En los mítines de campaña de Donald Trump
hay espacio de sobra para la improvisación (siempre que la realice el magnate),
salvo en la música. La cinta que con estruendo precede esos cincuenta minutos
antes de la entrada del aspirante presidencial ha sido cuidadosamente escogida
por él mismo.
Como en otros puntos de su estrategia,
Trump tiene la primera y la última palabra sobre lo que se escucha, y siempre
es lo mismo: una mezcla que va de Elton John al predominio de los Rolling
Stones.
Hay mucho más que preferencias musicales
en ese juego. Al igual que ocurrió con el rock and roll en su momento, Trump
trata de inculcarles a sus fanáticos y electores la (falsa) creencia de que
ellos son los que deciden sobre sus propias vidas.
Por eso los esfuerzos actuales del establishment republicano están no solo
condenados al más rotundo fracaso, sino que son contraproducentes.
No hay mayores propagandistas de Trump
que esos republicanos —como ahora Mitt Romney y antes y de nuevo John McCain—,
que repiten llamados hacia la ortodoxia, cuando precisamente lo que quieren
esos a los que supuestamente va dirigido el mensaje es todo lo contrario.
En su equivocación —más que
desconocimiento, no encuentran otra vía; temerosos de una auto aniquilación—
confunden el desparpajo y el desacato con un problema más profundo: la ira y el
rechazo. Vemos a Romney y McCain convertidos en una especie de maestros de escuela
dominical predicando los mandamientos.
Hay mucha arrogancia en esos líderes del
republicanismo, que se niegan a reconocer que lo han hecho mal y reclaman
obediencia. Por eso el senador Marco Rubio es su preferido, porque por imagen y conducta representa el “alumno
bueno” en el aula. Incluso lo han impulsado hacia una conducta soez ante el
bravucón del colegio, que los maestros no solo son incapaces de controlar sino
además temen. Lo están sacrificando, y destruyendo su capacidad política, y al
senador por Florida parece no importarle, no se da cuenta o no tiene más
remedio que hacerlo.
Esa sensación que Trump ha logrado
ofrecer —para su beneficio político— no es duradera. Pero de momento parece
suficiente para sus fans. Y al
empresario solo le interesa que dure hasta las urnas. Lo demás ya él lo
decidirá, cuando sea el nominado o el presidente.
Si el rock and roll constituye la
definición mejor para los actos políticos de Trump, al contemplar los del
senador Bernie Sander se entra de lleno en otro panorama: el de la música folk;
los cantos que una y otra vez han servido para encontrar consuelo, compartir
las penas y canalizar emocionalmente, de forma pacífica, los sentimientos de
injusticia. Una vuelta a los tiempos de Peter, Paul and Mary.
Por eso la campaña demócrata es de
momento —analizando solo lo que
representan las posiciones de sus candidatos extremos— mucho más pausada,
civilizada y aburrida. La energía está en el rock, el lamento en el folk.
No es por gusto tampoco que el rock sea
la fuente primogénita y el símbolo de la música capitalista por excelencia —más
allá del comercialismo actual predominante en cualquier género—, el reino
absoluto de la fama, el dinero y la libertad individual.
Aquí también —más allá de declaraciones y
actitudes del aspirante— transita una corriente que emparenta a la campaña de
Trump con el fascismo y el nazismo: la culminación de una ansiedad de origen
anárquica transformada en ofrecer la potencialidad de hacer lo que uno quiere,
con independencia de valores sociales, patrones establecidos y normas. Si la
etiqueta de populismo se aplica con certeza a Trump, no basta con ello: hay que
categorizarla con mayor precisión en su naturaleza profundamente fascista.
Punto de contacto que, por otra parte,
también separa radicalmente a Trump y Elvis. Por su trayectoria personal y
artística, el músico representa una figura contraria al totalitarismo en la
cultura popular, y no por gusto el rock and roll y sus desarrollos posteriores fueron —y son
en Corea del Norte— un ejemplo perfecto de censura en los países bajo esa forma
de régimen.
Sin embargo, más allá de especificaciones
personales —y considerando que estamos asistiendo a los primeros pasos de un
fenómeno dentro de la política estadounidense cuyas consecuencias o desarrollo
son imposibles de predecir en estos momentos— dos aspectos permiten la
comparación. Uno es la popularidad. El otro es una forma —no por oportunista
carente de astucia— de acaparar un sentimiento de rebeldía latente.
Antes de la llegada de Presley, los hijos
de la clase media estadounidense tendían a escuchar y obedecer a sus padres.
Las reglas eran conocidas y trasmitidas de una generación a otra; lo mal hecho
—beber, fumar, las drogas y el sexo— bien conocido y las prohibiciones por lo
general respetadas. No es que no se violaran esas normas, pero imperaba la
discreción y el ocultamiento. La música del rock cambió todo eso: la autoridad
fue puesta entredicho.
La reacción inicial de los mayores fue la
prohibición, la censura en las emisoras de radio, y el tratar de impedir que
los hijos asistieran a esas actuaciones electrificantes y seductoras, con la
esperanza de que en poco tiempo pasarían de moda. Hoy los líderes del Partido
Republicano parecen empeñados en la misma conducta fallida.
Presley fue catalogado de vulgar,
primitivo y sus actuaciones propias de un espectáculo solo digno de los
prostíbulos.
Por supuesto que en las similitudes no
cuenta para nada el talento musical de Presley y la revolución cultural que
significó su música. De lo que se trata es de ejemplificar un esquema en que,
de pronto, el establishment asiste
asombrado al espectáculo de los hijos rebeldes. Si en las primarias de 2012
lograron imponer a su predilecto —Romney—, la jugada dejó de funcionar desde el
inicio en estas elecciones, con el fracaso de otro favorito —el exgobernador
Jeb Bush— y con el instrumento principal para imponerse —el dinero— demostrando
por vez primera su incapacidad para imponerse siempre. Basta mirar por un
momento el despilfarro millonario de la campaña de Bush.
Lo asombroso es este esfuerzo empecinado
en repetir los errores: nada mejor para parar a Trump que más millones de
dólares en su contra. Estupidez flagrante ante el hecho de que, contrario a lo
que pudo pensarse en un inicio, la campaña del multimillonario se ha
caracterizado por su bajo costo. No por gusto es un hombre que ha sabido
multiplicar su fortuna.
Lo patético —y peligroso— de esta
situación es que asistimos a un enfrentamiento entre unos hijos inmaduros y
torpes y unos padres envejecidos, agotados e inútiles.
“Trump es el monstruo de Frankenstein
creado por el Partido Republicano. Ahora él es lo suficientemente fuerte para
destruir al partido”, escribió Robert Kagan en The Washington Post. Las credenciales de Kagan como un
neoconservador lo alejan de cualquier acusación de “liberal”.
Así que los líderes republicanos están
como el científico enloquecido: arrepentidos de su creación y sin posibilidades
de que la palabra “fin” aparezca pronto en la pantalla. Mientras, los fans de Trump siguen bailando al ritmo
de su música, sin importarles que el sonido no sea más que un anuncio del
desastre.