La
bipolaridad es una de las tragedias del exilio cubano.
Aquí no
hay términos medios. Los caminos son dos: o te defines anticastrista declarado —y entonces sacas banderitas, saludas a los
congresistas cubanoamericanos y llamas a la radio local— o te catalogan de castrista
solapado; y te miden cada palabra que pronuncias, para descifrar señales
ocultas desde La Habana, gestos destinados a dividir a la comunidad e
intenciones torcidas.
En
Miami siempre han estado desvirtuadas las actitudes de “confrontación” y “acercamiento”,
ya que no ha sido posible el desarrollo de un grupo que postule la no confrontación
desde una actitud que sea al mismo tiempo anticastrista y antireaccionaria. Este anticastrismo no se asume en el sentido
tradicional de la beligerancia contra los centros de poder asentados en la
Plaza de la Revolución, sino en uno más amplio, de desacuerdo fundamental con
el tipo de gobierno establecido en la isla. No por falta de un fuerte rechazo
al régimen imperante en Cuba, sino por la necesidad de marcar distancia con una
agresividad vocinglera que puede tener diversos objetivos, pero se limita al
papel de brindar la peor imagen de un exilio cavernícola y fanático.
El
acercamiento a la realidad cubana, por otra parte, ha sido desvirtuado a través
de los años, en muchos casos reducido a la categoría de complicidad —o peor, de colaboracionismo— y encerrado en un cuarto donde el Gobierno
cubano dicta las pautas y solo escucha lo que con anterioridad ha dejado en
claro que quiere escuchar. Luego, a veces, añade un brindis con mojitos.
Por
décadas, el maniqueísmo de La Habana ha definido la dicotomía en Miami. El
simple hecho de ser simpatizante o miembro del Partido Demócrata resulta
sospecho; si además uno está en contra del embargo se arriesga a ser declarado
un peligro para la comunidad y si a todo esto se añade que apoya los contactos
entre quienes viven a aquí y allá, se gana un puesto en la lista negra.
Pero
cuando se mira al otro bando el panorama es aún más desolador. Quienes
denuncian la intolerancia del exilio, desde una posición cercana a Cuba, son a
su vez igualmente intolerantes, incapaces de realizar la menor crítica hacia el
Gobierno cubano y limitados a repetir ¾o incluso a exagerar¾ el discurso de La Habana.
Triste
el hecho de abandonar Cuba para convertirse en caja de resonancia.
Si una
parte del exilio de Miami se empeña en identificarse con las causas más reaccionarias,
y glorifica a terroristas que nunca han pagado por sus crímenes, en igual sentido
otro sector critica esa situación, pero se niega a denunciar también los crímenes
y la represión del régimen cubano; aplaudió los disparates de Hugo
Chávez y ahora da vítores ante los de Nicolás Maduro; mientras continúa
ensalzando a Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega y otros personajes de la
opereta latinoamericana.
Lo que
es peor, esos que gritan denuncias sobre la falta de libertad de expresión en
esta ciudad se niegan a condenar las violaciones de los derechos humanos en la
isla. Para ellos, nada es más fácil que recordar los crímenes de Pinochet y
Videla y olvidar los de Castro.
Lo
lamentable —y que al mismo tiempo hace
perder las ilusiones— es que pese a indicios aislados,
la dicotomía entre anticastristas y simpatizantes de Castro continúa dominando
el panorama en esta ciudad. Pese a cambios demográficos, la llegada de nuevos
exiliados cada año y el desgaste del Gobierno cubano, las discusiones vuelven
una y otra vez al todo o nada y la política de avestruz. Miami no acaba de
librarse de la carga de semejanza con una república latinoamericana. Chiquita
banana con un poco de inglés y mucho de español.
Cuando
comenzaron a surgir los llamados gobiernos de izquierda en Latinoamérica, se
habló de “nueva izquierda”, “izquierda renovada”, “izquierda democrática” e “izquierda
de nuevo tipo”. Su auge se asoció al fracaso neoliberal, la injusticia y la
pobreza imperante. Incluso hubo quien intentó catalogar a esta izquierda como
un movimiento más cercano al concepto de ingeniería social del neoliberal Karl
Popper, que al pensamiento totalitario de Lenin, lo que se aplaudió como una de
sus mayores virtudes. Pero en la práctica los petrodólares de Venezuela
terminaron por imponer un muñeco o espantapájaros —hablar de modelo resulta
exagerado— sin futuro o permanencia más allá
del elevado precio del petróleo. Mientras ello ocurría, como ideología la “nueva izquierda” nunca dejó
de arrastrar el pecado original de cerrar los ojos ante la realidad cubana.
Ahora que la época de “vacas gordas” por el exagerado precio del crudo terminó,
a Maduro no le ha quedado más remedio que poner en práctica precisamente
algunas de las medidas neoliberales tan criticadas por su antecesor, entre
ellas el alza del precio de la gasolina. Precio, es cierto, desde hace años
insostenible, pero aquí lo importante a destacar no es la necesidad imperiosa
del aumento, sino la demagogia que impidió utilizar las ganancias millonarias
de ayer para evitar el empobrecimiento de hoy.
De esta
forma, el populismo de izquierda latinoamericano y el populismo de derecha de
Miami han marchado juntos en la vía del anquilosamiento, en un empeño hacia
defraudar toda esperanza de lograr apartarse del blanco y negro, señalar los matices
y buscar una voz propia.