A partir de las dos convenciones
partidistas, el hablar a favor de la clase media definió la última campaña
presidencial de este país. Ahora el tema ha estado presente desde las
primarias, pero al igual que en la contienda anterior es más un eslogan
político que un análisis profundo.
No fue esta clase en sí lo que interesó
primordialmente a los dos candidatos presidenciales entonces, sino la
asociación establecida que entre ella y el votante independiente, neutral o
indeciso.
En un proceso que se ha caracterizado por
una polarización extrema, cabe preguntarse hasta dónde se han creado barreras
que impidan esa vuelta al centro, necesaria hasta ahora para ganar en las urnas
de este país.
Mucho se ha hablado del carácter
excepcional de esta campaña, de la irrupción en la misma de dos políticos
populistas de tendencias contrarias y de como este hecho hace posible esperar
cualquier cosa. ¿Pero es realmente así?
Tanto el magnate Donald Trump como el
senador Bernie Sanders se han empeñado en pasar por alto lo limitado de sus
acciones para detener el declive de esa clase media —como tradicionalmente se
le ha entendido— y lanzar promesas que no podrán cumplir, de llegar a la Casa
Blanca, sin cambiar las características del sistema democrático. En última
instancia, ambos prometen una revolución —Sanders lo dice abiertamente—, pero
de rumbos contrarios.
El problema con dejarse seducir por tales
utopías es que ambas apuestan al pasado. Se habla de que el electorado de este país
ha cambiado en sus exigencias, necesidades y aspiraciones, pero aún está por
verse como se definirá este electorado en general, que incluye el voto
independiente, más allá de los ya definidos entre ambos partidos.
El crecimiento de la clase media siempre
fue el colchón para atajar las desigualdades, el antídoto perfecto ante la
lucha de clases y la esperanza de millones. Ahora, tras la guerra fría, un
desarrollo tecnológico impresionante y un avance sostenido del comercio global,
el mundo asiste una época de crecimiento de las desigualdades económicas y
sociales. No solo en Estados Unidos, también la clase media ha disminuido, o ha
visto mermados sus beneficios, en Europa. Y en igual sentido se ha producido un
auge del populismo de ambos signos. La amenaza terrorista, la crisis migratoria
y el aumento de la violencia se han mezclado —y han sido utilizados— para
encausar por otras vías la esencia del problema: la inseguridad laboral y la
reducción de los mecanismos creados décadas atrás para garantizar el futuro de
los ciudadanos. Pero auge del populismo no quiere decir triunfo. La puerta para
que ello ocurriera sería la victoria de Trump. Algo así como un “gobierno
chavista” en Washington.
La verdadera gravedad del problema es que
de momento no hay soluciones fáciles o posibles a la vista. Pero ello por
supuesto no se atreve a decirlo ningún político. Vale la pena recordar que en
la elección anterior, las promesas tanto del perdedor como del ganador no se
cumplieron. Ni evidentemente Estados Unidos volvió a los 50 como deseaba
Romney, ni a los 90 como quería Obama.
Hasta ahora la contienda electoral ha
marchado de forma contraria a la actual distribución demográfica del país. Tanto
los simpatizantes de Trump como los de Sanders pertenecen en su mayoría a la
raza blanca, definiéndose por sus diferencias de escolaridad, pero compartiendo
una base común de origen. Pero este panorama cambiará fundamentalmente cuando
se entre en la verdadera campaña electoral. Entonces será el momento en que se
sabrá hasta dónde el electorado estadounidense está a favor de una revolución,
con nombre o sin nombre, o de las vías más tradicionales de transformación, que
siempre han terminado por imponerse en este país.
Esta es mi columna en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 30 de mayo de 2016.