterior viaje de las cenizas al oriente de
la isla.
Un comunicado del órgano oficial del
Partido Comunista anunció que tras la cremación sus restos serán conducidos a
Birán, su pueblo natal, en una fecha no especificada.
Esa vuelta de las reliquias al terruño
evidencia el carácter provincial, español, de origen campesino, que nunca ha
abandonado a la revolución cubana: un asalto del campo a la ciudad, que incluso
en una época pretendió destruirla. Si al final la ciudad terminó por ganar la
batalla, los Castro, los que lo rodean, los que formaron o forman parte de ese
núcleo esencial —ya sea familiar o político— son avaros con sus restos: se
niegan a dejarlos en la ciudad que una vez fue conquistada y reclaman su vuelta
al origen: el polvo vuelve al polvo.
No es que Ramón Castro, que nunca
renunció a ser un guajiro, sea el ejemplo perfecto de una metáfora fácil y
cursi. Es que representa mejor que otros, debido precisamente a esa presencia
tenue en el panorama político, el solapado rencor campesino ante lo urbano,
donde se aprovechan las circunstancias pero se mantiene el recelo.
Los funerales de Vilma Espín también
fueron sobrios y cortos, aunque no tanto. Luego de una reducida ceremonia en La
Habana, sus cenizas fueron depositadas, en un acto familiar, en el Mausoleo del
II Frente, en las montañas de Santiago de Cuba. Se conoce la voluntad de Raúl
Castro por un fin similar.
Es difícil que su célebre hermano aspire
a igual parquedad y mucho más aún que la política y la historia, de la que
siempre ha sido esclavo, se lo permita. Pero posible igualmente que tras las
ceremonias, que se extenderán al menos por una semana, se establezca esa vuelta
al polvo.
Por lo demás poca semejanza hubo entre la
mujer que ocupó el más rango político en Cuba y el hombre cuyos méritos se limitaron
a ser hermano mayor y tener la prudencia de nunca intentar esa prerrogativa en
el sentido español, tan hondo en esa familia. Si se menciona ella ahora es por
recordar que, en última instancia, hay un elemento común: una muerte en la
familia. Una muerte que recuerda y acerca a la “gran muerte”, los funerales de
un caudillo.
Así que casi nada en común entre la
esposa y el mayor de los hermanos de Raúl Castro, más allá de una época y una
familia. Aunque, ¿no es ello bastante? Curioso el destino de quienes por años
vivieron con la realidad de la muerte siempre presente —por sus actos y
trayectoria— y el transcurrir pausado de ese acabar del todo: un desenlace
común, la vulgaridad del fin en una cama.
La muerte de Ramón Castro —que nunca renunció
a lo único que sabía ser: un hacendado; lo que lo sitúa en un rumbo más
acertado pero menos notorio que el de sus hermanos— ocurre sin embargo en un
momento crucial, con la anunciada visita del presidente estadounidense Barack
Obama y un congreso del partido en pocos meses.
Algo así como si quien se limitara a un
tercero o quinto papel, dentro del ámbito familiar, sirviera ahora para
anunciarles a sus hermanos menores que todo se acaba.
La muerte vuelve a tocar al círculo más
íntimo de Fidel y Raúl Castro. En el caso de Ramón no hubo afinidades políticas
tan fuertes que lo llevaran a incorporarse al patrón de pensamiento y acción de
sus hermanos, pero sí se mantuvo siempre el vínculo familiar y lo que es más,
una cercanía que trasciende la política: en la semejanza física con Fidel
Castro y los pocos años de diferencia entre ellos. Para quienes siempre han
aparentado vivir al margen del tiempo, no deja de ser un aldabonazo.
Más allá de recordar la certeza de un fin
más o menos próximo, de al menos otro de los miembros de la familia, la muerte
de Ramón Castro no debe decirle mucho a los cubanos en la isla, y buena parte
de la población no debe haber sabido siquiera que existía.
Si con Vilma Espín varios miles desfilaron
luctuosos durante unas nueve horas ante su retrato, en este caso no fue
necesario siquiera un homenaje tan limitado. Ramón Castro no era nadie, salvo
“el hermano”.
Pero si Vilma fallece a los 77 años,
Ramón lo hace a los 91, como afianzando que el tiempo se acaba para una
generación, que con mayor o menor grado de
actividad compartió o hizo una revolución.
A estas alturas, es muy posible que la
noticia de la muerte de un hermano carezca de trascendencia para Fidel Castro
—¿no siempre fue así?— y quizá apenas despierte algún recuerdo lejano en Raúl.
Quizá no se limite a ello, y acreciente la necesidad de romper ese círculo que
cada vez lo deja más solo. Pero esto es pura especulación torpe y mala
literatura.
Lo importante es que desde hace años,
para los revolucionarios —la palabra como la caracterización de un grupo, sin
entrar en su valoración— los muertos ya no son los que “cayeron en el camino”
sino una señal de que se les está acabando el camino. Porque al final, de lo
que se habla siempre es de la política, pero lo que cuenta es la biología.
Pretender la absolución de la historia es desde hace años una falacia, pero la
muerte nunca deja de ser real.