La Tate Modern se amplía con una pirámide de ladrillo de 10
pisos firmada por los arquitectos suizos Herzog & DeMeuron. La edificación
ha costado 260 millones de libras y amplía sus espacios expositivos en un 60%.
Con la estructura añadida el museo londinense de arte moderno y contemporáneo
—la instalación de su tipo más visitada del mundo, que recibió 5.7 millones de
visitantes el pasado año— se consolida como el lugar ideal para conocer el arte
desarrollado a partir del pasado siglo y el presente.

Nada en este sentido preparaba al visitante, al cruzar el
Támesis y caminar por la orilla, con el monumental edificio del Parlamento británico a sus espaldas,
para iniciar un recorrido de varias cuadras y llegar al museo, salvo por
supuesto el conocer su existencia. Ahora la Tate se me asemeja al Guggenheim
de Bilbao: un edificio que por su sola existencia despierta el interés.
Curiosamente, en ambos casos hay que cruzar un río. Con este desarrollo en
vertical, ahora es posible trazar una línea visual de la Tate hacia el domo de
la Catedral de San Pablo, al otro lado del río.

Pero a diferencia del Guggenheim, en el Tate Modem no se apuesta
por la franquicia.
“No creemos en eso. No queremos conquistar el mundo. La Tate es
una institución de alcance global, pero de fuerte implicación local”, dijo Sir
Nicholas Serota, director del conglomerado Tate. Otra señal más de los tiempos
que corren en Gran Bretaña, donde la singularidad parece imponerse.
Sin embargo, durante la inauguración de la obra Lord Browne,
presidente del patronato del museo, hizo una sutil referencia a la posible
salida de Reino Unido de la Unión Europea: “Hay un país, que es el de la Tate y
aspira a ser global, y otro que se empeña en recluirse”.