Para Donald Trump la contienda por la
presidencia, no importa si gane o pierda, es un negocio más. Aunque su campaña
parece estar en bancarrota.
No hay nada extraño en ello, si se conoce
su trayectoria empresarial, y tampoco hasta el momento nada ilegal. Lo
singular, en el caso de Trump, es que por lo general no arriesga su fortuna. Es
más, incluso cuando pierde gana. Podrá tener un récord de bancarrotas en sus
negocios, pero ello no ha significado que ha salido más pobre de ellas.
Cuando alguna de sus empresas van mal,
enseguida se asegura de poner a salvo sus finanzas, de obtener préstamos —que
una vez que las empresas son declaradas en bancarrota no tendrán que pagarse—
para cobrar sus sueldos millonarios o recuperar el dinero que ha invertido o
los fondos que ha facilitado.
Al final siempre es lo mismo: los
contratistas se quedan en la ruina, ya que no pueden cobrar por las
edificaciones realizadas; los inversores pierden, porque las acciones se
desmoronan estrepitosamente, y los empleados se quedan en la calle. Pero la
fortuna de Trump sale magnificada. Así ocurrió con sus negocios en la ahora
arruinada Atlantic City.
En la actual lid electoral, Trump va por
el mismo camino. Los documentos de recaudación muestran que utilizó millones de
dólares de sus fondos de campaña para pagar a sus propias empresas y
familiares, según la Associated Press.
Todavía están frescas las imágenes del
aspirante durante las primarias, durante un discurso en Mar-a-Lago, un club
privado en Florida que utiliza como su casa vacacional; las botellas de agua
marca Trump distribuidas a los participantes; la imagen del magnate con su
avión personal al fondo.
Era lógico pensar que para una persona
que alardea de que su fortuna asciende a $10.000 millones toda esa exhibición
no fuera más que una demostración de su riqueza.
Nada de eso: puro negocio. Trump se
estaba vendiendo a sí mismo.
Al final de mayo, su oficina electoral
había pagado alrededor de seis millones de dólares por productos y servicios de
la corporación Trump, según muestra una revisión de los reportes financieros.
Eso representa casi 10% de sus gastos.
La campaña pagó $423.000 por el uso de
Mar-a-Lago; $26.000 en enero para alquilar una instalación en el Trump National
Doral, su campo de golf en Miami; otros $11.000 en el hotel de Trump en
Chicago; $520.000 en alquiler y uso de servicios a Trump Tower Commercial
LLC y a Trump Corporation; aproximadamente $5.000 a Eric Trump Wine
Manufacturing LLC, que ofrece vinos de Virginia con el nombre “Trump” escrito
con letras gruesas sobre las botellas; $4,7 millones por gorras y camisas
adquiridas a Ace Specialties, compañía
propiedad de un miembro de la junta directiva de la fundación caritativa de su
hijo Eric Trump.
El mayor pago a una empresa de Trump fue
de $4.6 millones de dólares a TAG Air, la compañía controladora de sus
aeronaves.
Imagine por un momento a Ronald Reagan o a George W. Bush, hablando al país desde sus respectivos ranchos y cobrando un alquiler de la propiedad por ello. Nunca ocurrió.
Imagine por un momento a Ronald Reagan o a George W. Bush, hablando al país desde sus respectivos ranchos y cobrando un alquiler de la propiedad por ello. Nunca ocurrió.
Imagine algo peor. Trump es electo
presidente. Por ley un presidente estadounidense deja a un lado sus negocios para
dedicarse a los problemas de la nación, pero con Trump siempre cabe la duda;
porque si no está él están sus hijos para atender las empresas: todo queda en
familia. Con Trump cabe esperar cualquier cosa, desde preferir dirigir al país
desde la Trump Tower en Manhattan hasta desechar Camp Davis en favor de
Mar-a-Lago, y por supuesto cobrar el alquiler por ello. En cualquier caso, es
lo menos malo que podría ocurrir durante su mandato.
Esta es mi columna en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 27 de junio de 2016.