Si en esta ocasión al exilio de Miami no
le tocó poner el muerto, sí quedó a su cargo la socorrida elaboración de
chistes, el cacareo y demás artilugios para hacer más pasadera la larga noche
en vela. Y lo ha hecho realmente bien.
Aquí no se intenta criticar la salidera a
la acera, el gritar y bailar en la calle, porque ese es uno de los tantos
derechos —mas o menos pueriles— de la democracia. Tampoco de convertir en acto
de reafirmación patriótica el bailar salsa, algarabía convertida en ilusión
cívica cuando no hay nada mejor que argumentar.
En Miami los cubanos han puesto el baile,
y dejado a Trump que les resuelva el problema, me comentaba un amigo
periodista. Nada nuevo por otra parte. Que sea
Donald Trump el presidente estadounidense que finalmente quede asociado
con el “fin del castrismo” no deja de encerrar un destino acorde: “y ahí
estará. Como dijo alguien, esa triste, infeliz y larga isla estará ahí después
del último indio y después del último español y después del último africano y
después del último americano y después del último de los cubanos, sobreviviendo
a todos los naufragios y eternamente bañada por la corriente del golfo: bella y
verde, imperecedera, eterna”, a la espera de casinos y campos de golf —ajenos y
propios— para los cuales al parecer siempre fue destinada, desde que surgió de
las aguas: víctima y señora de lo fortuito y espurio: dueña y esclava de un
mandato irreversible, no por la historia sino por la geografía.
Nadie mejor que Trump para ese destino. Aunque
hay que asumirlo con desparpajo y sin solemnidad. Y aquí es donde el exilio de
Miami se disfraza para adquirir su definición mejor, solo que oculta tras un
manto piadoso donde la perdición se convierte en fantoche del santo reproche,
en asedio de bisutería, y el desengaño adquiere carta de nacionalidad. Entonces
la tragedia de una isla, en que siempre ha imperado la violencia, se transforma
en algarabía y todo lo político —que aspira a la historia y a trascender lo
cotidiano trastornado en eternidad— se reduce a ruido.
“Muerte de Castro energiza al exilio
cubano”, titula el periódico local. Pero ese vigor y vehemencia descubre más un
anhelo que una realidad. “El exilio ha sobrevivido a Castro”, y lo pueril de la frase, repetida en las redes
sociales, evidencia el error de considerar al exilio un fin en sí mismo: la
existencia de una exclusión transformada en una perpetuidad asumida en razón de
virtud y no como condena.
Lo que se justifica desde el punto de
vista ético salta al terreno político y se apropia de la biología para reclamar
una victoria que no le pertenece; obvia el final tranquilo del guerrero para
exigir un triunfo; gracias a una sorpresiva noticia a media noche, luego de un
día gastado en compras.
Aunque desde el punto de vista emocional
existen otros motivos para el bullicio que ese exilio llamado “vertical” o “histórico”
—en última instancia el único que realmente sigue monopolizando la definición—
hace suyo.
No importa que muchos de los que han
bailado en las calles de Miami tengan pocos motivos para reclamar la motivación
del “dolor del exilio”. Porque es probable que por circunstancias y edad dicho
dolor les resulte ajeno y hasta hace poco o algo más participaron en actos de
repudio en Cuba, y no fueron indiferentes —quizá no pudieron ser indiferentes—
a una definición que seguramente ahora justificarán a través de la represión,
pero que siempre les dejó abierta la puerta a una indiferencia —ese “yo no
coopero’, consigna del exilio que jamás ha arraigado en la Isla— que hasta este
momento, y nada indica que no será así en el futuro, se echa a un lado en favor
de la espera, ya sea en la forma del providencial viaje de visita o salida, o cualquier
otra solución que llegue desde el exterior.
Y así han renacido dos esperanzas en ese exilio:
el levantamiento popular en Cuba y la feliz coincidencia —para ellos— de un
nuevo presidente en Estados Unidos. Ambos distantes, pero asumidos como
propios. Se celebra la desaparición física de Fidel Castro, pero también el fin
del Gobierno de Barack Obama.
Sobre la esperanza primera solo cabe
destacar un olvido inconveniente. La muerte del mayor de los Castro llega tras ocurrido
un proceso de sucesión que, en su momento, ese mismo exilio dijo que “no iba a
permitir”, y que otra administración estadounidense —de afinidad demostrada y
no simple conjetura como la de Trump— no hizo nada por obstaculizar.
Respecto a la segunda solo cabe añadir
que responde a esa eterna fe gratuita, tan arraigada en el exilio, en el deus ex machina. Los cubanos de Miami no
son griegos, pero lo parecen. Ahora Trump es el nuevo dios al que se rinden
embelesados desde excomunistas, y recalcitrantes de recia extirpe, hasta recién
llegados en busca de un caudillo que sustituya al que dejaron detrás.
Trump prometió revertir las medidas adoptadas
por el presidente Obama si el Gobierno de Cuba no ofrece “un mejor acuerdo”.
Así de sencillo. Y ello ha bastado para los grito de júbilo. No importa que
dicha declaración —emitida por un presidente electo, pero aún no en funciones—
se limite a repetir promesas de campaña. Tampoco importa mucho el historial de
alguien que hoy dice una cosa y mañana otra. Lo dijo Trump y basta.
“Si Cuba no está dispuesta a hacer un
mejor acuerdo para el pueblo cubano, el pueblo cubanoamericano y Estados
Unidos, voy a terminar el acuerdo”, escribió Trump en su cuenta de Twitter.
Ahora Trump es el garante del futuro
cubano y los llamados “líderes del exilio” están contentos con ello. ¿Y cuál es
el “pueblo cubanoamericano”?, ¿todos los pertenecientes a la comunidad cubana
—en Miami y otros lugares de Estados Unidos— o los que votaron por él?
Más apegada a la realidad fue otra
declaración, del futuro jefe de gabinete, Reince Priebus, quien dijo el domingo
que Trump aguardará a ver “algunos movimientos” del Gobierno cubano en cuanto a
las libertades en la Isla para decidir cómo será su relación y, de no haberlos,
revertirá el acercamiento entre ambas naciones iniciado en diciembre de 2014.
Esta opción, no difícil de vaticinar, fue una posibilidad ya descrita en CUBAENCUENTRO.
Puede argumentarse que ambas
declaraciones dicen lo mismo, pero no son iguales. Priebus marca una distancia,
una espera, que supera el entusiasmo temprano. Y en “algunos movimientos” caben
tanto esperanzas como incógnitas, y no hay definiciones extremas.
Sin embargo, ha bastado que Trump llamara
a Castro “brutal dictador” y que el vicepresidente electo, Mike Pence, se
refiriera al “tirano Castro” y lo que es más: incluso escribiera, ¡en español!,
la frase “Viva Cuba Libre”, para que el optimismo reine entre los que en Miami
siguen empeñados en que EEUU resuelva sus supuestos problemas.
Lo que pasa con las frases de Trump y
Pence es que no dejan de ser declaraciones para la galería, o si se quiere para
los que fueron sus electores, aunque no sus electores decisivos.
En realidad no hay acuerdo alguno entre Washington
y La Habana, y el cambio en la política estadounidense depende de factores
diversos. No hay nada que indique que, de pronto Trump va a convertirse en
defensor de la libertad, la democracia y los derechos humanos en Cuba o en
cualquier parte del mundo, porque esa nunca ha sido su vocación y en su
historial no hay tampoco acción o declaración alguna que indique este objetivo.
Aunque no por ello hay que descartarlo de entrada. Solo que dicho escenario no
está libre de aspectos que, al parecer, Trump desconoce o no toma en cuenta.
El primero de ellos es que saber si el
nuevo presidente está dispuesto a crear un clima de inseguridad —y la
posibilidad de una situación caótica— a noventa millas del territorio
estadounidense, algo que anteriores presidentes —tanto republicanos como
demócratas— han rechazado de plano y los ha obligado a mantener la cautela,
como hizo George W. Bush cuando se inició la sucesión en la Isla.
Luego que esa especie de “renacimiento”
del exilio “histórico” pasa por alto la actual realidad cubana.
Si algo se ha demostrado en los últimos
días es la distancia entre Miami y La Habana, al menos en lo que respecta a
esos “líderes del exilio”, y algunos disidentes que dependen del financiamiento
estadounidense.
Incluso esa disidencia ha optado, en
estos momentos, por la prudencia, en una actitud que reproduce lo ocurrido
durante el anuncio de la trasmisión “temporal” de Fidel Castro a su hermano.
Pero lo fundamental es el continuo aferrarse
a la ilusión de un Castro, el de entonces, que ya no era el mismo, y ahora está
muerto.
Ni la Cuba actual es la Fidel Castro hace
más de diez años, ni el hecho de que Miami continúe siendo la ciudad más
fidelista del mundo —y hasta el momento la única referencia de Trump respecto
al caso cubano— determina, como un absoluto, el futuro de Cuba.
Algo que, por supuesto, no es suficiente en
Miami, para abolir la ilusión de una Trump Tower en Cuba.
Lo que falta por ver es qué papel tendrá en tal edificación GAESA. Y si de pronto Trump no descubre que Luis Alberto Rodríguez López-Callejas no es más que, simplemente, su hombre en La Habana. Claro que entonces, la pregunta pertinente es si Raúl les dejará a ambos ese papel. Y eso es lo que realmente queda, para después del velorio y los chistes.
Lo que falta por ver es qué papel tendrá en tal edificación GAESA. Y si de pronto Trump no descubre que Luis Alberto Rodríguez López-Callejas no es más que, simplemente, su hombre en La Habana. Claro que entonces, la pregunta pertinente es si Raúl les dejará a ambos ese papel. Y eso es lo que realmente queda, para después del velorio y los chistes.