lunes, 19 de septiembre de 2016

La comezón del exilio


A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña, y comienza a manifestar un anticastrismo elemental que repite viejos dichos y esquemas, los mismos que quien ahora sufre el padecimiento en otra época no solo rechazó sino se burló de ellos.
También ocurre lo contrario, y el que es víctima del mal de pronto encuentra coincidencias y virtudes en lo que hasta ayer le producía repugnancia del castrismo.
No se trata de un problema ideológico, de cambio de posición y mucho menos hay una epifanía. Quizá la explicación sea más simple: cansancio, aburrimiento, ganas de ser distinto.
Confieso no ser ajeno al síndrome en ambas manifestaciones. Temo también que no exista inoculación. Que una y otra vez el fenómeno se repita.
Es posible que haya algo de envidia en ello, que se añore no ser como aquellos que se han mantenido firmes en uno u otro sentido.
Reconozco que con los años y las sucesivas olas migratorias llegadas a Miami he comenzado a sentir cierta simpatía por la rudeza de un anticastrismo elemental, propia de quienes en muchas veces —con razón y sin ella— he catalogado de “exilio histórico”. No deja de ser estimulante enfrentarse a alguien con ideas contrarias pero claras, y con un empecinamiento tan fuerte como honesto.
Si al parecer los nuevos votantes rechazan no solo las predicas y los políticos del republicanismo tradicional, sino se pronuncian en contra del embargo y a favor de los viajes a Cuba sin limitaciones, pero al mismo tiempo declaran que son partidarios de Donald Trump, poco queda por hacer.
Aunque el hecho cierto es que la comezón no respeta edades, ni años o décadas de exilio, por lo que puede afirmarse que casi nadie está a salvo de ella.
La ciencia, por su parte, no la toma en cuenta. No figura en los manuales médicos al uso y hasta el momento ningún seguro la cubre. Tampoco aparece en los cultos más o menos esotéricos. La astrología ni siquiera la desprecia y los brujeros están ocupados con otras cosas.
Algunos han intentado reducir a dos las explicaciones sobre la comezón del exilio. Una literaria y otra cinematográfica. La literaria se remonta y nos acerca a Rip Van Winkle, o de la historia condensada en un cambio de retratos para anunciar una taberna. Everyone Says I Love You es la explicación cinematográfica: algo ocurrido en el cerebro (¿un tumor?, ¿un bloqueo en las arterias?, ¿un episodio sin importancia?) temporalmente ha convertido en ultra reaccionario agresivo a un miembro de una familia liberal. Por suerte el orden natural de las opiniones se restituye antes de que termine la película.
Al final, lo más probable es que solo se trate de continuar en el exilio la senda oportunista amparada en el conocimiento de las “reglas del juego” o apenas el temor a perder privilegios. En total la ansiada “libertad” adquirida en Miami no pasa de unas cuantas ventajas económicas y la práctica de un cinismo de café con leche con el que se intenta cubrir la cobardía.
La comezón del exilio viene muy bien a la tendencia impuesta desde hace décadas, en ambas costas del estrecho de la Florida, a mantener una conspiración de los extremos: volver una y otra vez a remedar un modelo caduco.
Sin embargo, cabe la sospecha de que estas burdas explicaciones no sean más que la costumbre de politizarlo todo, existente en Miami. Quizá el padecimiento sea simplemente consecuencia del cambio climático. Pero hasta ahora no se ha encontrado una institución, universidad o academia que esté dispuesta a dedicarle parte de su presupuesto, para investigar el asunto.
Esta es mi columna en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 19 de septiembre de 2016.

lunes, 5 de septiembre de 2016

A la espera de mi “vuelo histórico”


El periodista Michael Weissenstein acaba de realizar lo que considera un “vuelo histórico”. Lastima que para otros estadounidenses la posibilidad de llevar a cabo un viaje similar, con iguales facilidades, no deja de ser una ilusión.
Weissenstein, jefe de la oficina de prensa de la Associated Press en Cuba, fue uno de los pasajeros del primer vuelo comercial a la isla desde territorio estadounidense en más de medio siglo.
El corresponsal describe con asombro y entusiasmo lo fácil y económico que le resultó, por primera vez, regresar al país donde ahora trabaja. Cuenta que ocupó el asiento 4B durante la travesía de 45 minutos, realizada el pasado miércoles, y que solo le tomó tres minutos sacar el boleto electrónico en el website de la aerolínea JetBlue, que le costó $98.90. Agrega que por $35 adicionales pudo llevar además otras cien libras de artículos que resultan casi imposibles de conseguir en Cuba: “azulejos de porcelana para la cocina, bandejas de cubitos de hielo, un vestido de diseñador para mi prometida”.
Está feliz porque quedaron atrás los boletos impresos, las largas filas y los pagos excesivos por los bultos adicionales que por lo general tiene que cargar cualquiera que viaja a Cuba, donde el equipaje de viajero no es tal, sino una larga lista de encargos, provisiones propias de quien viaja a la selva y cosas que uno nunca piensa meter en la maleta cuando se va a muchos otros destinos.
Me alegro por Weissenstein, pero no puedo compartir su arrebato. En este caso no me refiero a la aún existente —y más que todo aparente— prohibición aún en pie para que los ciudadanos de este país puedan abiertamente dedicarse al sano placer de disfrutar de un viaje turístico a la isla. Solo que en la práctica dicha prohibición no llega siquiera a la categoría de papel mojado en cualquier playa.
“Para los estadounidenses, el tedioso proceso de viajar a Cuba es, de repente, un proceso casi sin dificultades. Una declaración jurada federal se ha convertido en una casilla en que uno hace un clic con el ratón de la computadora, en el sitio web de una aerolínea. Usted puede comprar visas cubanas en los aeropuertos de Estados Unidos. De repente, una escapada de fin de semana a Cuba es realmente posible para millones de estadounidenses”, escribe Weissenstein, y tiene razón para su euforia.
Por lo demás, ya es hora de poner fin a esa farsa, y dejar que quienes viven en Estados Unidos y deseen hacer turismo en Cuba puedan llevarlo a cabo sin tener que pensar en una excusa tonta que nadie pregunta.
Hay sin embargo otra prohibición, que no tiene que preocupar a Weissenstein, porque no nació en Cuba.
Es la prohibición a entrar en Cuba, para los que salieron del país después de 1970, con otro pasaporte que no sea el cubano.
Sucede que uno es ciudadano norteamericano por naturalización, y que por lo tanto este país generosamente le otorga iguales derechos a los que tiene cualquier otro estadounidense nacido aquí. Por supuesto, salvo el poder aspirar a la presidencia, aunque en este momento no quedan muchas ganas de pertenecer a ese club “exclusivo”.
Ahora bien, La Habana niega lo que Washington concede. Y si, por casualidad, simple añoranza o necesidad familiar, ocurre que esa persona nacida allá, pero que desde hace décadas vive aquí —y vota aquí y paga los impuestos aquí y piensa retirarse o se ha retirado aquí y espera morirse aquí— quiere volver a donde nació, tiene que… volver a ser cubano en los papeles. Lo que no es más que una traición al país que lo acogió y un precio difícil de pagar por un viaje. Aunque el boleto de ida o vuelta ahora solo cueste menos de cien dólares.
Esta es mi columna en El Nuevo Herald, que aparece en la edición del lunes 5 de septiembre de 2016.

La comezón del exilio revisitada

A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemen...