Si usted viaja a San Francisco y menciona
el apellido Castro a uno de los residentes del área, lo más probable es que su
interlocutor, si no es cubano, no asocie el nombre con Fidel Castro, ni Raúl
Castro y mucho menos con Mariela Castro.
El distrito Castro, al que por lo general
se le conoce simplemente como The Castro, es un vecindario en el valle Eureka,
en San Francisco, California, donde vive la mayor concentración de gays en Estados Unidos. Se le reconoce
además como uno de los símbolos del movimiento LGTB, que agrupa a lesbianas,
gays, bisexuales y así como lugar de celebración de eventos y punto ideal para
entrevistas y el lanzamiento de noticias y planes de activismo homosexual.
Aquí el nombre Castro no tiene nada que
ver con Cuba ni su gobierno actual, sino con José Castro (1808-1860), una de
las tantas figuras singulares de la historia de cualquier país, en este caso
dos naciones y si hubiera sido por Castro quizá hasta tres.
Castro nació en Monterrey y en su juventud
su ideal era lograr un status de semi independencia para Alta California.
Después de varios y arrestos y triunfos políticos y militares contra el
gobierno mexicano de Alta California, y de derrocar a más de un gobernador,
terminó dirigiendo a los californianos en su lucha contra las tropas
estadounidenses. Tuvo que marchar a México, residió en Sinaloa y luego volvió a
California. Terminó regresando a México y fue nombrado gobernador y comandante
militar de Baja California. Nunca renunció a su ciudadanía mexicana y a sus
grados militares. Siendo gobernador de Baja California, fue asesinado por un
bandido en 1848.
El vecindario que ahora lleva su nombre
surgió en 1887, cuando el ferrocarril unió al valle de Eureka con el centro de
San Francisco. La zona siempre mantuvo un cierto aire “marginal”, extranjero
más bien. Primero se le conoció como “La Pequeña Escandinavia”, por la
presencia de inmigrantes suizos, noruegos, daneses y finlandeses y luego, hasta
mediados de la década de 1960, se convirtió en un barrio de obreros irlandeses.
Fue durante la Segunda Guerra Mundial que
las fuerzas armadas norteamericanas situaron a miles de homosexuales en San
Francisco, tras darle la baja de servicio debido a sus preferencias sexuales.
Muchos se asentaron en Castro, y así comenzó la llegada de los gays al distrito y sus vecindarios.
En la actualidad, la zona no es solo el
lugar de asentamiento de una comunidad, sino un centro de actividades y lugar
de conmemoración. Todo un conjunto de eventos se celebran en este barrio, donde
incluso existe un parque en que se recuerda a los homosexuales víctimas de la
represión nazi.
No hay que negar la importancia del
trabajo de la hija del gobernante cubano en favor de los derechos de los
homosexuales. Solo que esta labor no puede verse aislada, y en este sentido hay
también dudas ⎯decir sospechas
quizá sea demasiado partidista⎯
sobre su desempeño.
El primero tiene que ver con esa
duplicidad de la que Mariela Castro —que ha visitado San Francisco y dado una
conferencia allí—no puede desprenderse, y que le llega como herencia familiar.
No se trata de echarle a los hijos la culpa de los padres, pero en la
persecución a los homosexuales en Cuba hay tanta culpa del Gobierno cubano, el
mismo que se mantiene en el poder, que no puede limpiarse con un rostro
agradable y una labor meritoria pero limitada.
El cambio de actitud del régimen de La
Habana hacia los homosexuales, que precede en gran medida a la labor de Mariela
Castro, fue un paso de avance, pero no una rectificación de errores. Más bien
una tergiversación de errores. Con echar para atrás una política establecida
por el centro de poder, mediante el otorgamiento de cargos, viajes y premios
literarios a un grupo de homosexuales perseguidos, fundamentalmente durante el
mal llamado “quinquenio gris”, se quiso equiparar a la represión y la censura
con un problema temporal de rechazo a una tendencia sexual. La política de
closet abierto mantuvo cerrada la puerta al debate sobre otros actos
represivos, y convirtió a la condena de la represión pasada en una excusa para
no hablar de la represión presente.
A esto se une que siempre es sospechosa —aquí sí cabe esta palabra, porque se refiere a la tarea emprendida
por un régimen— la actitud de
un victimario, cuando se convierte en un proveedor de refugio para las
víctimas.
A veces las comparaciones históricas
resultan odiosas y desproporcionadas, pero no deja de saltar a la mente que el
papel de Mariela es similar al de una supuesta hija de Hitler repartiendo
cemento y ladrillo, y un poco de pintura, para reparar sinagogas.
Por último, y para no hacer la lista muy
larga, uno de los problemas fundamentales con Mariela Castro es que trata de
ser y no ser —a la vez— la hija de papá.
Y la cuestión es que de papá, y del tío,
desde hace años está harto el pueblo cubano. Esa mentalidad de gobernar el país
como una hacienda ⎯compararlo con
una dinastía es un insulto a la Historia⎯ desde hace rato debió haber cedido el paso a otras voces y otros
ámbitos.
La directora del CENESEX debería
comprender que ella no puede pretender ser la solución de un problema cuando
todavía forma parte del mismo. Precisamente en este hecho, que resulta su punto
más vulnerable, es donde radica su posición más cómoda.
No es exigirle a Mariela Castro que sea
una hija rebelde. Es más bien aspirar a que debe ser más independiente. Por
supuesto que ello no anula todo valor
que pudiera otorgársele, pero lo sitúa en su justa dimensión, más cercana a una
labor limitada y una exhibición por momentos exagerada.