lunes, 28 de marzo de 2016

El largo adiós



“No necesitamos que el imperio nos regale nada”, dice Fidel Castro en un artículo con título irónico y racismo subliminal: El hermano Obama. Pero la cuestión es que el presidente Barack Obama en momento alguno prometió “regalar” algo. Así que aquí tenemos una frase para el estudio de la psicología. O la mente de Castro está recurriendo a un típico mecanismo de defensa llamado proyección, donde el sujeto atribuye a otras personas las propias virtudes o defectos, incluso sus carencias, o está extraviada y confundida, y por lo tanto repite las mismas palabras que él utilizó hace ya bastantes años, cuando la Unión Europa intentó llegar a un acuerdo de cooperación y ayuda[1].
Por lo demás, si analizamos su texto solo bajo la óptica política, no hay nada sorprendente. Basta repasar los últimos años de la dictadura franquista en España para comprobar que las intrigas, los avances y retrocesos, los intentos de reforma y las vueltas al ideario más reaccionario y la represión más despiadada fueron el pan de cada día, con un dictador agotado físicamente y debilitado mentalmente que se negaba a delegar el poder. Y aquí reside la clave del asunto. A diferencia de Franco, Fidel Castro sí delegó el poder en su hermano (el hermano mayor de Franco nunca estuvo cercano a ello). Así que todo se reduce a la especulación de si las palabras de Fidel Castro tienen alguna trascendencia, salvo brindar cierto apoyo emocional a los recalcitrantes (fenómeno por lo demás que ocurre igualmente en Miami, aunque con el signo ideológico contrario).
El autor
Como ha ocurrido en otras ocasiones, el artículo de Fidel Castro será titular de hoy en la prensa y olvido de mañana. Pero sí contribuye a dos aspectos de la realidad cubana. Uno es la especulación sobre la función de Fidel Castro como retranca a las reformas promovidas por Raúl. La ecuación hermano mayor reaccionario y hermano menor práctico y tecnócrata favorece en última instancia al segundo término, al brindar la justificación perfecta para el inmovilismo. El segundo tiene que ver con la retroalimentación mental que representa para el burócrata de bajo nivel, al que muy ocasionalmente brinda la esperanza tonta de que todavía el futuro pertenece por entero al castrismo.
Por lo demás, la retórica de Fidel Castro no solo es incapaz de “agitar a las masas”, en favor de una renuncia inmediata a depender de las remesas y el turismo extranjero —para citar dos fuentes recurrentes e importantes de ingresos en Cuba— y partir con el azadón y la mocha para el campo, a la conquista de la siembra y el güiro. Más que a estas alturas en Cuba deben provocar ese discurso viejo y esas consignas raídas, lo más probable es que ya no sean dignas siquiera de la indiferencia, sino de la distracción: los cubanos miran hacia otra parte. Si lo que en una época se presentó con el disfraz de un ideario revolucionario y solo fueron metas huecas, impuestas por la fuerza, volver ahora con tales esperpentos —luego del país atravesar el llamado “período especial”— es puro delirio.
Aunque para los que desde la niñez sufrimos el “proceso revolucionario” no hay duda del poder que aún tiene en nosotros Fidel Castro, para promover conversación y escritura, y de lo cual este comentario es un ejemplo más. Vale la pena, sin embargo, intentar apartar el texto del autor.
El texto
El artículo —ya no se utiliza la categoría “reflexiones”, al parecer por la falta de continuidad— es similar a otros anteriores por su falta de coherencia. Castro no presenta una idea, la desarrolla y concluye, sino que lanza palabras, conceptos, frases, estereotipos, recuerdos, todo mezclado en una especie de narrativa cercana a un flujo de conciencia. En este monólogo uno siempre espera encontrar una revelación, una singularidad, algún detalle curioso, pero casi nunca ocurre. Dentro de un marco de referencia, que en lo que respecta a la ciencia y la historia universal, parece fundado en lecturas repetidas de una publicación como la Revista Selecciones, se intercalan algunas anécdotas personales —casi siempre sin mucha trascendencia—, lugares comunes y una visión del proceso revolucionario que inició y llevó a cabo en cuya descripción cada vez más se acentúa una posición a la defensiva: es perenne la confusión entre la realidad y una serie de supuestos ideales y metas. Hay en este punto un curioso desplazamiento que solo se explica como una forma tergiversada de justificación: Castro habla de la actualidad en términos casi siempre catastróficos, pero ajenos a Cuba: proyecta lo que podría considerarse su concepción del mundo excluyendo la realidad cubana. Puede argumentarse que procede así debido a su alejamiento de la vida pública nacional, pero en la práctica tal alejamiento no es tal: más bien su actitud es propia de un desterrado, solo que ese destierro obedece a razones de salud y no políticas.
El cuerpo, que le jugó una mala pasada a Castro —y aquí vuelve a ser válida la comparación con Franco, que pese a su deterioro físico se mantuvo al frente casi en todo momento hasta su muerte—, domina ahora su escritura, no como un proceso natural en todo ser humano, sino en un sentido físico donde se desprecia la memoria del lector para sustituirla por una verdad propia solo de quien escribe. Así que poco importa que este último artículo se limite a lanzar logros de la revolución que no son tales y vuelva a la repetición de alardes que nunca han de materializarse: “Advierto además que somos capaces de producir los alimentos y las riquezas materiales que necesitamos con el esfuerzo y la inteligencia de nuestro pueblo”. Para él las continuas cifras de la incapacidad —endémica a partir del 1ro. de enero de 1959— de producir alimentos no cuentan, como tampoco el intercalar en el texto párrafos completamente ajenos al desarrollo de las supuestas ideas.
Ejemplo de este desarrollo marginal en el último artículo de Castro es desviar todo el argumento Obama. Mandela, raza negra, funeral de Mandela y apretón de manos entre Raúl Castro y Obama a una discreción sobre Gleijeses y Risquet.
El subtema Gleijeses aparece en el artículo de Castro de forma sorpresiva para muchos lectores. Piero Gleijeses es el autor de Conflicting Missions (Havana, Washington and Africa 1959-1976), un libro importante para conocer lo ocurrido entonces pero limitado en algunos puntos por una excesiva influencia de la visión de
Jorge Risquet, quien había sido embajador cubano en Angola, sobre el asunto. Al volver al tema ahora Castro no solo recuerda que Risquet está muerto sino en cierto sentido hay cierto reproche encubierto a Gleijeses —solo explicable a nivel emocional— por esa amistad (“muy amigo de él [Gleijeses de Risquet]” en la que se siente dejado a un lado.
Sin embargo, el tema de la vanidad personal es apenas un detalle de la intención fundamental de Castro, y para conocerla hay que remitirse a la “reflexión” de Castro en octubre de 2008 por la muerte de Mandela, donde habla más de sí mismo que del líder sudafricano. Ese centro, que ahora Castro vuelve a repetir, tiene que ver con el hecho de que la guerra de Angola fue la segunda ocasión en que Cuba estuvo envuelta en un conflicto que podría haber desencadenado una hecatombe nuclear.
No hay comparación entre la Crisis de Octubre y la guerra de Angola en cuanto a la dimensión y las implicaciones del diferendo, pero ambas muestran que el Gobierno cubano, con Fidel Castro al frente, no estaba dispuesto a detenerse frente a una amenaza de ataque nuclear.
Junto a ese panorama de combatividad, peligro y una posible destrucción de grandes dimensiones, hay una historia más vulgar y menos heroica.
“Sudáfrica no soportó el desafío y negoció, después que recibió los primeros golpes en esa dirección, todavía dentro de territorio angolano. En la misma mesa se sentaron durante meses los yanquis, los racistas, los angolanos, los soviéticos y los cubanos”[2].
El artículo de Castro de ahora no es solo un desfile de rezagos del pasado, sino un intento, en el plano emocional más que político, de minimizar a su hermano menor, al tiempo que una velada o no tan velada amenaza a Estados Unidos, que por supuesto no trasciende a una pataleta de viejo. En igual sentido se sitúa otra amenaza más directa a los propios funcionarios del régimen. El caracterizar las palabras de Obama de “almibaradas” no es solo llamar al presidente de estadounidos “blando y meloso“, sino recordar lo peligroso que puede resultar en Cuba acercarse a lo dulce, sea azúcar o miel.
Es esa visión de la historia llena de rencor y lugares comunes es la que repite Fidel Castro de nuevo en este artículo. Como para perpetuar otro lugar común: genio y figura…

[1] Durante la celebración del cincuentenario del asalto al cuartel Moncada, Fidel Castro expresó: “Cuba no necesita a la Unión Europea para sobrevivir y poder desarrollarse”. Castro además calificó a la UE de “caballo de Troya” de Estados Unidos.

domingo, 27 de marzo de 2016

Los Rolling Stones y la guerra de Miami contra el capitalismo en Cuba


Están perdidos los sectores más recalcitrante del exilio de Miami en su “lucha” contra el castrismo. Cuando digo recalcitrante no uso el concepto simplemente en una acepción ideológica, sino principalmente en su definición del Diccionario de la lengua española: terco, reacio, reincidente, obstinado, aferrado a una opinión o conducta.
La causa cubana en Miami ha pasado de ser una lucha contra el Gobierno de Castro a una guerra contra el capitalismo. Y contra el capitalismo no se gana la guerra: ya lo intentó la Revolución cubana y la perdió.
Por su supuesto que esa victoria cada vez más cercana del capitalismo terminará por transformar por completo al sistema implantado a partir del primero de enero en Cuba, pero a los efectos del poder —que es en última instancia lo que más interesa a Miami— se está llevando a cabo con la complicidad de quienes conservan el mando en La Habana y esperan preservarlo con sus herederos en general (sin limitarse a la familia Castro). La ideología comunista desde hace rato se echó a un lado en Cuba, como también ha ocurrido en China, donde es simplemente pieza en los museos, y lo demás es preservar (a veces) el nombre y los métodos, pero como un instrumento de dominación y no como un objetivo de futuro.
El cartel que ilustra este comentario, colocado por los fans afuera del recinto donde los Rolling Stones dieron el concierto en La Habana, ilustra este cambio. Una imagen vale más que cien consignas.
No es que simpatice con esa victoria del capitalismo y tampoco que no queden batallas por librar en favor de los derechos humanos, la inexistente sociedad civil y en última instancia la libertad y democracia. Pero ante el avance del capitalismo en la isla —lo demás es cuestión de apellidos: de Estado, autoritario, oligárquico— no queda más remedio que cambiar de estrategia. El capitalismo implica desigualdad, avaricia y abuso. Es parte de su razón de ser, aunque dichos términos no lo definen por completo.
El concierto de los Rolling Stones en La Habana define mejor el futuro de Cuba que la visita de Obama. Y para los que les gusta esa música valió la pena disfrutarlo. Algunos de los reclamos que actualmente se escuchan en Miami equivalen a una ilusoria exigencia de que el grupo tocara en cualquier o en todos los pueblos de la isla. No fue así, y no podía ser así. Actuó en la capital, a la que desde hace algunos años le ha sido devuelto su verdadero valor, tras un proceso de origen provincial y campesino.
Al parecer detrás del espectáculo estuvieron intereses financieros, que lo que les interesa es hacer negocios, no llevar la libertad a la isla. Y tampoco hay nada malo que sea así, si uno adopta la óptica capitalista.
No se puede estar a favor del capitalismo y al mismo tiempo reclamar lo que a este sistema no le interesa alcanzar. Para ello habría que comenzar una nueva revolución, y no le arriendo las ganancias a quien lo intente y apuesto a que no encontrará mucho seguidores.
Así que sentimientos plañideros aparte —válidos por otra parte emocionalmente y desde el punto de vista personal—, lo que queda es adaptarse a las circunstancias. 

Más de lo mismo


La campaña republicana a la presidencia sigue girando sobre el mismo punto. Esta semana lo hemos visto con la última trifulca entre los aspirantes Donald Trump y Ted Cruz sobre sus respectivas esposas.
Hay un aspecto de Trump que asusta a los líderes republicanos, y es que el posible candidato siga acumulando un rechazo creciente entre los grupos de votantes que se consideran necesarios para ganar la Casa Blanca. Pero lo ven simplemente como un problema de imagen,.
Otro problema con Trump es que no resulta de fiar, no es bona fide —como le reclaman las hijas al engominado personaje que interpreta George Clooney en O Brother, Where Art Thou?: But you ain't bona fide!—, y ello preocupa a todos —pero asusta a pocos. Por eso hay algunos que piensan que con Trump se puede llegar a un arreglo.
Un último problema, menor, es que Trump dice cosas que no resultan gratas al ideario republicano actual, como mantener sin alterar el social security, medicare y medicaid, y que diga estar en contra del libre comercio a nivel internacional, el traslado de fábricas fuera de Estados Unidos y la contratación de extranjeros. Aunque el mismo argumento de no ser bona fide y el hecho fundamental de que a Trump los pobres lo tienen sin cuidado —es más, está a cada momento dispuesto a mandarlos al demonio— convierte al asunto en un problema menor. En resumidas cuentas, en su negocio ha practicado todo lo contrario a lo que propone en sus mítines políticos, por lo que no hay que preocuparse mucho.
Lo fundamental es que Trump resulta menos embaucador que quienes lo acusan de serlo. Al menos lo es a las claras. A la hora de los extremos, no lo es mucho más que el fracasado senador floridano Marco Rubio o el superviviente senador Cruz. Y es también menos embaucador y extremista que los lideres de ambas cámaras en el Congreso, en estos momentos en manos republicanas, y que algunos legisladores de ese partido —lo más vocingleros.
Así que a la hora de hablar de propuestas y planes —temas además que en muchas ocasiones esquivan entrar en detalles—, los republicanos siguen aferrados a las viejas recetas y los conceptos caducos de “distribución dinámica” y “trickle-down economics”. Todos quieren reducir el déficit pero al mismo tiempo rebajarle los impuestos a los poderosos y las corporaciones en cifras aún mayores que las propuestas durante los gobiernos de Ronald Reagan y George W. Bush.
Pero el problema de los republicanos con los votantes —incluso con los de su partido— es que estos están cansados de esas políticas fracasadas, incluso aunque sus respuestas sean más emocionales que razonadas y que continúen hechizados conque el problema son los inmigrantes —indocumentados o no— contratados y no con quienes los contratan. Porque la globalización no es una idea comunista, socialista o de las izquierdas.
Así que poco vale que el también fracaso exgobernador de Florida, Jeb Bush, ahora le brinde su apoyo al senador Cruz, como que antes se lo negara al senador Rubio. Porque los votos de Bush no cuentan, siempre fueron muy pocos desde el momento en que los votantes se dieron cuenta que era un disparate volver a la época de un Bush al frente al gobierno.
Un gobierno populista siempre resulta pésimo, no importa su color político, pero lo importante es analizar las causas que llevan al populismo. Y en estos momentos el auge del populismo en Estados Unidos obedece a causas reales.
Por eso en la actualidad va a resultar muy difícil convencer a los votantes de elegir para que los represente a alguien que solo le interesa beneficiar al famoso 1%. No es tarea imposible, otras veces ha ocurrido, pero salvo que ocurra un factor externo, como un atentado terrorista en suelo estadounidense, les va resultar lograrlo a esos líderes republicanos que detestan a Trump y no tragan a Cruz, pero que en última instancia quieren lo mismo: el gobierno para unos pocos elegido por muchos. 

sábado, 26 de marzo de 2016

Parábola de la mujer y el borracho


Fue ya hace algo más de dos décadas. Al cruzar la frontera entre Estados Unidos y Canadá, el agente de inmigración canadiense ni siquiera nos pidió los documentos a los que íbamos en el auto. Se limitó a las dos preguntas formales: si teníamos armas y drogas. Con aún menor entusiasmo se interesó por nuestras profesiones. Fue al yo responder que era escritor y periodista, cuando mostró cierto interés.
“¿Cuál es su nombre?”, dijo entonces. Tras mi respuesta, se limitó a un comentario lacónico: “Nunca lo había oído”.
Mordí el anzuelo y repliqué como un estúpido: “Eso le pasa por no saber español”.
El agente se encogió de hombros y pasamos la frontera.
Ya a estas alturas es posible dedicar unas palabras a lo que se ha reducido la problemática del escritor en Cuba y a lo que espera una vez que los hermanos Castro desaparezcan de la escena. Porque primero Fidel Castro y en mucha menor medida ahora su hermano constituyen el eje noticioso que alienta a la prensa mundial a situar a la nación caribeña entre las seis columnas reglamentarias.
No quiere decir que al poco tiempo de que ese fin ocurra desaparecerán las noticias acerca del caso cubano, pero salvo en situaciones extremas bajarán de categoría. Y el debate sobre el intelectual y la sociedad no tiene sentido alejado de la prensa.
Con menos pompa y circunstancia, la discusión quedará reducida en gran parte a una existencia que se justifica en base al éxito. Las leyes del mercado como una forma de censura.
Pienso en el programa de televisión del fallecido escritor ruso Alexandr Solzhenitsin, cancelado en Moscú debido a la carencia de televidentes; en el diario de Bujarin (¿o era de Zinoviev?) sin imprimir por el temor a la falta de lectores y la poca importancia que tienen las opiniones de los escritores norteamericanos para la opinión pública de esta nación, donde unos años atrás se comentaban más las canciones de las Dixie Chicks que las declaraciones de Norman Mailer, o en esa superficialidad creciente de la prensa —convertida cada vez más en otro amplificador frívolo de la farándula y el espectáculo que en el órgano por excelencia de información y opiniones. Veo con desconsuelo —y por qué no, cierta envidia— como los periódicos consumen su espacio o las cadenas de televisión pierden su tiempo preguntándole a un tal Dr. Phil —presentador de un programa tonto en una televisión aún más tonta en sus contenidos— qué piensa de la propuesta del aspirante presidencial Bernie Sanders sobre la enseñanza universitaria pública gratuita o lo que cree cualquiera con un programa de televisión idiota respecto a la visita del presidente Obama a Cuba. Y todo porque son “TV Personalities” y ello garantiza audiencia.
Junto al hecho de que en Estados Unidos se puede expresar libremente cualquier opinión, esté o no en desacuerdo con el gobierno de turno, hay otra verdad fundamental: los políticos saben que cualquier declaración o denuncia de los intelectuales tiene los días contados, si es que llega a los diarios. Aquí el público vive sumiso a una variedad que no admite la prolongación de cualquier acto, salvo que ser multiplique y repita en variaciones torpes, contadas de la forma más sosa: la vida como una historia contada por un idiota, todo la furia reducida a ruido. Por ello la contienda por la presidencia que vivimos en estos momentos resulta tan exitosa para la televisión y la prensa en general.
En la medida en que Cuba comience a ser más libre, el escritor disidente u oficialista verá una disminución de su importancia extra literaria.
Sólo en las sociedades cerradas, no tienen cabida oficial el cinismo y la superficialidad como sustitutos de un afán intelectual —casi siempre inútil— por mejorar la sociedad. Pero más que hablar de una ventaja en estos casos, la situación puede resumirse en una culpa mayor: la imposición de la parodia disfrazada de alegato político, medidas pueriles y represión sin límites elevadas a la categoría de decretos de Estado.
Lo que ocurre en una sociedad democrática es que la necesaria libertad intelectual viene por lo general asociada a un menor interés de los centros de poder —y en última instancia de toda la sociedad— en las obras literarias y artísticas.
Este hecho no ocurre de igual forma en todos los países, pero en general se puede hablar de un proceso de parcelación cultural y social.
Como parte de ese proceso, las universidades y diversas instituciones asumen los valores de determinados grupos o consideran necesaria su divulgación, y facilitan la creación y publicación de obras literarias y artísticas, con el objetivo de distribuirlas en un circuito más o menos reducido.
Actúan como contrapartida al rechazo y desconocimiento de la cultura, en un mundo donde la lectura y la participación en actividades culturales ocupa cada vez más un lugar secundario.
Todo ello lleva a la existencia de una censura invisible: la creencia de que no vale la pena publicar una obra cuando no existen posibilidades de divulgarla y discutirla. No hay mejor imagen del infierno que el cuento del borracho con la botella sin fondo y el amante que tiene sentada en sus piernas a una mujer sin vagina: la necesidad perenne y no satisfecha: eso es el infierno. Así el castigo convierte a los condenados en algo peor: un borracho que sigue siendo borracho aunque llegó a olvidar el sabor de la bebida y un amante dedicado a un gesto estéril mientras en su memoria se pierde la sensación de humedad y tibieza femenina.
La represión gubernamental y esta censura invisible son dos problemas diferentes a los que se enfrenta cualquier creador. Pero una diferencia entre ellos es que mientras el primero a veces alcanza a los titulares de los periódicos, el segundo permanece como una carga constante —anónima e implacable— que hay que enfrentar a diario. 

¿Y cuándo Stravinski o Ravel regresaron a Cuba?


Los exilios, si se extienden en demasía, nunca están libres, no de la nostalgia sino de un eventual ejercicio de masoquismo. Cualquier exilio, de por sí, es un exceso. Por ello forma parte del mismo que esto suceda. Algunos de los reclamos —que surgen con el paso de tiempo o se traen al exilio— conservan su valor emocional, pero al mismo tiempo tienden a diluir su efectividad política, que se altera con los años.
Acaba de ocurrir en Miami con el concierto de los Rolling Stones en La Habana. En esta ciudad, más del concierto que se produjo, se habló de los que no existieron en su momento.
El reproche destaca una pérdida durante la juventud, pero ello no evita que en la actualidad lo acompañe un sentimiento lacrimoso, de juventud perdida. Y en este sentido corre el peligro de convertirse en patético.
Los Rolling Stones —sobre todo los Beatles, que eran más famosos en Cuba entonces— no fueron disfrutados en su momento, como tampoco se vio en la televisión el descenso del hombre en la Luna y muchos más acontecimientos. Fue una situación de aislamiento y censura que no dejará nunca de ser reprochable, pero que ya pertenece a la historia.
La añoranza y el reproche responden a un momento, una o varias generaciones y también en específico a una oleada migratoria. Proviene fundamentalmente de los ahora setentones y setentonas que llegaron a Miami tras el puente marítimo Mariel-Cayo Hueso. A los pocos meses de ese éxodo se produjo el asesinato de John Lennon, los Beatles se habían disuelto ya años atrás. La persistencia de los Rolling Stones es lo que les ha permitido convertirse en símbolos de entonces.
Así que en ese sector de la comunidad cubana de Miami es donde posiblemente el concierto en La Habana ha producido un mayor lamento por lo que no fue. Esa ausencia no tiene nada que ver con el llamado “exilio histórico”, ni con los Peter Pan, ni siquiera en buena medida con los que llegaron por los “vuelos de la libertad” o a través de Camarioca, que si bien conocieron de esta carencia musical, pudieron recuperarse posteriormente.
En Cuba posiblemente se ha desarrollado un sentimiento similar, agravado en este caso por la permanencia en una situación de carencia y limitaciones de todo tipo. Los cubanos pueden ahora haber visto u oído finalmente a los Rolling Stones, pero siguen sin ver un buen filete en la mesa en la mayoría de los casos.
Más de que de una prohibición de determinada época en la radio, la televisión y el cine —nunca fue oficial pero siempre fue oficiosa— la censura y ausencia tuvo un carácter más amplio, que se extendió a Elvis Presley, en cierto sentido al jazz y en general la música estadounidense.
Como suele ocurrir en Cuba, nunca, salvo en los primeros años, fue perfecta. Se escuchaban por la radio algunas canciones de los Beatles y pocas de los Rolling Stones, y lo que más se divulgó luego fueron los imitadores españoles —de estos y otros grupos que ni siquiera se sabía los nombres en la isla—, cuando la censura o el temor retrocedió a concentrarse en el idioma inglés.
La censura tuvo también un efecto colateral —que ahora se contempla de forma ambivalente— y fue que por carácter transitivo permitió la supervivencia por décadas de agrupaciones musicales que de ser otras las circunstancias habrían desaparecido, más por la “invasión inglesa” que norteamericana. Quienes se beneficiaron con ello fueron fundamentalmente las orquestas de charanga, algunas de las cuales sobreviven hasta hoy. Que estas agrupaciones han llegado a nuestros días puede verse en este sentido como algo positivo, pero también hay un aspecto negativo. Este último tiene que ver con el estancamiento en que cayó la música popular cubana durante las primeras dos décadas del proceso iniciado el primero de enero.
Así que si el país transitó por un cierre de la música extranjera que facilitó la permanencia en la radio y la televisión de los interpretes de música popular, no fue posible por otros factores —en particular por la falta de un ambiente propicio, desde el cierre o la limitación de bares y centros nocturnos hasta la desaparición del lumpemproletariado, estrato social del que surgieron muchos intérpretes y hasta compositores— que dicha música evolucionara, y se mantuvo estratificada hasta el surgimiento de los Van Van.
El tercer factor que se mantuvo después de la década de 1960 e incluso durante los 70, y contribuyó a la ausencia de la llamada “música extranjera”, fue de índole comercial —culpa igualmente de las condiciones impuestas entonces por el Gobierno cubano— y es que no se vendían los discos de los Beatles y los Rolling Stones como tampoco se vendía grabaciones con obras de Stravinski y Ravel. Incluso las grabaciones del sello soviético Melodiya con demasiada frecuencia no se encontraban en los anaqueles de las tiendas en Cuba. Así que Beethoven también estuvo ausente, salvo en conciertos ocasiones de la Orquesta Sinfónica Nacional.
El énfasis en la prohibición y la ausencia ha llevado a pasar por alto varios aspectos asociados con lo ocurrido entonces. Uno es la existencia durante todo ese tiempo de un movimiento de rock underground. Otro es que los Rolling Stones, ya ancianos, viajaron a Cuba a encontrarse con los fans que en su momento no pudieron disfrutar de su presencia, y también con otro público, que no los conoce pero rápidamente asiste a cualquier espectáculo traído “de fuera”. Por último, que el concierto fue gratuito. La singularidad de Cuba hizo esto posible. De lo contrario, muchos cubanos se habrían encontrado en la misma situación que ocurrió a muchos décadas atrás: no tener dinero para el concierto.
Lástima que faltara siempre esta visión más amplia, pero encerrarse en los estereotipos es otro mal del exilio. 

martes, 22 de marzo de 2016

El oyente ausente


Quiero pensar por un momento que el discurso del presidente Barack Obama, en el Gran Teatro Alicia Alonso de La Habana, no estuvo destinado al pueblo cubano, sino especialmente a Fidel Castro. Sé que esa no fue su intención. Es posible que la presencia o el recuerdo del líder de casi 90 años pasó por el texto en algún momento, pero solo un minuto. No importa. Ese podrá ser el discurso de Obama, pero no mi discurso de Obama.
Mi discurso de Obama es el que esperé por décadas. Y tuvieron que pasar muchas cosas para poder escuchar algo así en Cuba. Un discurso que seduce con lo cotidiano, y ello no es poco mérito.
En la lógica no pudo existir antes porque era imposible suponer que un hombre de tal naturaleza e inteligencia, no solo de la raza negra sino con una compleja y única mezcla racial y étnica, llegara a la Casa Blanca. Como era difícil suponer el fin de la Unión Soviética —el futuro pertenece por entero al socialismo— y de muchas otras cosas.
Acostumbrado desde la infancia y la adolescencia a un sometimiento a lo heroico, siempre añoré llegar a un momento en la vida en que nadie me intentara conquistar con la épica.
Lo logré hace muchos años en lo personal, pero es un consuelo —quizá tardío— ver que alguien que vino del frío lo consiguiera al calor de mi país de origen.
Para decirlo rápido: el discurso de Barack Hussein Obama es lo más anticastrista que he oído en mi vida. No en el sentido partidista, ni de lucha política ni de causa de los pueblos y exilios. Lo es en su esencia. Nunca había visto que alguien desarmara con igual lucidez y honestidad el entramado utilizado para engatusar a millones, y que brindara la utopía no como un reino de futuro sino como una posibilidad de presente. Todo una trama desde la post-ideología que desbarata promesas incumplidas y planes catastróficos.
Lo mejor de todo es que esa elocuencia calmada destruye por igual las pompas de Miami y La Habana, y ya debe estar corriendo tinta y saliva de reproche en esta ciudad no por hablar directamente de esto o aquello.
Aunque nada de lo que se diga, aquí y allá, desviará lo ocurrido. Solo será trama de truhanes, tufo de resentidos.
Solo uno entre muchos. El ejemplo de Obama a los cubanos, sobre las elecciones ahora en marcha en Estados Unidos, donde dos aspirantes de origen cubano han competido para alcanzar la presidencia ahora en manos de un negro, la cual a la vez se disputan una mujer y un socialista, para así explicar los beneficios de la democracia, debe convertirse en ejemplo de oratoria a enseñar en las escuelas. Nunca un proceso más turbio ha sido utilizado en demostrar una explicación tan diáfana.
Sí, tuve que esperar décadas para ver postrada en pedazos esa retórica guerrerista y altisonante de Fidel Castro —que su hermano ha abandonado por personalidad y circunstancias—, no mediante acciones bélicas sino con razonamientos de paz.
Como aviso agorero a esa misma retórica, las canciones de Silvio Rodríguez se escuchaban en el teatro habanero antes del comienzo de las palabras de Obama, como para anunciarnos el canto del cisne de esa ampulosidad histórica que ha quedado atrás, por urgencias menores pero la historia, pero más importantes para el individuo: tratar de vivir un poco mejor.
Hubo una sola mención en el discurso de Obama, cuando se refirió a ese empeño de quienes viven en Cuba por influir en los destinos del mundo, en que casi sale a flote el nombre de Fidel Castro. Pero por suerte no ocurrió, y siguió condenado a ser el oyente ausente.   

lunes, 21 de marzo de 2016

Urgente: la prensa oficial cubana necesita lanzar de inmediato una operación de “damage control”


Conferencia de prensa con los mandatarios Barack Obama y Raúl Castro. El hecho de que se produjera dicha reunión con la prensa es quizá el mayor avance y en sí la noticia. Que se realizara estaba en duda e incluso se había informado que no iba a producirse.
Castro desempeñó un pobre papel, desde dificultades con la lectura hasta problemas con los audífonos. Cuba necesita con urgencia un nuevo jefe de Estado, más allá de las implicaciones políticas de ello.
Pocos resultados del encuentro entre Castro y Obama según lo dicho por ambos participantes, pero en Cuba es normal que los resultados se conozcan después y no de inmediato.
Obama avanzó que se incrementará la cooperación, los negocios de norteamericanos en la isla y quizá lo más importante fue el anuncio de intercambios de estudiantes, no en plan político sino educativo. Ello es positivo.
Castro torpe e incomodo durante el breve intercambio con la prensa. Una mala copia del hermano en actitud y tipo de respuesta, pero sin lustre. Obama sumamente comedido en todo momento.
La consecuencia inmediata quizá sean algunas liberaciones, aunque no hay que abrigar muchas esperanzas porque la actitud fue negarse a reconocer la existencia de presos políticos. Es posible sin embargo que el Gobierno cubano proceda a algunas liberaciones, como “gesto de buena voluntad” y “acto magnánimo”. Pero si ello ocurre es lo común en estos casos y recuerda más a actitudes de monarcas, déspotas y sultanes que a otra cosa.
Sin duda que la visita de Obama implica riesgos políticos para Raúl Castro al interior de los círculos de mando en Cuba, pero todo indica que cuenta con el poder suficiente para imponerse.
Vuelve a queda en claro que la relación con EEUU le es imprescindible al Gobierno de La Habana.
Mala noticia para Nicolás Maduro:Venezuela queda fuera del tablero. Nada gana Maduro con esta visita de Obama, pese a su viaje anticipado a Cuba. Al final Obama se apunta un punto ante el pueblo cubano y medio punto ante el norteamericano.. Raúl cero, cero.
Hay que esperar en las próximas horas una operación precipitada de “damage control” en la prensa oficial.
Y pensar que en Miami hay quienes no entienden la importancia de esta visita. 

domingo, 20 de marzo de 2016

“¿Qué bolá Cuba?”


Ya es historia. El Air Force One llegó a Cuba el domingo, y tras el avión presidencial tocar tierra, Obama mandó un tuit desde su cuenta personal: “¿Qué bolá, Cuba? Apenas aterrizo, quiero encontrar y escuchar de primera mano al pueblo cubano”, escribió.
El presidente estadounidense parece haber encontrado un alivio en poder recurrir a la informalidad y el humor cubano en una visita cuyo precedente ocurrió hace 88 años y su último detalle vinculante unas pocas horas antes del aterrizaje, con la detención de unos 60 opositores, entre ellos decenas de miembros de las Damas de Blanco.
Viajar con toda la familia, hasta la suegra. Iniciar la estancia con un recorrido por la Habana Vieja, la Catedral, la zona que siempre se muestra al que llega del exterior,  y finalizarlo con la asistencia a un juego de pelota. Dos actividades que definen el principio y el fin de un recorrido, pero que no lo abarcan en su totalidad, porque lo fundamental está entre ellas.
Con esa mezcla de estadista y “turista en jefe” —como lo ha caracterizado The New York Times— el presidente estadounidense Barack Obama transitará en casi tres días, dos noches y varios encuentros las aún complejas, contradictorias y por momentos espinosas relaciones entre Washington y La Habana.
Una reunión con el gobernante Raúl Castro —el centro de la visita— y una cena de Estado, pero también un discurso que se vislumbra en algunos aspectos no agradará al mando en Cuba y un encuentro con representantes de la sociedad civil y opositores que tampoco.
Obama se mueve en un terreno donde no se permite la palabra de más y se reprocha la de menos. Si en su visita el simbolismo tiene tanta importancia es no solo porque el Gobierno cubano juega siempre con efectividad la carta de la imagen —no importa que en ocasiones lo haga de manera burda y vulgar—, sino fundamentalmente porque el símbolo resume y concreta la relación de EEUU con Cuba. Por lo demás, poca importancia tendría una nación cuya economía actual no es muy superior a la de Guatemala o República Dominicana y menor que la del Distrito de Columbia.
No es parte del discurso de Obama recalcar como objetivo un cambio de régimen en Cuba. Tampoco lo es prometer que de hoy para luego cesarán una serie de programas que buscan la democracia allá —dejando ahora a un lado su eficacia—, ni decir que el embargo concluirá mañana —no tiene esa opción— o será devuelto el terreno que ocupa la Base Aero Naval de Guantánamo.
Así que recurrir al humor, tratar de caer bien o ser simpático es un objetivo que Obama puede desarrollar, sin los límites y peligros de otros más comprometedores. Además de que algún asesor le debe haber dicho que nada es peor entre los cubanos que “caer pesao”.
En clave de humor
La apuesta de Obama con Cuba está adquiriendo ribetes muy serios, cuando se lanza a incluir el humor en ella. Obama, indudablemente, quiere conquistar a los cubanos, y no solo a fuerza de billete. A otros viajeros les ha ocurrido con anterioridad: la Isla puede tornarse obsesión. Si la apuesta en la Plaza de la Revolución es sacar lo máximo este año —que después ya veremos— y dejarlo hablar un poco porque luego no va a estar, no deja de ser un juego comprometido más que comprometedor. Pero no se ha llegado a este punto, todavía hay espacio para la clave de humor.
La participación del Presidente en un video en el cual el popular personaje cubano Pánfilo —interpretado por el humorista Luis Silva— llama por teléfono
a la Casa Blanca, y lo atiende personalmente el propio Obama, apunta a brindar una imagen del mandatario estadounidense lo más alejada posible de la “prepotencia imperial”. Una diferencia absoluta con el lejano viaje del presidente Coolidge, que llegó a Cuba en un acorazado.
Ambos polos buscan la propaganda, o contrarrestarla, con el video. En un principio fue colocado en la página en Facebook de la embajada de EEUU en Cuba y rápidamente fue subido al portal en YouTube de la oficialista Cubadebate. La cadena Telesur, que se ve en los televisores cubanos, también lo transmitió.
La jugada con Pánfilo es doblemente efectiva. En primer lugar porque rompe ante los cubanos la tradicional pose del Gobierno de La Habana —heredada en parte de los regímenes comunistas ya desaparecidos— de la pompa y circunstancia frente al poder. El hieratismo de las figuras del mando en Cuba siempre ha sido tan absurdo, en un Gobierno supuestamente del pueblo y para el pueblo, como el considerar los jeans una prenda de vestir imperialista. En este sentido, La Habana ha tratado de cambiar en algo esa imagen con el vicepresidente Díaz-Canel, pero con resultados pobres al no percibirse aún como una figura determinante.
El segundo aspecto tiene que ver con el hecho de que el presidente de EEUU es negro y joven, lo que no define pero ayuda a una identificación entre los cubanos. No por gusto Obama es más popular en la Cuba de hoy que en el exilio de ayer de Miami.
Para los negros cubanos en particular, la visita de Obama es también una muestra de todo lo que puede avanzar un miembro de su raza en EEUU, en clara contradicción con lo inculcado por décadas en la Isla. Si bien la excepcionalidad del talento político de Obama —y las circunstancias muy específicas que lo llevaron a la presidencia— no significan el fin del racismo en Estados Unidos, algo aún muy lejano, la comparación con la situación cubana es pertinente.
Los cubanos negros se han beneficiado menos que los blancos de las relaciones más cercanas con Washington. Relativamente pocos cuentan con empleos codiciados y lucrativos en que presten servicios a los visitantes extranjeros.
Las contrataciones discriminatorias resultan particularmente indignantes en los elegantes restaurantes privados, donde los cubanos pueden ganar más en una noche en propinas de los turistas que el salario promedio mensual. Ahí, al igual que en muchos empleos en la industria del hospedaje y el turismo de Cuba, meseros y camareros son en su inmensa mayoría blancos o cubanos de piel clara y mestizos o de otra mezcla racial, como señaló reciente una información de la Associated Press.
Imágenes contrapuestas
Sin embargo, hay algo más importante. Si uno se detiene por un minuto en la información sobre la reciente visita del presidente venezolano Nicolás Maduro a Fidel Castro, observa las fotografías del exgobernante en silla de ruedas y contrasta contenido y fotos con las que circulan hoy sobre el viaje presidencial, no tiene que esforzarse mucho para determinar de parte de quien está el tiempo; algo que va más allá de edad y padecimientos de salud y tiene que ver con el ocaso de una época, que en el caso de Cuba ha demorado excesivamente no en manifestarse sino en materializarse.
Además de que en el caso de Maduro tanto reconocimiento, protocolo y medalla suena a acta de defunción o entrega anunciada. Demasiado alarde ideológico por estos días en la Isla. Dime de que alardeas y te diré de lo que careces. Al parecer el país se entrega al capital estadounidense pese a los reniegos. Por lo demás, y como siempre, en Cuba es difícil determinar quién le está haciendo la cama a quién.

sábado, 5 de marzo de 2016

Trump o el otro Elvis


En los mítines de campaña de Donald Trump hay espacio de sobra para la improvisación (siempre que la realice el magnate), salvo en la música. La cinta que con estruendo precede esos cincuenta minutos antes de la entrada del aspirante presidencial ha sido cuidadosamente escogida por él mismo.
Como en otros puntos de su estrategia, Trump tiene la primera y la última palabra sobre lo que se escucha, y siempre es lo mismo: una mezcla que va de Elton John al predominio de los Rolling Stones.
Hay mucho más que preferencias musicales en ese juego. Al igual que ocurrió con el rock and roll en su momento, Trump trata de inculcarles a sus fanáticos y electores la (falsa) creencia de que ellos son los que deciden sobre sus propias vidas.
Por eso los esfuerzos actuales del establishment republicano están no solo condenados al más rotundo fracaso, sino que son contraproducentes.
No hay mayores propagandistas de Trump que esos republicanos —como ahora Mitt Romney y antes y de nuevo John McCain—, que repiten llamados hacia la ortodoxia, cuando precisamente lo que quieren esos a los que supuestamente va dirigido el mensaje es todo lo contrario.
En su equivocación —más que desconocimiento, no encuentran otra vía; temerosos de una auto aniquilación— confunden el desparpajo y el desacato con un problema más profundo: la ira y el rechazo. Vemos a Romney y McCain convertidos en una especie de maestros de escuela dominical predicando los mandamientos.
Hay mucha arrogancia en esos líderes del republicanismo, que se niegan a reconocer que lo han hecho mal y reclaman obediencia. Por eso el senador Marco Rubio es su preferido, porque  por imagen y conducta representa el “alumno bueno” en el aula. Incluso lo han impulsado hacia una conducta soez ante el bravucón del colegio, que los maestros no solo son incapaces de controlar sino además temen. Lo están sacrificando, y destruyendo su capacidad política, y al senador por Florida parece no importarle, no se da cuenta o no tiene más remedio que hacerlo.
Esa sensación que Trump ha logrado ofrecer —para su beneficio político— no es duradera. Pero de momento parece suficiente para sus fans. Y al empresario solo le interesa que dure hasta las urnas. Lo demás ya él lo decidirá, cuando sea el nominado o el presidente.
Si el rock and roll constituye la definición mejor para los actos políticos de Trump, al contemplar los del senador Bernie Sander se entra de lleno en otro panorama: el de la música folk; los cantos que una y otra vez han servido para encontrar consuelo, compartir las penas y canalizar emocionalmente, de forma pacífica, los sentimientos de injusticia. Una vuelta a los tiempos de Peter, Paul and Mary.
Por eso la campaña demócrata es de momento  —analizando solo lo que representan las posiciones de sus candidatos extremos— mucho más pausada, civilizada y aburrida. La energía está en el rock, el lamento en el folk.
No es por gusto tampoco que el rock sea la fuente primogénita y el símbolo de la música capitalista por excelencia —más allá del comercialismo actual predominante en cualquier género—, el reino absoluto de la fama, el dinero y la libertad individual.
Aquí también —más allá de declaraciones y actitudes del aspirante— transita una corriente que emparenta a la campaña de Trump con el fascismo y el nazismo: la culminación de una ansiedad de origen anárquica transformada en ofrecer la potencialidad de hacer lo que uno quiere, con independencia de valores sociales, patrones establecidos y normas. Si la etiqueta de populismo se aplica con certeza a Trump, no basta con ello: hay que categorizarla con mayor precisión en su naturaleza profundamente fascista.
Punto de contacto que, por otra parte, también separa radicalmente a Trump y Elvis. Por su trayectoria personal y artística, el músico representa una figura contraria al totalitarismo en la cultura popular, y no por gusto el rock and roll  y sus desarrollos posteriores fueron —y son en Corea del Norte— un ejemplo perfecto de censura en los países bajo esa forma de régimen.
Sin embargo, más allá de especificaciones personales —y considerando que estamos asistiendo a los primeros pasos de un fenómeno dentro de la política estadounidense cuyas consecuencias o desarrollo son imposibles de predecir en estos momentos— dos aspectos permiten la comparación. Uno es la popularidad. El otro es una forma —no por oportunista carente de astucia— de acaparar un sentimiento de rebeldía latente.
Antes de la llegada de Presley, los hijos de la clase media estadounidense tendían a escuchar y obedecer a sus padres. Las reglas eran conocidas y trasmitidas de una generación a otra; lo mal hecho —beber, fumar, las drogas y el sexo— bien conocido y las prohibiciones por lo general respetadas. No es que no se violaran esas normas, pero imperaba la discreción y el ocultamiento. La música del rock cambió todo eso: la autoridad fue puesta entredicho.
La reacción inicial de los mayores fue la prohibición, la censura en las emisoras de radio, y el tratar de impedir que los hijos asistieran a esas actuaciones electrificantes y seductoras, con la esperanza de que en poco tiempo pasarían de moda. Hoy los líderes del Partido Republicano parecen empeñados en la misma conducta fallida.
Presley fue catalogado de vulgar, primitivo y sus actuaciones propias de un espectáculo solo digno de los prostíbulos.
Por supuesto que en las similitudes no cuenta para nada el talento musical de Presley y la revolución cultural que significó su música. De lo que se trata es de ejemplificar un esquema en que, de pronto, el establishment asiste asombrado al espectáculo de los hijos rebeldes. Si en las primarias de 2012 lograron imponer a su predilecto —Romney—, la jugada dejó de funcionar desde el inicio en estas elecciones, con el fracaso de otro favorito —el exgobernador Jeb Bush— y con el instrumento principal para imponerse —el dinero— demostrando por vez primera su incapacidad para imponerse siempre. Basta mirar por un momento el despilfarro millonario de la campaña de Bush.
Lo asombroso es este esfuerzo empecinado en repetir los errores: nada mejor para parar a Trump que más millones de dólares en su contra. Estupidez flagrante ante el hecho de que, contrario a lo que pudo pensarse en un inicio, la campaña del multimillonario se ha caracterizado por su bajo costo. No por gusto es un hombre que ha sabido multiplicar su fortuna.
Lo patético —y peligroso— de esta situación es que asistimos a un enfrentamiento entre unos hijos inmaduros y torpes y unos padres envejecidos, agotados e inútiles.
“Trump es el monstruo de Frankenstein creado por el Partido Republicano. Ahora él es lo suficientemente fuerte para destruir al partido”, escribió Robert Kagan en The Washington Post. Las credenciales de Kagan como un neoconservador lo alejan de cualquier acusación de “liberal”.
Así que los líderes republicanos están como el científico enloquecido: arrepentidos de su creación y sin posibilidades de que la palabra “fin” aparezca pronto en la pantalla. Mientras, los fans de Trump siguen bailando al ritmo de su música, sin importarles que el sonido no sea más que un anuncio del desastre. 

martes, 1 de marzo de 2016

El candidato de Wall Street


El Partido Republicano está repitiendo una estrategia condenada al fracaso con el senador Marco Rubio.
No se trata de preferencias partidistas sino de analizar la realidad, y esta indica que se ha producido un cambio en la mentalidad de los votantes. Quizá es demasiado pronto para esta conclusión, y mañana, con las votaciones del “Super Martes” el camino se vea más claro. Pero hasta el momento el electorado republicano ha mostrado una consistencia que es difícil que se modifique: quiere un cambio.
Ese cambio no se limita a un rechazo al presidente Barack Obama. Es más que eso. El “No Obama no problem” no funciona aquí. Es el repudio a quienes representan una forma tradicional de gobierno.
Muy al inicio de la campaña se creyó que todo funcionaría igual que siempre, y que tras las primarias se enfrentarían el exgobernador Jeb Bush y la exsenadora Hillary Clinton.
Bajo esa óptica, el proceso de selección de los candidatos se regiría por la vía tradicional: para ganar la nominación bastaba con tener mucho dinero y el apoyo de las figuras significativas en cada partido.
De acuerdo a ese principio, Bush era la figura perfecta para los republicanos. Tenía dinero en abundancia para su campaña y el apoyo del establishment del partido. Resultó distinto. Ahora todo lo mal hecho se le achaca a él. Pero más allá de una campaña desastrosa, hay un factor determinante que condujo al fracaso: los electores no quieren una vuelta al pasado.
Rubio es precisamente esa vuelta al pasado. No es parte de la familia Bush, pero surgió gracias a los Bush.
No es que los líderes republicanos desconozcan esa realidad, pero ven el apoyo a Rubio no como una conclusión bien fundada, sino como una tabla de salvación. Se aferran a la ilusión de que, si la repetición del mecanismo no funcionó con Bush se debió al nombre y al hombre. La culpa fue del mensajero, no del mensaje. Lo hacen no por ignorancia, sino porque carecen de otra opción.
En estos momentos Rubio es el aspirante con el mayor apoyo de Wall Street. Ha obtenido más de cuatro millones de dólares de miembros del Bank of America, Deutsche Bank y Goldman Sach. Incluso supera a Bush, quien acumuló 2.45 millones en contribuciones de Wall Street. Les sigue Clinton, con una cantidad mucho menor: $723,361. Los números incluyen las contribuciones de los Super PAC y los ofrece la agencia Reuter.
Si nos guiáramos solo por el dinero, Clinton ganaría las elecciones. De acuerdo a las cifras en millones, la senadora ha recibido $188.0 para su campaña y ha gastado $97.5. El republicano que le sigue más cerca es el senador Ted Cruz, con $104.2 y un gasto de $41. Rubio ha obtenido $84.6 y gastado $32.9. Bush acumuló $157.6 y gastó $30.6, pero de ese total hay $124.1 provenientes de los Super PAC, de los cuales se consumieron $99.3, el gasto de este tipo más elevado entre todos los aspirantes. Los datos son de The New York Times.
Trump viene realizando una campaña exitosa con poco dinero ($27.3 millones). Su mejor propaganda son su figura: sus insultos y disparates.
No todo es ruido en Trump. Hay un lado oscuro que todos conocen, pero también otro en que se opone a las grandes firmas farmacéuticas, proclama una política proteccionista, el mantenimiento de la seguridad social y los gastos del Medicare y Medicare, entre otras medidas que le llevan a ganar electores.
La gran ironía es que el senador Rubio, que logró su escaño en 2010 como candidato contrario al establishment sea ahora la última esperanza de ese mismo establishment para frenar a Trump.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que apareció en la edición del lunes 29 de febrero de 2016.

La comezón del exilio revisitada

A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemen...