A veces en el exilio a alguien le entra
una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña, y comienza a
manifestar un anticastrismo elemental, que repite viejos dichos y esquemas que
ese mismo que sufre el padecimiento ahora, en otra época no solo rechazó sino
se rio de ellos. U ocurre lo contrario, y el que es víctima del mal de pronto
encuentra coincidencias y virtudes en lo que hasta ayer le producía
repugnancia. No se trata de un problema ideológico, de cambio de posición y
mucho menos hay una epifanía. Quizá la explicación sea más simple: cansancio,
aburrimiento, ganas de ser distinto. Confieso no ser ajeno al síndrome, en
ambas manifestaciones. Temo también que no exista inoculación, que una y otra
vez el fenómeno se repita. Es posible que haya algo de envidia en ello, que se
añore no ser como aquellos que se han mantenido firmes, en uno u otro sentido.
El hecho cierto es que la comezón no respeta edades, ni años o décadas de
exilio, por lo que puede afirmarse que casi nadie está a salvo de ella. La
ciencia, por su parte, no la toma en cuenta. No figura en los manuales médicos al
uso y hasta el momento ningún seguro la cubre. Tampoco aparece en los cultos
más o menos esotéricos. La astrología ni siquiera la desprecia y los brujeros
están ocupados con otras cosas. He pensado que
es posible que sea consecuencia del cambio climático, pero hasta ahora
no he encontrado una institución, universidad o academia que esté dispuesta a
dedicarle parte de su presupuesto.
viernes, 19 de agosto de 2016
miércoles, 17 de agosto de 2016
Farsa y bochorno en la discusión sobre Cuba
El encuentro televisivo reciente
—llamarlo “debate” es tergiversar la palabra— entre José Daniel Ferrer y
Edmundo García, conducido por la periodista María Elvira Salazar en Mega TV, evidenció el despetronque,
desde el punto de vista político e ideológico, en que ha caído del tema cubano.
El objetivo loable de poner a dialogar a
dos figuras, mediáticas para los estándares de Miami, sirvió una vez más para
poner al descubierto —pese o gracias al interés por conquistar audiencia de la
emisora— ese descenso vertiginoso que desde hace años experimentan ambos
extremos del espectro político referido a Cuba. Lo que se intentó presentar
como discusión se redujo casi siempre, y por ambas partes, a un intercambio de
lugares comunes, frases hechas, reproches manidos e intentos vanos de
desacreditación mutua.
Lo lamentable no es lo que dicho
despliegue de necedad pudiera representar para el futuro de la isla, porque en
resumidas cuentas los interlocutores poco significan para dicho futuro, más
allá de cierto rol limitado al espectáculo local, sino la contribución a
limitar cada vez más la discusión visible sobre la situación cubana al choteo
elevado a la categoría de problemática nacional. Por omisión, sumisión o desdén
al enfoque serio, el fenómeno se repite en ambas costas del estrecho de la
Florida. Interminables loas al “Comandante en Jefe” en la prensa oficial de la
isla; banalidad en la televisión de esta ciudad.
Bajo esa óptica, cabe la sospecha de que
tanto Washington como La Habana prefieren contribuir, aquí y allá, al
esperpento como mecanismo de inmovilidad: con figuras así —elegidas no por su
capacidad de referir sino por la posibilidad financiera que les permite
desempeñar tal papel— poca ilusión queda para abandonar la espera.
Más lamentable aún si se toma en cuenta
que los dos personajes aparentan simbolizar, o al menos juegan dentro de
escenarios surgidos en fechas relativamente reciente, y que con su presencia
—por edad, historial y supuestos grupos de referencia— serían, pudieran o
aspiran a convertirse en nuevos actores dentro de dicha problemática.
Ese posible activismo —no importa que se
ejerza de una manera clara o se encubra desde el ejercicio periodístico— ha
nacido viciado por un aspecto que los delata, en acciones más que en palabras.
En ambos casos sus posiciones, aparentemente asumidas de cara a situaciones
nuevas —el ejercicio de una oposición pacífica a pesar de la fuerte represión
en la isla y la práctica de un discurso acorde a La Habana en la ciudad de Miami—,
no se trasladan a una práctica innovadora, porque esos supuestos marcos de
referencia con los que intentan fundamentar su discurso no se complementan con
su base de sustentación.
En última instancia todo se reduce a que
sus grupos de referencia no son los mismos que sus grupos de pertenencia.
Es por ello que el supuesto debate, en
vez de girar sobre la Cuba del presente y del futuro, volvió a caer una y otra
vez en el pasado.
Dentro de lo que podría caracterizarse
como dinámica del intercambio, García dominó a las claras. No solo por su
capacidad para lo que podrían considerarse los mecanismos de este tipo de
debate en Miami, sino fundamentalmente por la incapacidad de su oponente para
trascender esos términos. Fue capaz de llevar al titubeo a Ferrer sobre el tema
Posada Carriles, cuando la respuesta clara e inmediata de este debió haber sido
el deslindarse de una figura con la cual no solo no es posible identificarlo de
forma directa, sino que resulta completamente ajena en estos momentos a la
situación cubana. Consiguió además que Salazar se desdijera sobre la “golpizas”
en los videos de las manifestaciones opositoras. Supo aprovecharse de un viejo
vicio del discurso de exilio: repetir clichés, frases hechas y sin sustentación
en imitación a lo que se hace en Cuba: el discurso democrático exige
responsabilidad, incluso en Miami.
Remitir a Posada Carriles, aprovechando y
dando por sabido el nexo en el pasado de la Fundación Nacional Cubano-Americana
(FNCA) con el terrorista, es una trampa recurrente, pero también fácil de
desenmascarar: en la actualidad los fondos de Washington al grupo de los
derechos humanos de dicha organización no se destinan a acciones terroristas.
Puede cuestionarse la dependencia dichos fondos, pero dicho cuestionamiento no
debe incluir una vinculación con el terrorismo. Si el actual Gobierno
estadounidense ha sacado a Cuba de la lista de países terrorista, por qué La
Habana no hace lo propio y saca de “su lista” a la FNCA. Si argumentar sobre el
pasado no es válido cuando se trata de valorar en ese terreno al régimen
cubano, por qué es válido referirse a esa otra época para el otro bando.
García, que este aspecto de la discusión pudo
recurrir impunemente a la mentira —negar que el terrorismo en las ciudades
fuera una práctica del Movimiento 26 de Julio para aliviar la presión de la
lucha en las montañas—, ante la falta de respuesta apropiada de Ferrer, por
desconocimiento o desinterés.
Lástima que ambos no supieran —o no
pudieran— escapar de dicho encierro, cuando precisamente ha sido el cambio de
situación generado a partir de una nueva actitud por parte de la Casa Blanca lo
que les ha permitido a los dos ampliar su presencia ante las cámaras de la
televisión de Miami.
Es por eso que, a falta de planteamientos
serios sobre lo que ocurre en Cuba, la discusión se limitó a los intentos de descaracterizar
al contrario, el retroceso a trincheras vacías, incluso el chiste ocasional y
una lamentable ausencia de guardar las distancias. Todo ello pese a los
esfuerzos, en ocasiones inútiles, de la moderadora.
Si se recuerda, como ya se ha señalado,
que la misma periodista participó en un debate entre Ricardo Alarcón, entonces
presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, y Jorge Más Canosa, en
esa época chairman de la FNCA, poca
esperanza queda.
Repetir que el envejecimiento del proceso
cubano ha afectado no solo los círculos del poder en Miami, sino también al liderazgo
del exilio y de la oposición pacífica no pasa de una perogrullada. Pero constatar ese deterioro no debe dejar de alarmarnos.
Se
puede argumentar que la remisión al pasado resulta inevitable ante la
permanencia del sistema establecido tras el 1ro. de enero de 1959. Cabe señalar
que ambas esferas cuentan con representantes de mayor calibre intelectual. Nada
de ello elimina el destacar que el descenso a niveles de sobrevivencia
elemental, al referirse a Cuba, empaña el propio objeto de discusión.
Jorge Mañach, en su Indagación del choteo, criticó las funestas consecuencias —en el
orden moral y cultural— de una práctica que no podía justificarse sino como “un
resabio infantil de un pueblo que todavía no ha tenido tiempo de madurar por su
cuenta”; desde “el arribista intelectual
que ha sentado plaza de maestro” hasta “el político con antecedentes
impublicables”.
Lo peor no es convertir la política en
broma, algo que puede resultar saludable, sino limitar el discurso a una broma
transformada en política.
lunes, 15 de agosto de 2016
La silla
Fidel Castro cambió el trono por la
silla. Acabamos de verlo en el acto en su honor, por cumplir 90 años, en un
teatro de La Habana. La silla, omnipresente y ajena, interrumpe la fila de
butacas. Uno se pregunta qué fue necesario para tenerla allí: simples destornilladores,
sopletes de acetileno, soldadores de arco. Es lo de menos. Donde quiera que
Fidel Castro va, también va su silla. Podría pensarse en necesidades de la
edad, comodidades requeridas por un anciano, estampa de decadencia, pero es más
que ello: es un símbolo del poder.
Los griegos colocaban tronos adicionales,
vacíos, en los palacios reales y los templos de modo que los dioses pudieran
estar presentes donde quisieran estar. Los romanos tenían dos tronos, uno para
el emperador y otro para la diosa Roma, cuyas estatuas fueron asentadas sobre
los tronos y los convirtieron en centros de adoración. El trono del emperador
de China fue visto como el centro de la Ciudad Prohibida, que era el centro del
mundo. La serie de puertas y de pasos que un visitante necesitaba traspasar
antes de alcanzar al emperador fue diseñada para sobrecoger.
Una silla acompaña a Fidel Castro a todas
partes. Aparece en las fotos de las visitas de mandatarios extranjeros en su
casa; en las celebraciones públicas de estos diez últimos años, cuando ha
participado en la presentación de un libro o en cualquier homenaje público;
también en sus reducidas apariciones en la Asamblea Nacional de Poder Popular.
Para Castro, un asiento tiene gran
importancia. Cuando el niño Elián González se encontraba en Miami, el entonces
gobernante cubano visitó su escuela y declaró “intocable” la silla de Elián.
De espaldar más alto que las demás del
salón plenario, tapizada en cuero beige,
la silla de Fidel Castro permaneció vacía cuando su hermano Raúl fue electo
presidente. “Fidel es insustituible”, dijo en su discurso el nuevo gobernante.
Entre julio de 2006 y diciembre de 2007,
durante tres reuniones ordinarias del Parlamento cubano, la silla de Fidel
Castro permaneció vacía. Una botella de agua, cerrada, inútil y sin
destinatario, contribuyó al simbolismo.
El encerrarse en un sitio exclusivo,
distinto al común de los mortales, es propio de monarcas y papas, aunque ahora
algunos reyes lo rechazan. Los políticos electos —en parte por obligación e hipocresía—
tratan de brindar la imagen de no caer en ello.
Uno contempla a Christian Thielemann dirigir una obertura de Wagner. Finaliza la ejecución y la cámara cambia, muestra a Joseph Alois Ratzinger, sentado en una especie de trono, colocado en medio del pasillo que permite la entrada a dos filas de lunetas. El pontífice aplaude con parsimonia estudiada y la curia a su alrededor lo imita con prudencia, incluso con cierto temor a extralimitarse o quedarse corta en el entusiasmo. Aislado y al mismo tiempo parte de la representación, compitiendo con ella como la esencia del verdadero espectáculo. Único y rodeado de seguidores, como un papa laico, Fidel Castro convierte la celebración de su cumpleaños en reafirmación y acto político, imponiendo su presencia, que es el pasado.
Uno contempla a Christian Thielemann dirigir una obertura de Wagner. Finaliza la ejecución y la cámara cambia, muestra a Joseph Alois Ratzinger, sentado en una especie de trono, colocado en medio del pasillo que permite la entrada a dos filas de lunetas. El pontífice aplaude con parsimonia estudiada y la curia a su alrededor lo imita con prudencia, incluso con cierto temor a extralimitarse o quedarse corta en el entusiasmo. Aislado y al mismo tiempo parte de la representación, compitiendo con ella como la esencia del verdadero espectáculo. Único y rodeado de seguidores, como un papa laico, Fidel Castro convierte la celebración de su cumpleaños en reafirmación y acto político, imponiendo su presencia, que es el pasado.
sábado, 13 de agosto de 2016
Preludio triste y sin muerte de Fidel Castro
Cuentan que a principios de la década de
los años 1960, la época en que Fidel Castro solía acudir por las noches a
revisar o preparar la portada del periódico Revolución, sucedió esta anécdota.
Una noche, tras terminar Fidel su labor
de editor en jefe, Carlos Franqui, entonces director del diario, bajó la
escalera que llevaba a su oficina y le dijo a varios reporteros: “Suban, suban,
para que conozcan a Fidel”.
Uno de ellos no respondió y se quedó
sentado.
Comenzaba a subir de nuevo la escalera
Franqui, cuando se dio cuenta de la ausencia.
“¿Qué pasa Rine? ¿No quieres conocer a
Fidel?”
Entonces Rine Leal, que continuaba tras
su mesa y había vuelto a escribir a máquina, como si nada estuviera sucediendo,
le dijo con voz pausada y expresión inquieta.
“No, no. No tengo ningún problema con
conocer a Fidel. Lo que me preocupa es que él me conozca a mí”.
De haber tenido igual oportunidad por los
años 70, no hubiera mostrado una reserva igual a la de Rine y mucho menos me
hubiera atrevido a declarar una previsión tan peligrosa. Veía a Fidel con
relativa frecuencia, pero nunca nadie me lo presentó. Una noche intenté
acercármele, durante media hora avancé lentamente en medio del grupo que lo
rodeaba y pensé haber logrado eludir con mi disimulo la vigilancia de dos de
sus escoltas. Fue entonces que un tercero, al que no había visto, se limitó a
decirme: “Hasta aquí”. Nunca más volví a intentarlo. Comprobé lo que mucho
antes Rine logró intuir: era peligroso tratar de estar cerca de Castro.
¿Castro? Confieso que esta distinción
impuesta en Miami me resultó ajena por muchos años y solo ahora no me molesta.
Si empalagoso es el oír el “Fidel” o el “nuestro querido Fidel” de los adulones
en la Isla, tampoco me entusiasma un “Castro” que quiere anular cientos de
frustraciones en el exilio enfatizando con ira un apellido. Hoy puedo mezclar
ambas palabras a mi antojo, dueño al menos de la forma de nombrarlo, sin
practicar la fidelidad de la Isla ni el anticastrismo del “exilio histórico”.
Fidel fue una presencia frecuente —a
veces venía una o dos veces por semana, en ocasiones pasaban un par de meses
sin verlo— en la Plaza Cadenas de la Universidad de La Habana cuando yo luchaba
por graduarme de físico nuclear y luego de psicólogo. Luego esas visitas fueron
distanciándose más, pero antes de que esto ocurriera decidió limitar los temas
de aquellas “conversaciones”, que con frecuencia se extendían por varias horas.
Nada de política internacional dijo un día, “porque luego lo dicho por él en
aquel lugar se interpretaba como la posición oficial del Gobierno”.
Esa reserva inicial marcó el comienzo de
un distanciamiento. Poco a poco se encerró más y más en su despacho de la Plaza
de la Revolución y en sus visitas programadas o “sorpresivas” y en las
actividades políticas en las cuales consideraba indispensable su presencia.
Sin embargo, a punto de iniciarse la
década del 1980 —que cambió por completo al país con el éxodo del Mariel—
todavía contemplaba a veces su caravana de jeeps por la avenida 26 en el
Vedado, rumbo a la calle 23 para doblar a la izquierda y dirigirse hacia
Miramar y la zona de las playas, avanzando a poca velocidad y respetando los
semáforos. Él sentado al frente en uno de los vehículos. Pienso que mi
generación fue la última que conoció a un Fidel más o menos cercano, pero en
muchos de nosotros esa cercanía personal nunca logró disminuir el hecho de que
estábamos obligados a aceptarlo.
Cuando Castro finalmente muera, creo que
podré recuperar la imagen de un Fidel de
poco más de 50 años, que es la que domina mi vida de adulto en Cuba, y también
la del gobernante joven que marcó mi niñez y adolescencia. Pero en ambos casos,
estos recuerdos solo serán un asidero para volver a mi propia juventud y nunca
una añoranza de una época heroica.
Quienes el primero de enero de 1959
éramos niños, nacimos bajo un signo hasta cierto punto siniestro: no somos los
hijos de la Revolución —que vinieron después—, sino sus hijastros.
Por capricho o necesidad de la que nos
enseñaron era nuestra segunda madre —la tan traída y llevada patria cubana—
fuimos entregados a un padre putativo, dominante y despótico, también
sobreprotector y por momentos generoso, al que tratamos no solo de complacer
sino de obedecer siempre. No nos quedaba otra alternativa, fue siempre nuestra
justificación.
Vinimos al mundo con un destino injusto:
ser una generación puente. Nuestro pecado original fue no nacer lo suficiente
temprano para participar en la lucha revolucionaria, ni lo suficiente tarde
para vivir en el “mundo glorioso del comunismo”.
Nunca tuvimos derecho a la vana ilusión
de la infancia feliz de la pañoleta de pionero ni al miedo real de la pistola
terrorista oculta bajo la camisa. Nuestro destino vulgar se caracterizó por el
aburrimiento: el trabajo productivo y la guardia nocturna con el fusil sin
balas.
Lo primero que nos quitó la revolución de
Castro fue el derecho a la adolescencia. Mientras los jóvenes en todo el mundo
quemaban banderas norteamericanas, desafiaban el poder establecido y fumaban
mariguana, nosotros —pelados y obedientes— marchábamos bajo el sol ardiente y
fingíamos una moral estoica y una entrega absoluta a unos ideales que nos
habían impuesto sin nuestro consentimiento.
No puedo entonces abrigar emoción alguna
por un Fidel heroico y rebelde. Me justifica la esperanza de que mi sentimiento
es compartido por millares, que como yo recordamos con desprecio al gobernante
que nos prohibió a los Beatles, obligó a tener el pelo corto e impuso la
insoportable estupidez de considerar que el vestir un pantalón vaquero
—“pitusas” los llamábamos entonces— era una provocación ideológica.
Se hizo todo lo posible para impedirnos
la posibilidad de equivocarnos con una apariencia viril, de luchar en uno y
otro bando. Cuando llegamos a la edad de matar y morir, impunemente o no, las
guerras habían concluido; se limitaban a una opción para escogidos y estaban
distantes aún las conquistas africanas plagadas de corrupción y sacrificios
inútiles (fue el exilio quien vino a librarme de participar en ellas).
Cuando cumplí la mayoría de edad estaba
vigente la Ley del Servicio Militar Obligatorio, el permiso de salida
permanente del país vedado para los jóvenes y la enseñanza convertida en un
ejercicio de chantaje que obligaba a demostrar no sólo una callada obediencia
sino también una participación activa en las “tareas de la revolución”.
A mi generación le fue imposible ver en
Fidel al joven rebelde, apoyado o rechazado por decisión propia, sino admitirlo
como un dios natural, impuesto por la historia convertida en religión de las
masas. Sus largos y fatigosos discursos leídos con desgano pero con apariencia
de interés en reuniones y “plenos estudiantiles”, donde se “discutían” las
oraciones pronunciadas por el Comandante en Jefe para concluir sin disensión
alguna que todas eran perfectas, con las comas bien colocadas y los puntos
—especialmente el punto final— apuntando siempre al corazón del enemigo.
Fuimos maestros de la espera. Nos
enseñaron a dominar el arte de la paciencia: un futuro mejor, un cambio gradual
de las condiciones de vida, un viaje providencial al extranjero. Nos enseñaron
también a no arriesgarnos, a no creer en el azar, a resignarnos a la pasividad.
Todavía a veces seguimos esperando. Hemos
hecho todo lo posible para cumplir nuestro destino sin su presencia. Si hemos
podido desterrarlo de nuestras vidas, el día que fallezca debemos tratar de
olvidar su muerte lo más rápido posible. No lograrlo sería otra frustración.
Intentarlo al menos nuestra mayor esperanza.
Un amigo me repite que, cuando ocurra la
muerte de Fidel Castro, quiere estar en un país desconocido, donde se hable una
lengua que él ignora, se escriba en un alfabeto que le resulte indescifrable y
las imágenes estén prohibidas.
Es un anhelo imposible. No puedo afirmar
que será una de las noticias más importantes de este siglo, pero en muchos
resultará definitoria.
Para acumular respuestas falta un
elemento clave. Hay un ciclo que sigue sin cerrarse. Tendría que comenzar por
una interrogación: el significado final de las acciones de un hombre que —de
una forma u otra— influyó casi siempre en millones de vidas. Una influencia que
fue disminuyendo con los años, hasta un estar pero no estar que deja abierta
todas las interrogantes y no ofrece respuesta alguna.
Con el tiempo he llegado a la conclusión
de que prefiero la sorpresa. He renunciado a tomar medidas para cuando Castro
muera. Solo puedo aventurar que representará muchas horas de trabajo
adicionales, si estoy vivo y si estoy trabajando. Traerá varias frustraciones y
un par de desengaños y me hará todavía más cínico. Me resisto, sin embargo, a
matar la esperanza.
Respecto al futuro de Cuba no cabe tanta
indecisión. Un país no debe mantenerse indefinidamente anclado a parcelas excluyentes.
La ruptura y la continuidad tienen un precio muy alto. Una nación no puede
fundarse cada unos cuantos años. Tampoco permanecer estancada.
No ha sido fácil acostumbrarse a la idea
de que Castro no será juzgado, condenado o al menos enfrentado a sus errores y
desmanes. Sin embargo, se ha convertido en una realidad que nadie discute.
Para las naciones, la justicia y el
desarrollo marchan casi siempre por caminos opuestos. La estabilidad y mejora
del nivel de vida de los ciudadanos se alcanza, en muchas ocasiones, a través
de las vías más mediocres y menos gloriosas.
Resulta curioso no estar listo para algo
inevitable. Creo que es un sentimiento compartido, salvo por quienes tienen la
tarea de no dejarse sorprender. No hablo de los planes de contingencia en Miami
y Washington. Sé que a cada rato los periódicos desempolvan el obituario y le
agregan nuevos datos al obituario de Castro. Más de un político lleva años
trazando una estrategia para ese día.
Así que si Fidel Castro muere mañana,
dentro de uno o dos meses, cinco o diez años, más allá de la pormpa y
circunstancia luego solo quedará uno o muchos recuerdos amargos.
La sombra de Castro
Fidel Castro se ha deconstruido en los
diez últimos años. Cuando Castro se retiró del mando cotidiano del poder en
Cuba hizo una elección obligada. Entre el poder y la vida decidió por la
última. Se aferró a resistir al precio de sacrificarlo todo o casi todo. Ese
Alejandro que persiguió con un nombre repetido en documentos e hijos no es
ahora más que eso: un nombre, apenas un ideal, jamás un modelo. Mucho menos un
estilo de vida. Morir joven nunca entró en sus planes. Abandonar el poder
tampoco. Pero sabe adaptarse a cualquier circunstancia. Si el precio es muy
alto, no hay que pagarlo. Alejandro El Magno está bien para los libros de
historia, pero hace rato que ese destino quedó atrás y todo sacrificio tiene un
límite. Aunque no lo parezca, su capacidad en ese sentido es muy limitada. La
vida, pese a las vejaciones de la enfermedad, la humillación de la edad y los
desengaños del cuerpo vale aún la pena. Solo es necesario acomodarse a las
circunstancias, adaptarse a los tiempos, salvar lo que aún puede ser salvado.
Lo que vale la pena salvar se resume en
aspectos muy concretos. En primer lugar, la continuidad de un proceso. No por
una fe absurda en su futuro, sino por una utilidad práctica. Existen otros
lugares para los pocos años que aún espera le quedan por delante, pero ninguno
como la Isla. Contribuir a esa continuidad es su tarea principal en estos
momentos: demostrar que está vivo y está ahí. Sabe que su presencia es
necesaria para todo siga igual o para que lo que cambie no lo afecte. Una
permanencia que ya puede prescindir de inmiscuirse en todos los aspectos de la
vida cotidiana de los cubanos, pero que aún no puede renunciar a su estampa,
ahora modificada.
Lo segundo es un proceso de símbolos, de
imágenes que se han explotado hasta la saciedad durante decenas y decenas de
años. Por un tiempo se preparó a la población y a sus aliados para que
aceptaran ese nuevo papel: de guerrillero a viejo sabio, de estadista a
consejero, de lo invulnerable a lo frágil. Requirió todo un proceso, y eso es
lo que con habilidad realizó el régimen de La Habana: sin sobresaltos, pero sin
despertar ilusiones. Las constantes referencias a la edad, las advertencias sobre los abusos al
cuerpo en otra época, que de forma implacable le pasaron la cuenta a quien
parecía invencible. Pero sobre todo, para no dar pie a la posibilidad de una
derrota. No fue un destino estoico, una salida heroica o una inmolación. Para
símbolo de la entrega al ideal revolucionario ha bastado con el Che. Poco
importa si son sus restos o no los que se encuentran enterrados en Santa Clara.
Lo importante ha sido el hecho de que la Isla atesora su imagen. Lo demás es
secundario.
Fidel Castro le viene haciendo un favor a
sus seguidores. A veces no importa lo que escribe o lo que habla, otras sí.
Pero al final lo único que vale es que está ahí. Lo que escribe puede ser
interpretado como un conjunto de significados dispersos o simplemente una
muestra de torpes banalidades. Es válido argumentar que durante esta década sus
textos encierran una pluralidad de ideas o que se ha contradicho una y otra
vez: que se ha limitado a una interminable regresión de repeticiones destinadas
a no decir nada. Detenerse en sus cualidades intrínsecas es una trampa, porque
siempre han estado destinados precisamente a la inestabilidad, lo fortuito, a
la falta de una presencia evidente y a desviar la atención de lo fundamental:
perder el tiempo diciendo que en muchas ocasiones el exgobernante cubano
desvaría, que su mente pasa de un tema a otro obviando las leyes elementales de
la coherencia y que se entretiene en aspectos que guardan poca o ninguna
relación con lo que ocurre en Cuba no es más que seguir al pie de la letra los
propósitos que obedecen a su creación: hacerle el juego a Castro.
Una y otra vez, por ignorancia o
conveniencia, buena parte del exilio ha entrado en ese juego. Con una falta de
pudor absoluto en la lógica se ha corrido a
afirmar que el mandatario está “decrépito”, “enloquecido” y al borde la
muerte, y al mismo tiempo corrido a escuchar o leer sus palabras. Nunca un
enemigo tan supuestamente débil ha obtenido tanto con tan poco. Luego de diez
años el “Comandante en Jefe” es aún es capaz de movilizar a sus enemigos frente
a una pantalla, un texto o a la espera de una entrevista que se sabe no va a
despejar incógnitas. Como lograr tanto con tan poco merece al menos el
reconocimiento de una capacidad para entretener superior a cualquier programa
de televisión. Para empeorar aún más las cosas, Castro es capaz de entretener
aburriendo.
En esa batalla, no de idea sino de imágenes,
La Habana siempre le ha ganado la partida a Miami. Reconocerlo no es demostrar
fervor por la situación en la Isla, tampoco una muestra de simpatía. Es
simplemente decir la verdad. Basta contemplar las fotografías que aparecen en
este blog y en la prensa de todo el mundo.
La adulación que se refleja en la prensa
oficial de la Isla se ha extremado con la celebración de los 90 años de Castro.
Pero ese juego de resaltar el mito no impide avanzar tímidamente por otra
senda, casi siempre en apariencia, a veces en cuestiones importantes, pero
siempre preservando la esencia fidelista de conservar el poder. En muchos casos
en el exilio se ha caído en el agravante de un ejercicio voluntario de
masoquismo. Jugar la carta del pasado ha definido por muchos años la única
estrategia visible del exilio. Desde ese punto de vista, se entiende la
incapacidad para entender lo que ocurre en Cuba. El célebre slogan “No Castro,
no problem” ha resultado ser no mucho más que una calcomanía llamativa, para
colocar en el guardafrenos trasero del automóvil, que resume una forma de
pensar caduca, un círculo vicioso.
La verdadera pregunta, que se elude a
diario es Miami, es bien simple: ¿Cómo es posible que esa figura frágil
garantice aún la permanencia de un régimen? La repuesta difícil comienza por
reconocer que algo más que un caudillo en su ocaso juega un papel determinante
en la supervivencia de un sistema.
Ese jugar con las especulaciones y
desbaratarlas es típico de los Castro, ambos hermanos. Cierto que cuentan con
todo el poder que confiere un Estado totalitario, lo que permite que su
interlocutor se limite a una expresión idiota y complaciente en todo momento.
Contrario a las apariencias, el análisis
del estancamiento actual de la situación en la Isla debe partir de encontrar el
verdadero vector de freno a la evolución del proceso cubano: Raúl Castro. No es
Fidel quien frena a su hermano menor, quien ha impedido el avance de reformas y
cambios. Es el general de ejército el que aún no se siente seguro en la
guayabera de la presidencia, y la explicación es bien sencilla: falta de
imaginación. La clásica distinción entre el creador y el traductor. Donde uno
no se detiene, el otro duda. Esa carencia de imaginación de Raúl Castro y esa
falta de osadía, características escondidas bajo una apariencia de hombre
práctico y administrador eficiente, se han puesto de manifiesto durante esta
década. Ya no es necesaria la figura de Fidel Castro en su permanencia física
cotidiana. Basta con su imagen repetida, o apenas con su sombra constante.
viernes, 12 de agosto de 2016
Los nuevos cubanoamericanos por Trump
No sé la cifra. Quizá se conocerá después
de las elecciones. Impresiones y anécdotas. A eso se reduce todo. Comentarios,
detalles. Pero es un fenómeno interesante. Algunos —¿varios?, ¿muchos?, repito
que el número actual no me es posible precisarlo— cubanos que han llegado a
este país en los últimos diez o quince años son fanáticos de Donald Trump,
incluso antes de saber que existía. Si son ciudadanos y logran votar —otro
detalle que ignoro—, el magnate tendrá que agradecérselo a Fidel Castro. Solo
que este detalle ni lo sabe ni le interesa.
Las causas de ese fanatismo —lo siento,
pero no tengo una mejor palabra para catalogarlos— hay que buscarlas en su
formación. Es lamentable, pero se debe agregar que esa formación no fue buena.
Por supuesto que no es su culpa, pero tampoco tiene que ser su condena. Quizá
un día lo superen. Por otra parte, no soy optimista; nunca lo he sido, así que
para mí por el momento están condenados: son incapaces de comprender a este
país.
A quienes me refiero están formados por
una mezcla extraña: han asimilado, aunque no comprendido, lo peor de dos
mundos. Impedidos de distinguir matices. No es que lo vean todo en blanco y
negro. Es algo peor. No fueron creados en un mundo donde la posibilidad de cambiar
las circunstancias —políticas, sociales, económica— se consideraba, al menos,
una utopía; algo peor, una idea, una actitud, una conducta peligrosa. Así que
desde el principio decidieron que su única opción era sobrevivir a cualquier
precio.
En muchos casos alejados de su familia,
conviviendo con ajenos a los que no era prudente tratar como simples amigos e
incluso compañeros —esa palabra tan desvirtuada en Cuba, donde, a diferencia de
España, carecía de valor por completo, al punto de que en la actualidad se ha
suprimido totalmente—, y pasaron años con “tías y tíos” en los albergues,
profesores en las aulas, militantes como ellos en las reuniones políticas,
parejas por una noche en una cama o un surco: siempre con desconfianza, con
miedo a la traición; nunca manifestando su verdaderos sentimientos, sus
objetivos en la vida, si es que tenían alguno: fueron desclasados,
despolitizados, desposeídos, y por supuesto maltratados.
Luego llegaron a un país donde no
comprenden que beneficios, derechos e incluso privilegios no han caído del cielo,
sino que han sido necesarios años, décadas, siglos para conquistarlos. Y lo
primero que les ocurre es que son desagradecidos, pero sin saberlo. En
resumidas cuentas, la vida en Cuba los llevó a siempre fingir un agradecimiento
que ellos creían —y tenían razón en ello— carecía de méritos. Fidel, Fidel,
Fidel, y repetirlo resultó fácil porque la palabra no tenía valor. Oponerse no
solo era inútil, sino también tonto: un riesgo innecesario propio de idiotas. Y
así desarrollaron su capacidad de la forma más primitiva: lo elemental de la
ley de la selva.
No es extraño que en esa selva, tan
adentrada en su mente, Trump sea una especie de león al que se respeta: la
crudeza, el desplante, el desprecio, incluso la violencia algo que reconocer y
admirar.
Trump es el caudillo, el guía, el jefe,
pero con una diferencia fundamental para ellos: es el “máximo líder” que se
elige, no que les cayó impuesto desde antes de que nacieran. Y hay regocijo
precisamente en ello: que Trump no se calle nunca. Mientras más barbaridades
más regocijo. Un líder al que aplaudir y seguir alegremente, y si sale malo
poco importa, porque de otro peor fueron capaces de escapar.
Trump está en contra del “sistema” —no se
dan cuenta, por supuesto, que Trump es “el sistema”— y que bueno es estar al
fin en contra del “sistema”, sin por otra parte tener que arriesgar nada. Trump
los llena de una satisfacción que creian perdida, que nunca soñaron poder
alcanzar en Cuba. Claro que en Miami es muy fácil estar en contra del
Presidente —y es bueno que así sea—, pero mejor aún que pueda alardearse de
ello y convertir entonces un derecho democrático en una pequeña rebelión.
Rebelión a la que nunca aspiraron en Cuba.
Mejor todavía aterrizar en un lugar donde
se pueden reclamar derechos y al mismo tiempo no tener conciencia de que hay
que pagar por ellos. Más bonito todavía el estar dispuesto a negarse a
contribuir a que otros los tengan también.
Lo primero es que Trump no es un
“político”. Está aspirando a la presidencia de este país a través del mecanismo
establecido democráticamente para lograrlo y siguiendo —es verdad que en
ocasiones a regañadientes— los métodos creados para ello y doblegándose a ese partido cuando no le ha quedado más
remedio —por oportunismo y por cobardía— que nominarlo; pero dice que no es “un
político”, y que dulce resulta creerle.
Lo segundo es que Trump es un pillo, pero
eso lo saben y es otro motivo más para admirarlo: porque en Cuba se
acostumbraron que los pillos eran quienes vivían mejor, y si se puede ser pillo
sin peligro, y sin ser “político”, pues mucho mejor todavía.
Además de que Trump es rico y se hizo
rico a sí mismo —su herencia, $10, $100 millones como él dice, se olvida
enseguida—, sin necesidad de ser “político”, sin tener que militar en partido
alguno para tener casas y edificios en donde quiere y viajar a donde quiere y
comprar lo que quiere. Ni siquiera Fidel ha tenido tanto y Trump lo ha tenido
sin tener que meterse en la política. Si se mete ahora es porque quiere. Y qué
bueno eso de poder hacer lo que a uno le da la gana.
A Trump los otros lo envidian, pero ellos
no envidian a Trump. Saben que nunca serán como Trump y no les preocupaba
mucho, aunque en el fondo lo quisieran. Lo que de verdad saben que pueden es
soñar con Trump, junto a Trump, y que delicioso es compartir el sueño de Trump.
Pero lo mejor de todo es reírse de los
que dicen que Trump miente y que es irracional y que es despótico y traicionero
y vengativo, porque todo eso les deleita de Trump, que en resumidas cuentas sabe
como joder a otros y no le pasa nada.
Durante los años 90 y a principios de
este siglo se creyó que iba a producirse un cambio político en Miami, y que la
intransigencia de que tanto se acusaba y se acusa al llamado “exilio histórico”
—con razón y sin ella— iba a desaparecer; que el aislamiento hacia Cuba —en su
totalidad y no solo por razones políticas hacia el Gobierno de La Habana—
desaparecería. El cambio demográfico y la biología producirían una
transformación en Miami. Los demócratas se ilusionaron y los republicanos
estaban asustados.
Los republicanos vieron el peligro e
intentaron atajarlo —limitar contactos, remesas, viajes, incluso la llegada de
más cubanos— y estaban en lo cierto en sus temores. Los demócratas se limitaron
a repetir esa vieja tendencia que los sigue afectando de no hacer mucho y
esperar que los nuevos electores le cayeran no del cielo sino de Cuba.
Pues bien, vino el cambio y viajar a Cuba
cada vez es más fácil y frecuente y el dinero corre a conveniencia y los padres
y niños en la isla no tienen que preocuparse ni siquiera por los uniformes,
simplemente pedirlos a Miami. Pero no hay más demócratas, ni más republicanos,
al menos no gracias a los “recién llegados”, y lo que hay es más
independientes, gente que no se afilia ni a un partido ni al otro. Imposible
determinar de momento si esa tendencia en el Miami actual se debe a un solo
factor. Posiblemente no. Por otra parte no hay nada criticable en ser independiente
y votar ahora por unos y luego por otros o por los dos a la vez según convenga.
¿Pero no cabe la sospecha que tras esa tendencia se encuentre también una
actitud hacia el no comprometerse? ¿A evitar el descubrirse con una etiqueta,
una clasificación, una categoría?
A lo que sí ha contribuido este cambio
demográfico es a un hecho insólito hasta hace unos años: el tema Cuba ha
quedado fuera por completo de la campaña presidencial.
Quienes han crecido en la isla después
del 1ro. de enero de 1959 han estado demasiado “politizados” y huyen ahora de
la política. Falso. La “politización” fue otra falacia, alimentada en buena
medida por el propio régimen. Las generaciones posteriores a 1959 nunca
estuvieron politizadas, porque para ellas esa politización impuesta fue
simplemente obediencia, servilismo. Todo lo contrario, no creen en la política.
Y que mejor ahora que preferir a un candidato que también dice no creer en la
política, que reniega del establishment
político —aunque él es la esencia del establishment
económico— y que todo lo ve con la óptica del negociante.
Para Trump todo se reduce a la familia y
el negocio. Lo vimos en la Convención Republicana, por si aún teníamos duda.
Las mujeres de Trump, los que hacen negocios con Trump.
Mejor todavía, y más razón aún para tanta
admiración. Trump vende la idea de regresar el país no a un Estados Unidos del
ayer sino del mito. Ese Estados Unidos que por edad, por política, por
geografía quienes nacieron en Cuba después de 1959 no conocieron y siempre
anhelaron. El país detenido en sueños e ilusiones y del que quizá alguna vez y
en secreto los viejos le hablaron. Más que a una nación de añoranza un idilio
en forma de país. ¿Y cómo ahora nosotros vamos a querer que no voten por Trump?
jueves, 11 de agosto de 2016
Cuba y el trabajo esclavo
Casi un 60% de naciones se encuentra en
un alto riesgo de usar trabajo esclavo en sus cadenas de suministros, de
acuerdo a un nuevo índice global dado a conocer el jueves, que coloca a Corea
del Norte como el país que tiene el peor historial de trabajo esclavo en el
mundo. Por su parte, Cuba no figura en un lugar prominente en la relación.
Mediante el análisis del tráfico humano o
esclavitud, las leyes nacionales y la especificidad y profundidad de las leyes
para evitar este tipo de labor en 198 naciones, la firma de análisis de riesgo
Verisk Maplecroft encontró que 115 naciones se encontraban en un riesgo elevado
o extremo de utilizar esclavos.
“Pocas naciones en el mundo son
actualmente inmunes a la esclavitud moderna”, señaló Alex Channer, un destacado
analista de derechos humanos de Verisk Maplecroft.
Cerca de 46 millones de personas en todo
el mundo están viviendo como esclavos, obligados a trabajar en fábricas, minas
y granjas, vendidas para el comercio sexual, atrapadas en la servidumbre por
deudas o nacidas presas de un sistema que les obliga a la servidumbre, de
acuerdo al Índice Global de Esclavitud para 2016 del grupo de derechos humanos,
la Fundación Walk Free, informa la agencia Reuters.
El índice está destinado a ayudar a los
negociones en la identificación de los países con mayor riesgo de explotar
trabajo esclavo.
De acuerdo a la directora de la
fundación, Fiona David, se calcula que “dos tercios de los aproximadamente 46
millones de personas que viven en condiciones de esclavitud se encuentran en
Asia. Hablamos de trabajadores forzados en las fábricas de ladrillos, niños
mendigos en Afganistán y la India, gente que trabaja la tierra o en el sector
textil obligada por sus deudas. La creciente población y su integración en las
cadenas de valor globales de la región de Asia y el Pacífico puede dar como
resultado unos costos laborales muy bajos en la producción de bienes y
servicios que todos nosotros consumimos”, de acuerdo a una entrevista aparecida
en el servicio de radiodifusión alemán Deutsche
Welle.
En relación a Corea del Norte, la organización
estima que unos 100.000 ciudadanos fueron enviados fuera del país para trabajar
en condiciones equivalentes al trabajo forzado, a cambio de divisas para
Pyongyang.
El régimen norcoreano requiere trabajo
sin compensación económica por parte de adultos, niños escolarizados y
estudiantes universitarios, y opera un extenso sistema de campos de trabajo,
según apunta la fundación en su informe.
En el caso de Cuba, las cifras que brinda
la organización en su índice
son las siguientes:
Estimado de personas viviendo bajo un
régimen de esclavitud moderna: 37.800.
Porciento estimado de la población
viviendo en esclavitud: 0,332%.
Población: 11.390.000
Vulnerabilidad respecto a la esclavitud
moderna: 32,05/100.
Este último índice es inferior al
norcoreano (45,84/100) y también a los de Haití (43,65/100) y República
Dominicana (38,13/100). Por su parte, estos son los indicadores para Estados
Unidos (27,50/100) y España (24,16/100).
Respecto a la posición de predominio de
la esclavitud en los países, los indicadores son los siguientes (una posición
con mayor predominio ocupa los primeros lugares en el listado de 167 países):
Corea del Norte 1, Haití 8 y República Dominicana 8, Cuba 35, EEUU y España 52.
En diversas ocasiones ha sido denunciada
la explotación laboral de los ciudadanos por parte del Gobierno cubano.
Según un pacto entre Brasil y Cuba que
fue negociado por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), la agencia
regional dependiente de la Organización Mundial de la Salud de las Naciones
Unidas, el Gobierno brasileño le pagará a Cuba el equivalente de $4.080
mensuales —o casi $ 49.000 al año— por cada uno de los médicos cubanos,
escribió el periodista Andrés Oppenheimer en un artículo de agosto de 2013 que reprodujo el diario uruguayo
El País.
La Federación Nacional de Médicos
Brasileños, Fenam, ha dicho que “los contratos de los médicos cubanos tienen
todas las características del trabajo esclavo”. Según el contrato negociado por
la OPS, llamado Mais Medicos (Más
Médicos), Brasil le paga a Cuba los $ 4.080 mensuales por médico, y luego Cuba
le paga a los médicos una fracción del total. Y ahí está, precisamente, el
problema: ni Brasil, ni Cuba, ni la OPS dicen qué porcentaje del salario pagado
por Brasil le pagará Cuba a los médicos cubanos, escribe Oppenheimer.
Solidaridad sin Fronteras, una
organización con sede en Miami que ayuda a los médicos cubanos en todo el
mundo, dice que el Gobierno cubano paga a los médicos que trabajan en Brasil y
en otros países entre $250 y $300 mensuales, es decir alrededor del 7% del
salario pagado por Brasil al Gobierno cubano. El 93% restante va a parar a los
bolsillos del Gobierno cubano, dice el grupo. “Es un sistema de esclavitud
moderna“, me dijo en una entrevista Julio César Alfonso, presidente de
Solidaridad sin Fronteras, agrega el periodista.
En febrero de 2010, siete médicos y un
enfermero cubanos demandaron a Cuba, Venezuela y a la empresa estatal de este
último país PDVSA por presunta conspiración para obligarles a trabajar en
condiciones de “esclavos modernos”, como pago por la deuda cubana con el Estado
venezolano por suministro de petróleo, denunció Amnistía
Internacional.
Los demandados, “intencional y
arbitrariamente”, colocaron a los profesionales de la salud en “condición de
servidumbre por deuda” y estos se convirtieron en “esclavos económicos” y
promotores políticos, según el documento de la demanda presentada en EEUU.
El 22 de agosto de 2015 alrededor de
medio centenar de cubanos que abandonaron las misiones médicas de Venezuela se
concentraron en Bogotá para denunciar "el limbo legal" en que se encontraban
casi mil de ellos que permanecían a la espera de un visado para EEUU y habían
agotado su tiempo de estancia regular en Colombia
Según datos oficiales de Migración
Colombia, en total 720 cubanos habían ingresado en el país en lo que iba de año
de manera irregular tras desertar en Venezuela.
Actualmente, según esos datos, 117 de
ellos estaban a la espera del visado estadounidense, mientras que 603 ya habían
deportados en lo que iba de 2015.
Sin embargo, ese dato contrastaba con el
que manejaban los propios cubanos ya que, según explicó el médico José Ángel
Sánchez, desde enero hasta la fecha estimaban que alrededor de 1.600 habían
ingresado a Colombia.
“Nosotros somos esclavos modernos, tomé
la decisión de abandonar la misión para buscar una mejor solvencia económica”,
destacó entonces la médico Inalbis Lao Miniel.
Lao Miniel explicó que con el salario que
percibían en Venezuela “apenas cubren las necesidades básicas de cualquiera” y
debían vivir en infraviviendas, lo que hizo que se contagiara con dengue.
El problema de los cubanos que llegan a
Colombia en la búsqueda de una vía para llegar a EEUU continúa presente
actualmente.
En una información de Cubanet
se denunció las pésimas condiciones de vida en que se encontraban los presos
cubanos en los campamentos de corte de marabú y producción de carbón en 2015.
“Casi siempre están ubicados en lugares
distantes y solitarios, y por lo general
no permiten la visita de familiares para evitar que se conozcan las verdaderas
condiciones de vida de los reos que allí laboran“, relata la información de Cubanet.
“Declaraciones de algunos presos durante
una visita al Campamento de Reclusos de Guasimilla, en el municipio granmense
de Bayamo, trasladados allí desde la prisión Provincial de Las Mangas para
cumplir con parte de su castigo, desempeñándose como carboneros, ponen al
desnudo la lamentable historia de dolor y esclavitud moderna que viven a diario”,
agregaba Cubanet.
En julio de 2015 Cuba y Malasia salieron
de la lista de EEUU de países que no combaten la trata de personas y la
esclavitud moderna, una medida que fue criticada por un legislador demócrata y
activistas.
“Las mejoras a la calificación de Malasia
y Cuba son ejemplo de la politización del informe y el sello de aprobación a
países que no han tomado las medidas básicas para hacer honor a esta mejora”,
consideró entonces el senador demócrata Robert (Bob) Menéndez.
El 31 de julio de 2016 la agencia de
noticia oficial cubana Prensa
Latina publicó la información de que la primera ministra británica, Theresa
May, anunció ese día que el primer grupo especial confeccionado para hacer
frente a la esclavitud moderna va a ser establecido en Reino Unido, en aras de
erradicar dicho lastre.
“La ley de esclavitud moderna presentada
por May, primera de su tipo en Europa, permite la aplicación de nuevas
sanciones para aquellos que subyuguen o esclavicen a sus similares”, señalaba
Prensa Latina.
Es evidente que una ley similar no puede
establecerla el Gobierno cubano. Al menos que esté dispuesto a sentarse en el
banquillo de los acusados.
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