Una
clave fundamental para los aspirantes a la nominación presidencial por el
Partido Demócrata es superar el viejo esquema de distribución de la riqueza por
otro más acorde a la época actual, donde las necesarias medias reguladoras se
combinen con otras destinadas a impulsar el desarrollo económico.
Mientras
que una distribución de la riqueza depende en buena medida de la adopción de
una legislatura que favorezca la justicia social —algo positivo en esencia pero
que de inmediato enfrenta una confrontación ideológica en este país—, un
esquema fundamentado en la creación de oportunidades, capacitación laboral,
incremento del número de profesionales y facilidades empresariales entraría a
jugar en el mismo terreno que los republicanos han logrado en buena medida
acaparar como propio y de donde sacan el mayor provecho político de un problema
que en realidad ellos crearon.
La
culpa de la creciente desigualdad en este país no es del actual mandatario
Barack Obama. Todo empezó décadas atrás, con el gobierno de Ronald Reagan, que
se caracterizó por destruir muchos de los frenos que por décadas impidieron una
acumulación desproporcionada de riqueza, así como los límites a las grandes
corporaciones, y estableció que la avaricia no era un mal sino una virtud.
Por
otra parte, no solo los políticos son responsables de esta situación, sino
también quienes los eligieron. Echarles la culpa a los ricos y a los ejecutivos
es una fórmula demasiado simplista y agotada. No es que los supuestos
ideológicos para colocar a la avaricia como el principal motor del desarrollo
económico no existieran desde mucho antes, sino que los diques sociales y
políticos que la contenían fueron derribados. De esta manera, el culto a la
riqueza del protestantismo fue convertido en rapacidad institucionalizada, no
solo para ser ejercida hacia el exterior sino desde dentro.
Los
ciudadanos no siempre votan de acuerdo con lo que es mejor para sus propios bolsillos.
Entre 1979 y 1995, los trabajadores norteamericanos aceptaron con complacencia
las desigualdades en riqueza e ingreso y el aumento vertiginoso de las
ganancias corporativas. Los votantes favorecieron a los candidatos republicanos
dispuestos a recortar los impuestos (Reagan) y castigaron a los que los
aumentaron (Bush padre). Si eligieron a Bill Clinton fue porque era un
demócrata centrista, pero en 1995 beneficiaron en sus boletas a Newt Gingrich y
al nuevo Congreso republicano.
La
mayoría de los norteamericanos acogieron con satisfacción la reforma del
sistema de asistencia social, al que culparon de gran parte de los problemas
económicos nacionales, aunque tal medida solo le ahorró al país mucho menos del
uno por ciento del producto nacional bruto. Las letanías de que las diversas
reducciones de impuestos beneficiaban principalmente a los ricos tuvieron poco
efecto en las urnas y cualquier propuesta para regular los negocios fue
inmediatamente tachada de comunista o izquierdista, antinorteamericana o
anticuada.
El
auge económico de los noventa hizo olvidar el crecimiento sin límites de la
brecha que separa a los ricos y los pobres. De pronto el país entero empezó a
jugar a la Bolsa de Valores, y desde los empleados de limpieza hasta los
directores de empresa todos se convirtieron en inversionistas.
Cuando
aspiraba a la presidencia por vez primera, Obama dejó claro que la culpa no
solo había que buscarla en Reagan y la familia Bush, sino también en Clinton. Ahora
que la exsecretaria de Estado Hillary Clinton tiene casi asegurada la
nominación presidencial demócrata, el agradamiento de la brecha entre los más y
los menos favorecidos, y lo que han hecho o no los demócratas, y en especial
Obama para solucionar el problema, vuelve a colocarse en el centro del debate
político.
No
es la primera vez que esto ocurre en la nación norteamericana. No hay que
pensar que será la última. Estados Unidos parece condenado al péndulo entre los
intereses públicos y los privados. Pasó durante la época dorada a finales del
siglo XIX, en la década del veinte en el siglo XX. Vuelve a comienzos de esta
centuria. El engrandecimiento de las corporaciones, la especulación y las ganancias
financieras exorbitantes que revientan como una burbuja y la crisis económica
resultante que lleva al establecimiento de nuevas regulaciones.
Ahora
está por verse si la solución del problema es dar un paso adelante o volver al
pasado.
En
este sentido resultan pertinentes las críticas formuladas por la senadora
demócrata por Massachusetts, Elizabeth Warren, quien se ha destacado por una
actitud crítica frente a Wall Street, más avanzada que la que ha caracterizado
a Obama y aun mucho más distante de la que es posible esperar de Hillary
Clinton, si se toma en cuenta el historial del matrimonio Clinton.
Y
es precisamente en este punto donde radica uno de los fallos de la presidencia
de Obama que el sector más de izquierda dentro de su partido está reclamando y
donde el senador Bernie Sanders, aspirante también a la nominación presidencial
demócrata, tiene más seguidores.
Si
bien por una parte el gobierno de Obama ha adoptado regulaciones al capital
financiero —algo muy criticado por los republicanos— en la práctica el último
presupuesto para este país, firmado por Obama. fue hecho casi a la medida para
el capital financiero.
Por
supuesto que el “conservadurismo” de Obama no ha resultado contrario a los
ideales de quienes desean mayor justicia social sin recurrir para ello a la
conocida inutilidad de los intentos revolucionarios. Pero ello no basta.
La
inversión de términos ocurrida durante la última década, en el campo político,
ha contribuido a enmascarar, con el disfraz de la ideología, a quienes se han
apropiado no solo de las tácticas más radicales —hay mucho de trotskismo en el neoliberalismo
y en el Tea Party—, sino también a sus opositores.
Más
allá de las posiciones ideológicas, la realidad social y económica de Estados
Unidos está presente con tal fuerza, que de momento todo indica que resultará
imposible colocarla en un segundo plano, como ocurrió durante la campaña para
la reelección de George W. Bush. A menos que se produzca un atentado terrorista
de grandes proporciones, este año los norteamericanos elegirán al nuevo
presidente a partir de sus problemas domésticos. Y éstos no son pocos.
En
la actualidad, más del cuarenta por ciento del ingreso total de la población
estadounidense está en manos del diez por ciento de quienes reciben mayores
ingresos en el país. Las cifras son similares a las existentes en los años veinte
del siglo pasado, que luego fueron reducidas hasta finales de los setenta. El
uno por ciento de las familias más acaudaladas poseen en la actualidad más del
cuarenta por ciento de todos los medios económicos, entre ellos viviendas e
inversiones financieras, lo que es superior a cualquier cifra en años
anteriores a 1929. Como señaló hace años el exasesor republicano Kevin
Phillips, en su libro Wealth and Democracy, Estados Unidos ha
vuelto a la época de los Vanderbilt, Rockefeller, Carnegie y Morgan de finales
del siglo XIX. Ese es el país cuya población este año va a las urnas.