No sé la cifra. Quizá se conocerá después
de las elecciones. Impresiones y anécdotas. A eso se reduce todo. Comentarios,
detalles. Pero es un fenómeno interesante. Algunos —¿varios?, ¿muchos?, repito
que el número actual no me es posible precisarlo— cubanos que han llegado a
este país en los últimos diez o quince años son fanáticos de Donald Trump,
incluso antes de saber que existía. Si son ciudadanos y logran votar —otro
detalle que ignoro—, el magnate tendrá que agradecérselo a Fidel Castro. Solo
que este detalle ni lo sabe ni le interesa.
Las causas de ese fanatismo —lo siento,
pero no tengo una mejor palabra para catalogarlos— hay que buscarlas en su
formación. Es lamentable, pero se debe agregar que esa formación no fue buena.
Por supuesto que no es su culpa, pero tampoco tiene que ser su condena. Quizá
un día lo superen. Por otra parte, no soy optimista; nunca lo he sido, así que
para mí por el momento están condenados: son incapaces de comprender a este
país.
A quienes me refiero están formados por
una mezcla extraña: han asimilado, aunque no comprendido, lo peor de dos
mundos. Impedidos de distinguir matices. No es que lo vean todo en blanco y
negro. Es algo peor. No fueron creados en un mundo donde la posibilidad de cambiar
las circunstancias —políticas, sociales, económica— se consideraba, al menos,
una utopía; algo peor, una idea, una actitud, una conducta peligrosa. Así que
desde el principio decidieron que su única opción era sobrevivir a cualquier
precio.
En muchos casos alejados de su familia,
conviviendo con ajenos a los que no era prudente tratar como simples amigos e
incluso compañeros —esa palabra tan desvirtuada en Cuba, donde, a diferencia de
España, carecía de valor por completo, al punto de que en la actualidad se ha
suprimido totalmente—, y pasaron años con “tías y tíos” en los albergues,
profesores en las aulas, militantes como ellos en las reuniones políticas,
parejas por una noche en una cama o un surco: siempre con desconfianza, con
miedo a la traición; nunca manifestando su verdaderos sentimientos, sus
objetivos en la vida, si es que tenían alguno: fueron desclasados,
despolitizados, desposeídos, y por supuesto maltratados.
Luego llegaron a un país donde no
comprenden que beneficios, derechos e incluso privilegios no han caído del cielo,
sino que han sido necesarios años, décadas, siglos para conquistarlos. Y lo
primero que les ocurre es que son desagradecidos, pero sin saberlo. En
resumidas cuentas, la vida en Cuba los llevó a siempre fingir un agradecimiento
que ellos creían —y tenían razón en ello— carecía de méritos. Fidel, Fidel,
Fidel, y repetirlo resultó fácil porque la palabra no tenía valor. Oponerse no
solo era inútil, sino también tonto: un riesgo innecesario propio de idiotas. Y
así desarrollaron su capacidad de la forma más primitiva: lo elemental de la
ley de la selva.
No es extraño que en esa selva, tan
adentrada en su mente, Trump sea una especie de león al que se respeta: la
crudeza, el desplante, el desprecio, incluso la violencia algo que reconocer y
admirar.
Trump es el caudillo, el guía, el jefe,
pero con una diferencia fundamental para ellos: es el “máximo líder” que se
elige, no que les cayó impuesto desde antes de que nacieran. Y hay regocijo
precisamente en ello: que Trump no se calle nunca. Mientras más barbaridades
más regocijo. Un líder al que aplaudir y seguir alegremente, y si sale malo
poco importa, porque de otro peor fueron capaces de escapar.
Trump está en contra del “sistema” —no se
dan cuenta, por supuesto, que Trump es “el sistema”— y que bueno es estar al
fin en contra del “sistema”, sin por otra parte tener que arriesgar nada. Trump
los llena de una satisfacción que creian perdida, que nunca soñaron poder
alcanzar en Cuba. Claro que en Miami es muy fácil estar en contra del
Presidente —y es bueno que así sea—, pero mejor aún que pueda alardearse de
ello y convertir entonces un derecho democrático en una pequeña rebelión.
Rebelión a la que nunca aspiraron en Cuba.
Mejor todavía aterrizar en un lugar donde
se pueden reclamar derechos y al mismo tiempo no tener conciencia de que hay
que pagar por ellos. Más bonito todavía el estar dispuesto a negarse a
contribuir a que otros los tengan también.
Lo primero es que Trump no es un
“político”. Está aspirando a la presidencia de este país a través del mecanismo
establecido democráticamente para lograrlo y siguiendo —es verdad que en
ocasiones a regañadientes— los métodos creados para ello y doblegándose a ese partido cuando no le ha quedado más
remedio —por oportunismo y por cobardía— que nominarlo; pero dice que no es “un
político”, y que dulce resulta creerle.
Lo segundo es que Trump es un pillo, pero
eso lo saben y es otro motivo más para admirarlo: porque en Cuba se
acostumbraron que los pillos eran quienes vivían mejor, y si se puede ser pillo
sin peligro, y sin ser “político”, pues mucho mejor todavía.
Además de que Trump es rico y se hizo
rico a sí mismo —su herencia, $10, $100 millones como él dice, se olvida
enseguida—, sin necesidad de ser “político”, sin tener que militar en partido
alguno para tener casas y edificios en donde quiere y viajar a donde quiere y
comprar lo que quiere. Ni siquiera Fidel ha tenido tanto y Trump lo ha tenido
sin tener que meterse en la política. Si se mete ahora es porque quiere. Y qué
bueno eso de poder hacer lo que a uno le da la gana.
A Trump los otros lo envidian, pero ellos
no envidian a Trump. Saben que nunca serán como Trump y no les preocupaba
mucho, aunque en el fondo lo quisieran. Lo que de verdad saben que pueden es
soñar con Trump, junto a Trump, y que delicioso es compartir el sueño de Trump.
Pero lo mejor de todo es reírse de los
que dicen que Trump miente y que es irracional y que es despótico y traicionero
y vengativo, porque todo eso les deleita de Trump, que en resumidas cuentas sabe
como joder a otros y no le pasa nada.
Durante los años 90 y a principios de
este siglo se creyó que iba a producirse un cambio político en Miami, y que la
intransigencia de que tanto se acusaba y se acusa al llamado “exilio histórico”
—con razón y sin ella— iba a desaparecer; que el aislamiento hacia Cuba —en su
totalidad y no solo por razones políticas hacia el Gobierno de La Habana—
desaparecería. El cambio demográfico y la biología producirían una
transformación en Miami. Los demócratas se ilusionaron y los republicanos
estaban asustados.
Los republicanos vieron el peligro e
intentaron atajarlo —limitar contactos, remesas, viajes, incluso la llegada de
más cubanos— y estaban en lo cierto en sus temores. Los demócratas se limitaron
a repetir esa vieja tendencia que los sigue afectando de no hacer mucho y
esperar que los nuevos electores le cayeran no del cielo sino de Cuba.
Pues bien, vino el cambio y viajar a Cuba
cada vez es más fácil y frecuente y el dinero corre a conveniencia y los padres
y niños en la isla no tienen que preocuparse ni siquiera por los uniformes,
simplemente pedirlos a Miami. Pero no hay más demócratas, ni más republicanos,
al menos no gracias a los “recién llegados”, y lo que hay es más
independientes, gente que no se afilia ni a un partido ni al otro. Imposible
determinar de momento si esa tendencia en el Miami actual se debe a un solo
factor. Posiblemente no. Por otra parte no hay nada criticable en ser independiente
y votar ahora por unos y luego por otros o por los dos a la vez según convenga.
¿Pero no cabe la sospecha que tras esa tendencia se encuentre también una
actitud hacia el no comprometerse? ¿A evitar el descubrirse con una etiqueta,
una clasificación, una categoría?
A lo que sí ha contribuido este cambio
demográfico es a un hecho insólito hasta hace unos años: el tema Cuba ha
quedado fuera por completo de la campaña presidencial.
Quienes han crecido en la isla después
del 1ro. de enero de 1959 han estado demasiado “politizados” y huyen ahora de
la política. Falso. La “politización” fue otra falacia, alimentada en buena
medida por el propio régimen. Las generaciones posteriores a 1959 nunca
estuvieron politizadas, porque para ellas esa politización impuesta fue
simplemente obediencia, servilismo. Todo lo contrario, no creen en la política.
Y que mejor ahora que preferir a un candidato que también dice no creer en la
política, que reniega del establishment
político —aunque él es la esencia del establishment
económico— y que todo lo ve con la óptica del negociante.
Para Trump todo se reduce a la familia y
el negocio. Lo vimos en la Convención Republicana, por si aún teníamos duda.
Las mujeres de Trump, los que hacen negocios con Trump.
Mejor todavía, y más razón aún para tanta
admiración. Trump vende la idea de regresar el país no a un Estados Unidos del
ayer sino del mito. Ese Estados Unidos que por edad, por política, por
geografía quienes nacieron en Cuba después de 1959 no conocieron y siempre
anhelaron. El país detenido en sueños e ilusiones y del que quizá alguna vez y
en secreto los viejos le hablaron. Más que a una nación de añoranza un idilio
en forma de país. ¿Y cómo ahora nosotros vamos a querer que no voten por Trump?