Fue ya hace algo más de dos décadas. Al
cruzar la frontera entre Estados Unidos y Canadá, el agente de inmigración
canadiense ni siquiera nos pidió los documentos a los que íbamos en el auto. Se
limitó a las dos preguntas formales: si teníamos armas y drogas. Con aún menor
entusiasmo se interesó por nuestras profesiones. Fue al yo responder que era
escritor y periodista, cuando mostró cierto interés.
“¿Cuál es su nombre?”, dijo entonces.
Tras mi respuesta, se limitó a un comentario lacónico: “Nunca lo había oído”.
Mordí el anzuelo y repliqué como un
estúpido: “Eso le pasa por no saber español”.
El agente se encogió de hombros y pasamos
la frontera.
Ya a estas alturas es posible dedicar
unas palabras a lo que se ha reducido la problemática del escritor en Cuba y a
lo que espera una vez que los hermanos Castro desaparezcan de la escena. Porque
primero Fidel Castro y en mucha menor medida ahora su hermano constituyen el
eje noticioso que alienta a la prensa mundial a situar a la nación caribeña
entre las seis columnas reglamentarias.
No quiere decir que al poco tiempo de que
ese fin ocurra desaparecerán las noticias acerca del caso cubano, pero salvo en
situaciones extremas bajarán de categoría. Y el debate sobre el intelectual y
la sociedad no tiene sentido alejado de la prensa.
Con menos pompa y circunstancia, la
discusión quedará reducida en gran parte a una existencia que se justifica en
base al éxito. Las leyes del mercado como una forma de censura.
Pienso en el programa de televisión del
fallecido escritor ruso Alexandr Solzhenitsin, cancelado en Moscú debido a la
carencia de televidentes; en el diario de Bujarin (¿o era de Zinoviev?) sin
imprimir por el temor a la falta de lectores y la poca importancia que tienen
las opiniones de los escritores norteamericanos para la opinión pública de esta
nación, donde unos años atrás se comentaban más las canciones de las Dixie
Chicks que las declaraciones de Norman Mailer, o en esa superficialidad
creciente de la prensa —convertida cada vez más en otro amplificador frívolo de
la farándula y el espectáculo que en el órgano por excelencia de información y
opiniones. Veo con desconsuelo —y por qué no, cierta envidia— como los
periódicos consumen su espacio o las cadenas de televisión pierden su tiempo
preguntándole a un tal Dr. Phil —presentador de un programa tonto en una
televisión aún más tonta en sus contenidos— qué piensa de la propuesta del
aspirante presidencial Bernie Sanders sobre la enseñanza universitaria pública
gratuita o lo que cree cualquiera con un programa de televisión idiota respecto
a la visita del presidente Obama a Cuba. Y todo porque son “TV Personalities” y
ello garantiza audiencia.
Junto al hecho de que en Estados Unidos
se puede expresar libremente cualquier opinión, esté o no en desacuerdo con el
gobierno de turno, hay otra verdad fundamental: los políticos saben que
cualquier declaración o denuncia de los intelectuales tiene los días contados,
si es que llega a los diarios. Aquí el público vive sumiso a una variedad que
no admite la prolongación de cualquier acto, salvo que ser multiplique y repita
en variaciones torpes, contadas de la forma más sosa: la vida como una historia
contada por un idiota, todo la furia reducida a ruido. Por ello la contienda
por la presidencia que vivimos en estos momentos resulta tan exitosa para la
televisión y la prensa en general.
En la medida en que Cuba comience a ser
más libre, el escritor disidente u oficialista verá una disminución de su
importancia extra literaria.
Sólo en las sociedades cerradas, no
tienen cabida oficial el cinismo y la superficialidad como sustitutos de un
afán intelectual —casi siempre inútil— por mejorar la sociedad. Pero más que
hablar de una ventaja en estos casos, la situación puede resumirse en una culpa
mayor: la imposición de la parodia disfrazada de alegato político, medidas
pueriles y represión sin límites elevadas a la categoría de decretos de Estado.
Lo que ocurre en una sociedad democrática
es que la necesaria libertad intelectual viene por lo general asociada a un
menor interés de los centros de poder —y en última instancia de toda la
sociedad— en las obras literarias y artísticas.
Este hecho no ocurre de igual forma en
todos los países, pero en general se puede hablar de un proceso de parcelación
cultural y social.
Como parte de ese proceso, las universidades
y diversas instituciones asumen los valores de determinados grupos o consideran
necesaria su divulgación, y facilitan la creación y publicación de obras
literarias y artísticas, con el objetivo de distribuirlas en un circuito más o
menos reducido.
Actúan como contrapartida al rechazo y
desconocimiento de la cultura, en un mundo donde la lectura y la participación
en actividades culturales ocupa cada vez más un lugar secundario.
Todo ello lleva a la existencia de una
censura invisible: la creencia de que no vale la pena publicar una obra cuando
no existen posibilidades de divulgarla y discutirla. No hay mejor imagen del
infierno que el cuento del borracho con la botella sin fondo y el amante que
tiene sentada en sus piernas a una mujer sin vagina: la necesidad perenne y no
satisfecha: eso es el infierno. Así el castigo convierte a los condenados en
algo peor: un borracho que sigue siendo borracho aunque llegó a olvidar el
sabor de la bebida y un amante dedicado a un gesto estéril mientras en su
memoria se pierde la sensación de humedad y tibieza femenina.
La represión gubernamental y esta censura
invisible son dos problemas diferentes a los que se enfrenta cualquier creador.
Pero una diferencia entre ellos es que mientras el primero a veces alcanza a
los titulares de los periódicos, el segundo permanece como una carga constante
—anónima e implacable— que hay que enfrentar a diario.