Los exilios, si se extienden en demasía,
nunca están libres, no de la nostalgia sino de un eventual ejercicio de
masoquismo. Cualquier exilio, de por sí, es un exceso. Por ello forma parte del
mismo que esto suceda. Algunos de los reclamos —que surgen con el paso de
tiempo o se traen al exilio— conservan su valor emocional, pero al mismo tiempo
tienden a diluir su efectividad política, que se altera con los años.
Acaba de ocurrir en Miami con el
concierto de los Rolling Stones en La Habana. En esta ciudad, más del concierto
que se produjo, se habló de los que no existieron en su momento.
El reproche destaca una pérdida durante
la juventud, pero ello no evita que en la actualidad lo acompañe un sentimiento
lacrimoso, de juventud perdida. Y en este sentido corre el peligro de
convertirse en patético.
Los Rolling Stones —sobre todo los
Beatles, que eran más famosos en Cuba entonces— no fueron disfrutados en su
momento, como tampoco se vio en la televisión el descenso del hombre en la Luna
y muchos más acontecimientos. Fue una situación de aislamiento y censura que no
dejará nunca de ser reprochable, pero que ya pertenece a la historia.
La añoranza y el reproche responden a un
momento, una o varias generaciones y también en específico a una oleada
migratoria. Proviene fundamentalmente de los ahora setentones y setentonas que
llegaron a Miami tras el puente marítimo Mariel-Cayo Hueso. A los pocos meses
de ese éxodo se produjo el asesinato de John Lennon, los Beatles se habían disuelto ya años atrás. La persistencia de los Rolling Stones es lo que les ha
permitido convertirse en símbolos de entonces.
Así que en ese sector de la comunidad
cubana de Miami es donde posiblemente el concierto en La Habana ha producido un
mayor lamento por lo que no fue. Esa ausencia no tiene nada que ver con el
llamado “exilio histórico”, ni con los Peter Pan, ni siquiera en buena medida
con los que llegaron por los “vuelos de la libertad” o a través de Camarioca,
que si bien conocieron de esta carencia musical, pudieron recuperarse
posteriormente.
En Cuba posiblemente se ha desarrollado
un sentimiento similar, agravado en este caso por la permanencia en una
situación de carencia y limitaciones de todo tipo. Los cubanos pueden ahora
haber visto u oído finalmente a los Rolling Stones, pero siguen sin ver un buen
filete en la mesa en la mayoría de los casos.
Más de que de una prohibición de
determinada época en la radio, la televisión y el cine —nunca fue oficial pero
siempre fue oficiosa— la censura y ausencia tuvo un carácter más amplio, que se
extendió a Elvis Presley, en cierto sentido al jazz y en general la música estadounidense.
Como suele ocurrir en Cuba, nunca, salvo
en los primeros años, fue perfecta. Se escuchaban por la radio algunas
canciones de los Beatles y pocas de los Rolling Stones, y lo que más se divulgó
luego fueron los imitadores españoles —de estos y otros grupos que ni siquiera
se sabía los nombres en la isla—, cuando la censura o el temor retrocedió a concentrarse
en el idioma inglés.
La censura tuvo también un efecto
colateral —que ahora se contempla de forma ambivalente— y fue que por carácter
transitivo permitió la supervivencia por décadas de agrupaciones musicales que
de ser otras las circunstancias habrían desaparecido, más por la “invasión
inglesa” que norteamericana. Quienes se beneficiaron con ello fueron
fundamentalmente las orquestas de charanga, algunas de las cuales sobreviven
hasta hoy. Que estas agrupaciones han llegado a nuestros días puede verse en
este sentido como algo positivo, pero también hay un aspecto negativo. Este último
tiene que ver con el estancamiento en que cayó la música popular cubana durante
las primeras dos décadas del proceso iniciado el primero de enero.
Así que si el país transitó por un cierre
de la música extranjera que facilitó la permanencia en la radio y la televisión
de los interpretes de música popular, no fue posible por otros factores —en
particular por la falta de un ambiente propicio, desde el cierre o la
limitación de bares y centros nocturnos hasta la desaparición del lumpemproletariado,
estrato social del que surgieron muchos intérpretes y hasta compositores— que
dicha música evolucionara, y se mantuvo estratificada hasta el surgimiento de
los Van Van.
El tercer factor que se mantuvo después
de la década de 1960 e incluso durante los 70, y contribuyó a la ausencia de la
llamada “música extranjera”, fue de índole comercial —culpa igualmente de las
condiciones impuestas entonces por el Gobierno cubano— y es que no se vendían
los discos de los Beatles y los Rolling Stones como tampoco se vendía
grabaciones con obras de Stravinski y Ravel. Incluso las grabaciones del sello
soviético Melodiya con demasiada frecuencia no se encontraban en los anaqueles
de las tiendas en Cuba. Así que Beethoven también estuvo ausente, salvo en
conciertos ocasiones de la Orquesta Sinfónica Nacional.
El énfasis en la prohibición y la
ausencia ha llevado a pasar por alto varios aspectos asociados con lo ocurrido
entonces. Uno es la existencia durante todo ese tiempo de un movimiento de rock
underground. Otro es que los Rolling
Stones, ya ancianos, viajaron a Cuba a encontrarse con los fans que en su momento no pudieron disfrutar de su presencia, y también
con otro público, que no los conoce pero rápidamente asiste a cualquier
espectáculo traído “de fuera”. Por último, que el concierto fue gratuito. La
singularidad de Cuba hizo esto posible. De lo contrario, muchos cubanos se
habrían encontrado en la misma situación que ocurrió a muchos décadas atrás: no
tener dinero para el concierto.
Lástima que faltara siempre esta visión
más amplia, pero encerrarse en los estereotipos es otro mal del exilio.