A grandes rasgos, el debate sobre la
oposición en Cuba se divide en dos tendencias: los que sostienen que los
moderados cambios económicos que ha llevado a cabo el gobierno de Raúl Castro
son el principio de una apertura mayor, cuya fecha aún es imposible determinar,
por lo que todo se queda en una esperanza, y los que priorizan o exigen cambios
políticos profundos ―en el sentido
de un avance hacia la democracia― que
no se han producido y nada indica se llevarán a cabo de inmediato.
Hay también un importante sector, que
considera que los cambios económicos y políticos deben realizarse de forma
simultánea, pero que en definitiva termina situándose del lado de los exigen
mayor libertad, o al menos cierta libertad.
En la actualidad lo que se escucha y lee sobre
Cuba puede reducirse a la fórmula del vaso medio lleno de agua: quienes ven en
cualquier iniciativa hacia la economía de mercado un avance libertario y quienes
encuentran en una supuesta protesta, en cualquier pueblo de la isla casi
perdido en el mapa, el comienzo de una oleada de manifestaciones y actos ―al estilo de lo ocurrido en la llamada “Primavera Árabe” y antes,
durante la caída del Muro de Berlín― que
podrán fin al gobierno de los hermanos Castro.
En ambos casos veo el vaso más vacío que
lleno. Las reformas económicas que ha instrumentado el Gobierno cubano ―y otras que comienza a poner en marcha junto a las aprobadas en la
última reunión partidista― son
más importantes de lo que se quiere reconocer en Miami, al tiempo que se
mantiene con igual intensidad la represión frente a cualquier manifestación
pública contraria al régimen, aunque ahora se prefiera las “detenciones exprés”
a los encarcelamientos por largos períodos.
Hasta ahora no es posible atribuir ni a las
protestas ni a las reformas una capacidad sustancial de cambio. Vale decir que
las segundas intentan mantener un statu quo y que las primeras no logran
avanzar más allá de lo ocasional, la cuadra y la vivienda.
En este sentido quedaría conformado un
cuadro en que, por una parte la protesta contra la falta de libertad y la
ausencia de democracia encuentra su definición mejor en el terreno cívico ―y sobre todo moral―,
mientras que el interés por hacer avanzar los cambios económicos correspondería
a intereses económicos y políticos nacionales, e incluso empresariales en el
exterior de la isla.
Por lo general, a estas dos vías que
buscan una transformación en el país le corresponden también dos participantes
diferentes.
Quienes buscan estos dos objetivos
diversos ―que pueden
resultar contradictorios, pero no lo son en esencia― se diferencian tanto en profesión como en simpatías y alcance de
sus esfuerzos. Es decir, que tradicionalmente quienes sostienen una posición
moral sin claudicación alguna ―siempre
y cuando sus intenciones sean sinceras―
trascienden más en la prensa, en la literatura y la historia, pero menos en
cuanto a resultados prácticos. Poetas, escritores en general y miembros de un
exilio lleno de añoranzas integran sus filas. Mientras, en el otro bando
se encuentran los políticos en general, quienes
representan o forman parte de los grandes intereses económicos, mercenarios de
todo tipo ―para poner
también la cara fea del grupo― y hasta
algún que otro activista y periodista más o menos astuto.
Sin embargo, en última instancia no
resulta relevante contemplar en blanco y negro esta división. Es más, es
incorrecto señalar un bando de buenos y otro de malos. Lo importante es no
olvidar que ―aunque se
alcen los gritos contra el oprobio― la
práctica avanza mucho más rápido, y sabe más, en la mayoría de los casos.
La complicación ―y también la complicidad― en el
caso cubano, es que ambas sendas no marchan por caminos paralelos, como
resultaría normal desde una óptica impersonal, sino se cruzan, muerden y atacan
a cada minuto.
Todo ello ocurre con la existencia de un
exilio demasiado largo ―que
lleva a preguntarse si la pasión por la patria no deja de ser un anacronismo―
y poderoso al mismo tiempo. Un grupo que durante una época fue
capaz de influir y determinar políticas de otra nación, pero al mismo tiempo
incapaz de conquistar Estado alguno. Un sector poblacional que hasta hace pocos
meses alimentó la ilusión de que uno de sus miembros alcanzara la presidencia
del país más poderoso del planeta, pero que ha fracasado sistemáticamente en
igual empeño en su nación de origen. De paradojas, fracasos y triunfos, este
exilio ha construido un destino, en apariencia al menos aún inconcluso.