El Partido Republicano está repitiendo una
estrategia condenada al fracaso con el senador Marco Rubio.
No se trata de preferencias partidistas
sino de analizar la realidad, y esta indica que se ha producido un cambio en la
mentalidad de los votantes. Quizá es demasiado pronto para esta conclusión, y
mañana, con las votaciones del “Super Martes” el camino se vea más claro. Pero
hasta el momento el electorado republicano ha mostrado una consistencia que es
difícil que se modifique: quiere un cambio.
Ese cambio no se limita a un rechazo al
presidente Barack Obama. Es más que eso. El “No Obama no problem” no funciona
aquí. Es el repudio a quienes representan una forma tradicional de gobierno.
Muy al inicio de la campaña se creyó que
todo funcionaría igual que siempre, y que tras las primarias se enfrentarían el
exgobernador Jeb Bush y la exsenadora Hillary Clinton.
Bajo esa óptica, el proceso de selección
de los candidatos se regiría por la vía tradicional: para ganar la nominación
bastaba con tener mucho dinero y el apoyo de las figuras significativas en cada
partido.
De acuerdo a ese principio, Bush era la
figura perfecta para los republicanos. Tenía dinero en abundancia para su
campaña y el apoyo del establishment
del partido. Resultó distinto. Ahora todo lo mal hecho se le achaca a él. Pero
más allá de una campaña desastrosa, hay un factor determinante que condujo al
fracaso: los electores no quieren una vuelta al pasado.
Rubio es precisamente esa vuelta al pasado.
No es parte de la familia Bush, pero surgió gracias a los Bush.
No es que los líderes republicanos
desconozcan esa realidad, pero ven el apoyo a Rubio no como una conclusión bien
fundada, sino como una tabla de salvación. Se aferran a la ilusión de que, si
la repetición del mecanismo no funcionó con Bush se debió al nombre y al hombre.
La culpa fue del mensajero, no del mensaje. Lo hacen no por ignorancia, sino porque
carecen de otra opción.
En estos momentos Rubio es el aspirante
con el mayor apoyo de Wall Street. Ha obtenido más de cuatro millones de
dólares de miembros del Bank of America, Deutsche Bank y Goldman Sach. Incluso
supera a Bush, quien acumuló 2.45 millones en contribuciones de Wall Street. Les
sigue Clinton, con una cantidad mucho menor: $723,361. Los números incluyen las
contribuciones de los Super PAC y los ofrece la agencia Reuter.
Si nos guiáramos solo por el dinero,
Clinton ganaría las elecciones. De acuerdo a las cifras en millones, la
senadora ha recibido $188.0 para su campaña y ha gastado $97.5. El republicano
que le sigue más cerca es el senador Ted Cruz, con $104.2 y un gasto de $41. Rubio
ha obtenido $84.6 y gastado $32.9. Bush acumuló $157.6 y gastó $30.6, pero de
ese total hay $124.1 provenientes de los Super PAC, de los cuales se consumieron
$99.3, el gasto de este tipo más elevado entre todos los aspirantes. Los datos
son de The New York Times.
Trump viene realizando una campaña
exitosa con poco dinero ($27.3 millones). Su mejor propaganda son su figura:
sus insultos y disparates.
No todo es ruido en Trump. Hay un lado oscuro
que todos conocen, pero también otro en que se opone a las grandes firmas
farmacéuticas, proclama una política proteccionista, el mantenimiento de la
seguridad social y los gastos del Medicare y Medicare, entre otras medidas que
le llevan a ganar electores.
La gran ironía es que el senador Rubio,
que logró su escaño en 2010 como candidato contrario al establishment sea ahora la última esperanza de ese mismo establishment para frenar a Trump.
Esta es mi columna semanal en El Nuevo Herald, que apareció en la edición del lunes 29 de febrero de 2016.