Fidel Castro se ha deconstruido en los
diez últimos años. Cuando Castro se retiró del mando cotidiano del poder en
Cuba hizo una elección obligada. Entre el poder y la vida decidió por la
última. Se aferró a resistir al precio de sacrificarlo todo o casi todo. Ese
Alejandro que persiguió con un nombre repetido en documentos e hijos no es
ahora más que eso: un nombre, apenas un ideal, jamás un modelo. Mucho menos un
estilo de vida. Morir joven nunca entró en sus planes. Abandonar el poder
tampoco. Pero sabe adaptarse a cualquier circunstancia. Si el precio es muy
alto, no hay que pagarlo. Alejandro El Magno está bien para los libros de
historia, pero hace rato que ese destino quedó atrás y todo sacrificio tiene un
límite. Aunque no lo parezca, su capacidad en ese sentido es muy limitada. La
vida, pese a las vejaciones de la enfermedad, la humillación de la edad y los
desengaños del cuerpo vale aún la pena. Solo es necesario acomodarse a las
circunstancias, adaptarse a los tiempos, salvar lo que aún puede ser salvado.
Lo que vale la pena salvar se resume en
aspectos muy concretos. En primer lugar, la continuidad de un proceso. No por
una fe absurda en su futuro, sino por una utilidad práctica. Existen otros
lugares para los pocos años que aún espera le quedan por delante, pero ninguno
como la Isla. Contribuir a esa continuidad es su tarea principal en estos
momentos: demostrar que está vivo y está ahí. Sabe que su presencia es
necesaria para todo siga igual o para que lo que cambie no lo afecte. Una
permanencia que ya puede prescindir de inmiscuirse en todos los aspectos de la
vida cotidiana de los cubanos, pero que aún no puede renunciar a su estampa,
ahora modificada.
Lo segundo es un proceso de símbolos, de
imágenes que se han explotado hasta la saciedad durante decenas y decenas de
años. Por un tiempo se preparó a la población y a sus aliados para que
aceptaran ese nuevo papel: de guerrillero a viejo sabio, de estadista a
consejero, de lo invulnerable a lo frágil. Requirió todo un proceso, y eso es
lo que con habilidad realizó el régimen de La Habana: sin sobresaltos, pero sin
despertar ilusiones. Las constantes referencias a la edad, las advertencias sobre los abusos al
cuerpo en otra época, que de forma implacable le pasaron la cuenta a quien
parecía invencible. Pero sobre todo, para no dar pie a la posibilidad de una
derrota. No fue un destino estoico, una salida heroica o una inmolación. Para
símbolo de la entrega al ideal revolucionario ha bastado con el Che. Poco
importa si son sus restos o no los que se encuentran enterrados en Santa Clara.
Lo importante ha sido el hecho de que la Isla atesora su imagen. Lo demás es
secundario.
Fidel Castro le viene haciendo un favor a
sus seguidores. A veces no importa lo que escribe o lo que habla, otras sí.
Pero al final lo único que vale es que está ahí. Lo que escribe puede ser
interpretado como un conjunto de significados dispersos o simplemente una
muestra de torpes banalidades. Es válido argumentar que durante esta década sus
textos encierran una pluralidad de ideas o que se ha contradicho una y otra
vez: que se ha limitado a una interminable regresión de repeticiones destinadas
a no decir nada. Detenerse en sus cualidades intrínsecas es una trampa, porque
siempre han estado destinados precisamente a la inestabilidad, lo fortuito, a
la falta de una presencia evidente y a desviar la atención de lo fundamental:
perder el tiempo diciendo que en muchas ocasiones el exgobernante cubano
desvaría, que su mente pasa de un tema a otro obviando las leyes elementales de
la coherencia y que se entretiene en aspectos que guardan poca o ninguna
relación con lo que ocurre en Cuba no es más que seguir al pie de la letra los
propósitos que obedecen a su creación: hacerle el juego a Castro.
Una y otra vez, por ignorancia o
conveniencia, buena parte del exilio ha entrado en ese juego. Con una falta de
pudor absoluto en la lógica se ha corrido a
afirmar que el mandatario está “decrépito”, “enloquecido” y al borde la
muerte, y al mismo tiempo corrido a escuchar o leer sus palabras. Nunca un
enemigo tan supuestamente débil ha obtenido tanto con tan poco. Luego de diez
años el “Comandante en Jefe” es aún es capaz de movilizar a sus enemigos frente
a una pantalla, un texto o a la espera de una entrevista que se sabe no va a
despejar incógnitas. Como lograr tanto con tan poco merece al menos el
reconocimiento de una capacidad para entretener superior a cualquier programa
de televisión. Para empeorar aún más las cosas, Castro es capaz de entretener
aburriendo.
En esa batalla, no de idea sino de imágenes,
La Habana siempre le ha ganado la partida a Miami. Reconocerlo no es demostrar
fervor por la situación en la Isla, tampoco una muestra de simpatía. Es
simplemente decir la verdad. Basta contemplar las fotografías que aparecen en
este blog y en la prensa de todo el mundo.
La adulación que se refleja en la prensa
oficial de la Isla se ha extremado con la celebración de los 90 años de Castro.
Pero ese juego de resaltar el mito no impide avanzar tímidamente por otra
senda, casi siempre en apariencia, a veces en cuestiones importantes, pero
siempre preservando la esencia fidelista de conservar el poder. En muchos casos
en el exilio se ha caído en el agravante de un ejercicio voluntario de
masoquismo. Jugar la carta del pasado ha definido por muchos años la única
estrategia visible del exilio. Desde ese punto de vista, se entiende la
incapacidad para entender lo que ocurre en Cuba. El célebre slogan “No Castro,
no problem” ha resultado ser no mucho más que una calcomanía llamativa, para
colocar en el guardafrenos trasero del automóvil, que resume una forma de
pensar caduca, un círculo vicioso.
La verdadera pregunta, que se elude a
diario es Miami, es bien simple: ¿Cómo es posible que esa figura frágil
garantice aún la permanencia de un régimen? La repuesta difícil comienza por
reconocer que algo más que un caudillo en su ocaso juega un papel determinante
en la supervivencia de un sistema.
Ese jugar con las especulaciones y
desbaratarlas es típico de los Castro, ambos hermanos. Cierto que cuentan con
todo el poder que confiere un Estado totalitario, lo que permite que su
interlocutor se limite a una expresión idiota y complaciente en todo momento.
Contrario a las apariencias, el análisis
del estancamiento actual de la situación en la Isla debe partir de encontrar el
verdadero vector de freno a la evolución del proceso cubano: Raúl Castro. No es
Fidel quien frena a su hermano menor, quien ha impedido el avance de reformas y
cambios. Es el general de ejército el que aún no se siente seguro en la
guayabera de la presidencia, y la explicación es bien sencilla: falta de
imaginación. La clásica distinción entre el creador y el traductor. Donde uno
no se detiene, el otro duda. Esa carencia de imaginación de Raúl Castro y esa
falta de osadía, características escondidas bajo una apariencia de hombre
práctico y administrador eficiente, se han puesto de manifiesto durante esta
década. Ya no es necesaria la figura de Fidel Castro en su permanencia física
cotidiana. Basta con su imagen repetida, o apenas con su sombra constante.