Stalin consideraba a los escritores y
artistas tipos impredecibles. Gente voluble, de una naturaleza sumamente
peligrosa. Prisioneros que admiten demasiado fácil las culpas inventadas, pero
que de igual forma luego se retractan. Siempre prefirió matarlos de forma
callada.
Demasiados revolucionarios en Cuba han
añorado ser escritores. Memorias, testimonios y diarios de combate terminaron
por llenar los estantes de las bibliotecas y por crear una bibliografía que
consume una enorme cantidad de tiempo. Encontrar un dato o una cita que merezca
la pena es una labor cada vez más ardua.
Primero fue Ernesto Che Guevara, con
ataques sin tregua —“El pecado original de los intelectuales cubanos es que no
son verdaderos revolucionarios”— y una vocación a veces frustrada por convertir
en literatura sus recuerdos de guerras. La realidad terminó por superar la
frase del guerrillero: lo peor de muchos revolucionarios cubanos es que han
pretendido ser intelectuales. Pero el Che era un hombre altanero.
Fidel Castro se apropió de un libro ajeno
por varias semanas de su larga convalecencia. Convirtió una larga entrevista y
un montón de declaraciones en una especie de testamento literario. Luego ordenó
una segunda edición de la obra y se dedicó a firmarla y regalarla a invitados
extranjeros. De pronto el libro era suyo. Lo había nacionalizado, intervenido,
incorporado al patrimonio de la Isla. Y todo ello simplemente para hacer realidad
una afirmación anterior. Al salir publicada la autobiografía de Gabriel García
Márquez confesó su envidia literaria. Quien era entonces gobernante y
comandante en jefe —y lo había sido, inflexible, por décadas— confesó con
modestia fingida y tardía que, de reencarnar, preferiría nacer como escritor.
Aquella declaración fue un desprecio más
a la nación cubana. Con ella echó por la borda su afán de lucha y cambios
sociales. Reconoció que todo lo hubiera cambiado por una labor más íntima: una
novela bien escrita, un verso logrado, el cuento que se vuelve a leer con
agrado semanas o años después de publicado. Se limitó entonces al deseo de una
tarea no emprendida. Culpó a la historia de tener que ser gobernante por tantos
años. Ya enfermo, quiso reparar ese error del destino. Se dedicó a apoderarse
de la labor de un periodista, para ilusionarse con una vocación que nunca
desarrolló. Quizá ahora, encerrado y enfermo, imagina poemas que nunca podrá
escribir.