Alexander Pope dijo en una ocasión que el
verdadero amor a uno mismo y a lo social eran la misma cosa. Desde entonces se
han multiplicado los elogios a las bondades de la libertad del mercado como
solución de los problemas.
Una economía impulsada por el egoísmo
individual, que terminaría encauzando ese egoísmo hacia el bienestar social: el
hombre está obligado a servir a otros a fin de servirse a sí mismo.
Olvida este enunciado que el egoísmo se
expresa en la avaricia. La ganancia sin límites se persigue a diario, más allá
de las preferencias partidistas, sin considerarse un vicio y elogiándose como
una virtud: sin pudor ni decencia.
Lo cierto es que si teóricamente en una
economía de mercado libre la creación de mercancías está determinada por los
precios y el consumo, en la actualidad estos mecanismos ya no son regidos por
la simple oferta y demanda sino también por la propaganda y la prensa en
general; los grupos de intereses que influyen en los órganos de gobierno y
fundamentalmente las grandes corporaciones que en la práctica actúan como lo
que son: controladores del Estado.
El debate sobre el papel del Estado en
los procesos económicos tuvo dos vertientes durante la segunda mitad del siglo pasado.
En la primera y de mayores consecuencias políticas fue un enfrentamiento entre
capitalismo y socialismo. Pero también se desarrolló, y de forma destacada,
dentro del mismo sistema capitalista.
La intervención del Estado, a fin de
prevenir y solucionar las crisis económicas, fue la solución propugnada por
John M. Keynes para precisamente salvar al capitalismo y evitar un estallido
social que llevara a una revolución socialista.
De forma limitada Barack Obama aplicó el
keynesianismo. Pero aunque Estados Unidos logró salir de una profunda crisis
laboral y financiera —en parte gracias a la política gubernamental y en parte
también por las características cíclicas del sistema— el mejoramiento de la
situación económica solo ha llegado de forma extremadamente limitada a la clase
media y a los pobres.
Quiere esto decir que de nuevo la
economía estadounidense marcha a la cabeza del mundo, el desempleo ha
disminuido sustancialmente y el déficit se ha reducido, así como la dependencia
energética, pero ni la mesa ni al bolsillo del ciudadano de a pie se han visto
beneficiados como en ocasiones anteriores.
Cuando un republicano habla de la
creación de empleos, por lo general se refiere a
otorgarles todo tipo de ventajas a los
inversionistas y empresarios, como una forma de alentarlos a “crear empleos”,
lo que se traduce en menos regulaciones, desde las que tienen que ver con el
medio ambiente hasta las condiciones específicas en que se realiza la labor.
El problema es que muchas de estas
ventajas pueden resultar provechosas, para el enriquecimiento aún mayor de unos
pocos, pero de poca o nula efectividad en el mejoramiento de los trabajadores
tras la supuesta creación de tales empleos.
Un fantasma recorre la campaña por la
presidencia estadounidense este año, tanto en el ala demócrata como republicana,
y es la diferencia de beneficios entre la clase media y trabajadora y los
empresarios y poderosos. El temor por el auge del tema es cada vez mayor en
ambos partidos, por lo que reflejan las preocupaciones de sus electores y la
presencia de dos aspirantes populistas pero de signo contrario: Bernie Sanders
y Donald Trump.
Es casi imposible que Sanders logre la
nominación y el establishment republicano
sigue empeñado en impedir la de Trump. Pero con independencia de quienes
resulten finalmente nominados, de la manera en que los candidatos intenten
lidiar con el problema dependerá en buena medida el resultado electoral.