domingo, 29 de mayo de 2016

Castro: el otro, la otra


Si usted viaja a San Francisco y menciona el apellido Castro a uno de los residentes del área, lo más probable es que su interlocutor, si no es cubano, no asocie el nombre con Fidel Castro, ni Raúl Castro y mucho menos con Mariela Castro.
El distrito Castro, al que por lo general se le conoce simplemente como The Castro, es un vecindario en el valle Eureka, en San Francisco, California, donde vive la mayor concentración de gays en Estados Unidos. Se le reconoce además como uno de los símbolos del movimiento LGTB, que agrupa a lesbianas, gays, bisexuales y así como lugar de celebración de eventos y punto ideal para entrevistas y el lanzamiento de noticias y planes de activismo homosexual.
Aquí el nombre Castro no tiene nada que ver con Cuba ni su gobierno actual, sino con José Castro (1808-1860), una de las tantas figuras singulares de la historia de cualquier país, en este caso dos naciones y si hubiera sido por Castro quizá hasta tres.
Castro nació en Monterrey y en su juventud su ideal era lograr un status de semi independencia para Alta California. Después de varios y arrestos y triunfos políticos y militares contra el gobierno mexicano de Alta California, y de derrocar a más de un gobernador, terminó dirigiendo a los californianos en su lucha contra las tropas estadounidenses. Tuvo que marchar a México, residió en Sinaloa y luego volvió a California. Terminó regresando a México y fue nombrado gobernador y comandante militar de Baja California. Nunca renunció a su ciudadanía mexicana y a sus grados militares. Siendo gobernador de Baja California, fue asesinado por un bandido en 1848.
El vecindario que ahora lleva su nombre surgió en 1887, cuando el ferrocarril unió al valle de Eureka con el centro de San Francisco. La zona siempre mantuvo un cierto aire “marginal”, extranjero más bien. Primero se le conoció como “La Pequeña Escandinavia”, por la presencia de inmigrantes suizos, noruegos, daneses y finlandeses y luego, hasta mediados de la década de 1960, se convirtió en un barrio de obreros irlandeses.
Fue durante la Segunda Guerra Mundial que las fuerzas armadas norteamericanas situaron a miles de homosexuales en San Francisco, tras darle la baja de servicio debido a sus preferencias sexuales. Muchos se asentaron en Castro, y así comenzó la llegada de los gays al distrito y sus vecindarios.
En la actualidad, la zona no es solo el lugar de asentamiento de una comunidad, sino un centro de actividades y lugar de conmemoración. Todo un conjunto de eventos se celebran en este barrio, donde incluso existe un parque en que se recuerda a los homosexuales víctimas de la represión nazi.
No hay que negar la importancia del trabajo de la hija del gobernante cubano en favor de los derechos de los homosexuales. Solo que esta labor no puede verse aislada, y en este sentido hay también dudas decir sospechas quizá sea demasiado partidista sobre su desempeño.
El primero tiene que ver con esa duplicidad de la que Mariela Castro —que ha visitado San Francisco y dado una conferencia allí—no puede desprenderse, y que le llega como herencia familiar. No se trata de echarle a los hijos la culpa de los padres, pero en la persecución a los homosexuales en Cuba hay tanta culpa del Gobierno cubano, el mismo que se mantiene en el poder, que no puede limpiarse con un rostro agradable y una labor meritoria pero limitada.
El cambio de actitud del régimen de La Habana hacia los homosexuales, que precede en gran medida a la labor de Mariela Castro, fue un paso de avance, pero no una rectificación de errores. Más bien una tergiversación de errores. Con echar para atrás una política establecida por el centro de poder, mediante el otorgamiento de cargos, viajes y premios literarios a un grupo de homosexuales perseguidos, fundamentalmente durante el mal llamado “quinquenio gris”, se quiso equiparar a la represión y la censura con un problema temporal de rechazo a una tendencia sexual. La política de closet abierto mantuvo cerrada la puerta al debate sobre otros actos represivos, y convirtió a la condena de la represión pasada en una excusa para no hablar de la represión presente.
A esto se une que siempre es sospechosa aquí sí cabe esta palabra, porque se refiere a la tarea emprendida por un régimen la actitud de un victimario, cuando se convierte en un proveedor de refugio para las víctimas.
A veces las comparaciones históricas resultan odiosas y desproporcionadas, pero no deja de saltar a la mente que el papel de Mariela es similar al de una supuesta hija de Hitler repartiendo cemento y ladrillo, y un poco de pintura, para reparar sinagogas.
Por último, y para no hacer la lista muy larga, uno de los problemas fundamentales con Mariela Castro es que trata de ser y no ser —a la vez— la hija de papá.
Y la cuestión es que de papá, y del tío, desde hace años está harto el pueblo cubano. Esa mentalidad de gobernar el país como una hacienda compararlo con una dinastía es un insulto a la Historia desde hace rato debió haber cedido el paso a otras voces y otros ámbitos.
La directora del CENESEX debería comprender que ella no puede pretender ser la solución de un problema cuando todavía forma parte del mismo. Precisamente en este hecho, que resulta su punto más vulnerable, es donde radica su posición más cómoda.
No es exigirle a Mariela Castro que sea una hija rebelde. Es más bien aspirar a que debe ser más independiente. Por supuesto que ello no anula todo  valor que pudiera otorgársele, pero lo sitúa en su justa dimensión, más cercana a una labor limitada y una exhibición por momentos exagerada.

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