Durante la pasada votación presidencial
en Estados Unidos, los resultados electorales parecieron apartarse de una bipolarización
extrema: los más pobres y los más ricos. Queda aún por verse si en esta nueva
contienda electoral sucederá lo mismo, y se vuelve a algo similar a las últimas ocasiones
anteriores, en las cuales, tras unas primarias definidas por posiciones viscerales, la
conquista del votante indeciso o neutral definía en buena medida el objetivo de
los contendientes elegidos por ambos partidos.
No fue que en 2012 el debate sobre beneficiar a los más o menos favorecidos desapareciera de los
discursos, sino que pasó a un segundo término, aunque en el fondo permaneció
como motor impulsor de una definición en las urnas. El candidato republicano
Mitt Romney lo definió muy bien cuando habló del famoso “47 por ciento” y el presidente Barack
Obama no dejó de insistir sobre la necesidad de que quienes tenían mayores
ingresos hicieran una contribución fiscal mayor.
De esta manera, la ecuación se definía de
forma muy sencilla: los más ricos debían de votar por Romney, ya que prometía
reducirle los impuestos, y los más pobres por Obama, ya que aseguraba
mantendría los programas de ayuda social.
Este año las cosas se han complicado
bastante, puesto que ante los problemas reales que han llevado a una amplia
participación de votantes en las primarias —y que a grandes rasgos podrían
caracterizarse como una disminución del nivel de vida de la clase media y baja,
inestabilidad laboral, incertidumbre económica y pobres perspectivas de futuro,
temor a un ataque terrorista e inseguridad ciudadana, entre otros— los
candidatos han optado por ofrecer promesas que ellos mismo saben son
irrealizables, pero que desde el punto de vista emocional despiertan pasiones.
El magnate Donald Trump promete volver a
la época de “América primero”, pero el aislacionismo se sabe que es una
política carente de sentido en el mundo actual. Por lo demás se limita a decir
que él es bueno haciendo negocios y logrando acuerdos, pero un país no se
gobierna como un hotel. En última instancia, la promesa de Trump para el
mejoramiento económico de los estadounidenses se parece mucho a su fracasada
“universidad” —catalogada de estafa por sus contendientes de igual partido durante
los debates republicanos— y la promesa (incumplida) de “enseñar” a otros a ser
ricos, como burdo pretexto para hacerse más rico él.
El senador Bernie Sanders propone
facilitar los estudios la educación gratuita en las universidades públicas,
algo meritorio pero de efectos limitados. Algo similar lo llevó a cabo, hace ya
años, el gobierno socialista español de Felipe González, y en estos momentos
Madrid está lleno de taxistas a tiempo parcial que son graduados universitarios
o técnicos de nivel superior.
Una presidencia de la exsecretaria de
Estado Hillary Clinton no sería más que la continuación de la de Obama, por los
mismos o medios similares. Y ya se saben las limitaciones que han caracterizado
a los dos períodos de gobierno de Barack Obama.
Uno de los peligros de este derroche de
populismo y demagogia, que ha caracterizado el proceso de las elecciones
primarias, es que al final termine acoplándose con una actitud que ya otras
veces se ha manifestado entre los votantes, y es que no siempre se vota de
acuerdo a las conveniencias sino a las expectativas, ilusiones y hasta de
acuerdo a sentimientos menos afortunados y más vulnerables, como son la
frustración, la ira y el odio.
Si el destino de las políticas o los
políticos que favorecen a los afortunados se definieran solo por los intereses
de quienes acuden a las urnas la aritmética definiría los resultados: los ricos
son menos, los pobres son más. No ocurre así. En el grupo de los que patrocinan
los privilegios o beneficios para los que más tienen hay no solo ricos, sino
otros que se identifican con estas políticas y lo hacen por diversas razones,
desde una especie de empatía hasta un sentimiento de pertenencia de clase, por
supuesto imaginario. Pero también está presente una identificación con una
serie de valores que trascienden una definición utilitaria estrecha, y en la
que entran desde criterios familiares hasta valores económicos más amplios.
Para explicarlo mejor basta con una
anécdota. Hace años conocí a una persona que había sido jefe de un turno de
maleteros de la aerolínea Eastern en Miami. La Eastern desapareció de esta
ciudad por un conjunto circunstancias que se pueden resumir como parte de la “revolución
económica nacional” que a partir de la
llegada de Ronald Reagan al poder cobró fuerza y se extendió a todos los
sectores del país, aunque en cierto sentido ya venía manifestándose con
anterioridad. Conflictos laborales con sindicatos atrincherados en no solo
mantener elevados salarios y amplios beneficios; costos elevados; una compra
que sirvió solo para despedazar la compañía y venderla a pedazos y sobre todo
un proceso de desregularización que al tiempo que intensificó la competencia
con aerolíneas nacionales y de otros estados, y condujo a una rebaja en los
boletos, puso al descubierto la debilidad de una firma atrapada en sus
laureles.
Pues bien, este exjefe de maleteros había
acumulado un buen número de acciones de la Eastern, como parte de su plan de
beneficios y soñaba con una vejez tranquila y honrada. Tras la bancarrota de la
empresa, la liquidación por estas acciones se había reducido a un cheque anual
por menos de un dólar (lo vi en más de una ocasión) y luego de varios años de
desempleo había tenido la suerte de conseguir un trabajo peor remunerado, en
que no era jefe de nada y mandadero de todos.
Lo curioso es que esta persona continuaba
siendo un republicano furibundo, se mantenía al tanto de la Bolsa de Nueva
York, aunque ahora no tenía acciones de ningún tipo. Cuando hablaba del
culpable de la desaparición de la Eastern, se refería al expresidente demócrata
Jimmy Carter, ya que durante el gobierno de éste se había iniciado el proceso
de desregularización de la industria de viajes aéreos en Estados Unidos. Al
intentar aclararle que esa medida y la estrategia tras ella no era más que un
elemento del neoliberalismo que el alababa con fervor en George W. Bush, se
negaba a entender y seguía aferrado en que el culpable era el demócrata Carter.
Murió convencido de ello.
Los ciudadanos no siempre votan de
acuerdo con lo que es mejor para sus propios bolsillos. Entre 1979 y 1995, los
trabajadores norteamericanos aceptaron con complacencia las desigualdades en
riqueza e ingreso y el aumento vertiginoso de las ganancias corporativas. Los
votantes favorecieron a los candidatos republicanos dispuestos a recortar los
impuestos (Reagan) y castigaron a los que los aumentaron (Bush padre). Si
eligieron a Bill Clinton fue porque era un demócrata centrista, pero en 1995
beneficiaron en sus boletas a Newt Gingrich y al nuevo Congreso republicano.
La mayoría de los norteamericanos
acogieron con satisfacción la reforma del sistema de asistencia social, al que
culparon de gran parte de los problemas económicos del país, aunque tal medida
sólo le ahorró al país mucho menos del uno por ciento del producto nacional
bruto. Las letanías de que las diversas reducciones de impuestos beneficiaban
principalmente a los ricos tuvieron poco efecto en las urnas y cualquier
propuesta para regular los negocios fue inmediatamente tachada de comunista o
izquierdista, antinorteamericana o anticuada.
El auge económico de los noventa hizo
olvidar el crecimiento sin límites de la brecha que separa a los ricos y los
pobres. De pronto, el país entero empezó a jugar a la Bolsa de Valores, y desde
los empleados de limpieza hasta los directores de empresa todos se convirtieron
en inversionistas. La gran recesión ocurrida durante el segundo mandato de George
W. Bush permitió la llegada al poder de Obama, pero aunque la economía de Estados Unidos ha
superado la crisis, las desigualdades o solo persisten sino que han aumentado.
En la actualidad, más del cuarenta por
ciento del ingreso total de la población estadounidense está en manos del diez
por ciento de los que reciben mayores ganancias. Las cifras son similares a las
existentes por los tumultuosos veinte del siglo pasado, que luego fueron
reducidas hasta finales de los años setenta, cuando comenzaron a aumentar de
nuevo. El uno por ciento de las familias más acaudaladas poseen en la
actualidad más del cuarenta por ciento de todos los medios económicos, entre
ellos viviendas e inversiones financieras, lo que es superior a cualquier cifra
en años anteriores a 1929. Como señala el exasesor republicano Kevin Phillips
en su libro Wealth and Democracy,
Estados Unidos ha regresado a la época de los Vanderbilt, Rockefeller, Carnegie
y Morgan de finales del siglo XIX.
Pese a las cifras, poco hace esperar que
esta nación tome un rumbo más sensato, que renazca el interés en que el
extraordinario avance tecnológico también debe reflejarse en una reducción de
la jornada laboral y en mejores beneficios para los empleados, y no sólo en las
cuentas bancarias de los grandes ejecutivos y poderosos accionistas.
Aunque hablar del deterioro de la case
media ha vuelto a ser un tema predominante en la campaña electoral, durante discursos y en la mayoría de los casos lo que ha imperado son las promesas y
críticas al contrario. En lo que hasta el momento no entran en detalle, ninguno
de los dos casi seguros candidatos presidenciales, es en lo limitado de sus
acciones para detener ese declive. El crecimiento de la clase media siempre fue
el colchón para atajar las desigualdades, el antídoto perfecto ante la lucha de
clases y la esperanza de millones. Ahora, tras la guerra fría, la desaparición
de la Unión Soviética y el campo socialista, un desarrollo tecnológico
impresionante y un avance sostenido del comercio global, el mundo asiste una
época de crecimiento de las desigualdades económicas y sociales.
Contrario a lo que se pensó en un primer
momento, lo que podría considerarse la revolución postindustrial de las
empresas dot.com y la internet no significó un crecimiento de la clase media y
la pequeña empresa. En primer lugar porque tras el estallido de la burbuja gran
número de ellas fracasaron, y en segundo porque se produjo un fenómeno de
asimilación, en que la dot.com se adoptó como parte de una empresa ya
existente, y los verdaderos triunfadores se convirtieron en grandes empresas
con un personal reducido. De esta manera, la economía tradicional terminó
controlando la tecnología, salvo casos excepcionales. Al final, el verdadero éxito
no se concreta hasta que se cotiza en Wall Street.
Es curioso en este sentido, observar como
ambos candidatos presidenciales, más que presentar una visión de futuro,
prometen una vuelta al pasado. Y cada vez más la elección presidencial se
encamina a convertirse en un espejismo, si sale Clinton, o en una pesadilla, si
triunfa Trump.