domingo, 12 de junio de 2016

Entre el espejismo y la pesadilla


Durante la pasada votación presidencial en Estados Unidos, los resultados electorales parecieron apartarse de una bipolarización extrema: los más pobres y los más ricos. Queda aún por verse si en esta nueva contienda electoral sucederá lo mismo, y se vuelve a algo similar a las últimas ocasiones anteriores, en las cuales, tras unas primarias definidas por posiciones viscerales, la conquista del votante indeciso o neutral definía en buena medida el objetivo de los contendientes elegidos por ambos partidos.
No fue que en 2012 el debate sobre beneficiar a los más o menos favorecidos desapareciera de los discursos, sino que pasó a un segundo término, aunque en el fondo permaneció como motor impulsor de una definición en las urnas. El candidato republicano Mitt Romney lo definió muy bien cuando habló del  famoso “47 por ciento” y el presidente Barack Obama no dejó de insistir sobre la necesidad de que quienes tenían mayores ingresos hicieran una contribución fiscal mayor.
De esta manera, la ecuación se definía de forma muy sencilla: los más ricos debían de votar por Romney, ya que prometía reducirle los impuestos, y los más pobres por Obama, ya que aseguraba mantendría los programas de ayuda social.
Este año las cosas se han complicado bastante, puesto que ante los problemas reales que han llevado a una amplia participación de votantes en las primarias —y que a grandes rasgos podrían caracterizarse como una disminución del nivel de vida de la clase media y baja, inestabilidad laboral, incertidumbre económica y pobres perspectivas de futuro, temor a un ataque terrorista e inseguridad ciudadana, entre otros— los candidatos han optado por ofrecer promesas que ellos mismo saben son irrealizables, pero que desde el punto de vista emocional despiertan pasiones.
El magnate Donald Trump promete volver a la época de “América primero”, pero el aislacionismo se sabe que es una política carente de sentido en el mundo actual. Por lo demás se limita a decir que él es bueno haciendo negocios y logrando acuerdos, pero un país no se gobierna como un hotel. En última instancia, la promesa de Trump para el mejoramiento económico de los estadounidenses se parece mucho a su fracasada “universidad” —catalogada de estafa por sus contendientes de igual partido durante los debates republicanos— y la promesa (incumplida) de “enseñar” a otros a ser ricos, como burdo pretexto para hacerse más rico él.
El senador Bernie Sanders propone facilitar los estudios la educación gratuita en las universidades públicas, algo meritorio pero de efectos limitados. Algo similar lo llevó a cabo, hace ya años, el gobierno socialista español de Felipe González, y en estos momentos Madrid está lleno de taxistas a tiempo parcial que son graduados universitarios o técnicos de nivel superior.
Una presidencia de la exsecretaria de Estado Hillary Clinton no sería más que la continuación de la de Obama, por los mismos o medios similares. Y ya se saben las limitaciones que han caracterizado a los dos períodos de gobierno de Barack Obama.
Uno de los peligros de este derroche de populismo y demagogia, que ha caracterizado el proceso de las elecciones primarias, es que al final termine acoplándose con una actitud que ya otras veces se ha manifestado entre los votantes, y es que no siempre se vota de acuerdo a las conveniencias sino a las expectativas, ilusiones y hasta de acuerdo a sentimientos menos afortunados y más vulnerables, como son la frustración, la ira y el odio.
Si el destino de las políticas o los políticos que favorecen a los afortunados se definieran solo por los intereses de quienes acuden a las urnas la aritmética definiría los resultados: los ricos son menos, los pobres son más. No ocurre así. En el grupo de los que patrocinan los privilegios o beneficios para los que más tienen hay no solo ricos, sino otros que se identifican con estas políticas y lo hacen por diversas razones, desde una especie de empatía hasta un sentimiento de pertenencia de clase, por supuesto imaginario. Pero también está presente una identificación con una serie de valores que trascienden una definición utilitaria estrecha, y en la que entran desde criterios familiares hasta valores económicos más amplios.
Para explicarlo mejor basta con una anécdota. Hace años conocí a una persona que había sido jefe de un turno de maleteros de la aerolínea Eastern en Miami. La Eastern desapareció de esta ciudad por un conjunto circunstancias que se pueden resumir como parte de la “revolución económica nacional” que  a partir de la llegada de Ronald Reagan al poder cobró fuerza y se extendió a todos los sectores del país, aunque en cierto sentido ya venía manifestándose con anterioridad. Conflictos laborales con sindicatos atrincherados en no solo mantener elevados salarios y amplios beneficios; costos elevados; una compra que sirvió solo para despedazar la compañía y venderla a pedazos y sobre todo un proceso de desregularización que al tiempo que intensificó la competencia con aerolíneas nacionales y de otros estados, y condujo a una rebaja en los boletos, puso al descubierto la debilidad de una firma atrapada en sus laureles.
Pues bien, este exjefe de maleteros había acumulado un buen número de acciones de la Eastern, como parte de su plan de beneficios y soñaba con una vejez tranquila y honrada. Tras la bancarrota de la empresa, la liquidación por estas acciones se había reducido a un cheque anual por menos de un dólar (lo vi en más de una ocasión) y luego de varios años de desempleo había tenido la suerte de conseguir un trabajo peor remunerado, en que no era jefe de nada y mandadero de todos.
Lo curioso es que esta persona continuaba siendo un republicano furibundo, se mantenía al tanto de la Bolsa de Nueva York, aunque ahora no tenía acciones de ningún tipo. Cuando hablaba del culpable de la desaparición de la Eastern, se refería al expresidente demócrata Jimmy Carter, ya que durante el gobierno de éste se había iniciado el proceso de desregularización de la industria de viajes aéreos en Estados Unidos. Al intentar aclararle que esa medida y la estrategia tras ella no era más que un elemento del neoliberalismo que el alababa con fervor en George W. Bush, se negaba a entender y seguía aferrado en que el culpable era el demócrata Carter. Murió convencido de ello.
Los ciudadanos no siempre votan de acuerdo con lo que es mejor para sus propios bolsillos. Entre 1979 y 1995, los trabajadores norteamericanos aceptaron con complacencia las desigualdades en riqueza e ingreso y el aumento vertiginoso de las ganancias corporativas. Los votantes favorecieron a los candidatos republicanos dispuestos a recortar los impuestos (Reagan) y castigaron a los que los aumentaron (Bush padre). Si eligieron a Bill Clinton fue porque era un demócrata centrista, pero en 1995 beneficiaron en sus boletas a Newt Gingrich y al nuevo Congreso republicano.
La mayoría de los norteamericanos acogieron con satisfacción la reforma del sistema de asistencia social, al que culparon de gran parte de los problemas económicos del país, aunque tal medida sólo le ahorró al país mucho menos del uno por ciento del producto nacional bruto. Las letanías de que las diversas reducciones de impuestos beneficiaban principalmente a los ricos tuvieron poco efecto en las urnas y cualquier propuesta para regular los negocios fue inmediatamente tachada de comunista o izquierdista, antinorteamericana o anticuada.
El auge económico de los noventa hizo olvidar el crecimiento sin límites de la brecha que separa a los ricos y los pobres. De pronto, el país entero empezó a jugar a la Bolsa de Valores, y desde los empleados de limpieza hasta los directores de empresa todos se convirtieron en inversionistas. La gran recesión ocurrida durante el segundo mandato de George W. Bush permitió la llegada al poder de Obama, pero  aunque la economía de Estados Unidos ha superado la crisis, las desigualdades o solo persisten sino que han aumentado.
En la actualidad, más del cuarenta por ciento del ingreso total de la población estadounidense está en manos del diez por ciento de los que reciben mayores ganancias. Las cifras son similares a las existentes por los tumultuosos veinte del siglo pasado, que luego fueron reducidas hasta finales de los años setenta, cuando comenzaron a aumentar de nuevo. El uno por ciento de las familias más acaudaladas poseen en la actualidad más del cuarenta por ciento de todos los medios económicos, entre ellos viviendas e inversiones financieras, lo que es superior a cualquier cifra en años anteriores a 1929. Como señala el exasesor republicano Kevin Phillips en su libro Wealth and Democracy, Estados Unidos ha regresado a la época de los Vanderbilt, Rockefeller, Carnegie y Morgan de finales del siglo XIX.
Pese a las cifras, poco hace esperar que esta nación tome un rumbo más sensato, que renazca el interés en que el extraordinario avance tecnológico también debe reflejarse en una reducción de la jornada laboral y en mejores beneficios para los empleados, y no sólo en las cuentas bancarias de los grandes ejecutivos y poderosos accionistas.
Aunque hablar del deterioro de la case media ha vuelto a ser un tema predominante en la campaña electoral, durante discursos y en la mayoría de los casos lo que ha imperado son las promesas y críticas al contrario. En lo que hasta el momento no entran en detalle, ninguno de los dos casi seguros candidatos presidenciales, es en lo limitado de sus acciones para detener ese declive. El crecimiento de la clase media siempre fue el colchón para atajar las desigualdades, el antídoto perfecto ante la lucha de clases y la esperanza de millones. Ahora, tras la guerra fría, la desaparición de la Unión Soviética y el campo socialista, un desarrollo tecnológico impresionante y un avance sostenido del comercio global, el mundo asiste una época de crecimiento de las desigualdades económicas y sociales.
Contrario a lo que se pensó en un primer momento, lo que podría considerarse la revolución postindustrial de las empresas dot.com y la internet no significó un crecimiento de la clase media y la pequeña empresa. En primer lugar porque tras el estallido de la burbuja gran número de ellas fracasaron, y en segundo porque se produjo un fenómeno de asimilación, en que la dot.com se adoptó como parte de una empresa ya existente, y los verdaderos triunfadores se convirtieron en grandes empresas con un personal reducido. De esta manera, la economía tradicional terminó controlando la tecnología, salvo casos excepcionales. Al final, el verdadero éxito no se concreta hasta que se cotiza en Wall Street.
Es curioso en este sentido, observar como ambos candidatos presidenciales, más que presentar una visión de futuro, prometen una vuelta al pasado. Y cada vez más la elección presidencial se encamina a convertirse en un espejismo, si sale Clinton, o en una pesadilla, si triunfa Trump.

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