Una y otra vez circuló el rumor. Una y
otra vez nos burlamos de “la bola”. Una y otra vez alentamos una ligera
esperanza de certeza.
Por años se pasó, de la preparación para
la muerte de Fidel Castro a unas expectativas más tenues. Como si el proceso
de dilución de su figura —que se inició desde que enfermara— fuera
convirtiéndose en un rastro, un humo de algo cuya causa de origen no terminara
por extinguirse.
En última instancia siempre quedaba la
posibilidad de un elemento de sorpresa. Resulta curioso no estar listo para
algo inevitable. Creo que fue un sentimiento compartido, salvo por quienes
tienen la tarea de no dejarse sorprender. No se trataba de los planes de
contingencia en Miami, Washington y La Habana. Menos aún de los periódicos, que
a cada rato desempolvaban el obituario y le agregaban nuevos datos. Nada que
ver con los políticos: más de uno dedicó años a trazar una estrategia para este
día, y su carrera terminó consumida por el tiempo u otras causas.
Hace años un amigo me repetía que, cuando
ocurriera, quería estar en un país desconocido, donde se hablara una lengua que
él ignoraba, se escribiera en un alfabeto que le resultara indescifrable y las
imágenes estuvieran prohibidas. Un jefe de redacción dominical nos repetía con
frecuencia su anhelo —casi su ruego— de que esa muerte ocurriera precisamente
ese día de la semana, cuando estaba a su cargo la edición del periódico, y
publicar un titular a grandes letras con solo la palabra “Murió”. Era un sueño imposible,
que incluso despertaba burlas entre nosotros, el resto de los editores de mesa;
porque sabíamos que tal titular jamás sería aceptado. Aquel jefe de redacción
dominical falleció hace ya años, sin sufrir nunca la frustración del titular
rechazado, pero sin disfrutar la alegría que estoy seguro le hubiera producido
la noticia.
Y así también ahora es el momento de
recordar a tantos otros, que no pudieron disfrutar de tal alegría o consuelo,
porque con Fidel Castro —incluso tras estos años que su figura fue apagándose
pero no por ello dejó de estar presente— no caben términos medios, y el hecho,
la verdad, lo esperado, despierta o alienta pasiones de todo tipo.
En lo personal también es el momento de
acordarse de padres, hermanos y amigos. Curioso que la muerte de alguien tan
ajeno, pero a la vez obligatoriamente cercano por un tiempo —y aquí cada uno
puede agregar la duración definida de ese tiempo— provoque tantos recuerdos
mezclados. Es el momento también de otros muertos: fusilados, suicidados,
equivocados o ilusos más o menos heroicos
Ayer viernes por la noche —precisamente a
la hora que al parecer Fidel Castro moría— surgió un comentario casi casual,
mientras hablaba con el periodista Rui Ferreira.
Era el hecho de que el exgobernante no
hubiera recibido a Justin Trudeau. Algo singular, debido a la conocida e
histórica amistad entre este y Pierre Trudeau, el padre del actual primer
ministro de Canadá. Recordamos además que tal hecho había ocurrido un día
después de que Castro se había reunido con el líder vietnamita Tran Dai Quang.
Pero solo le dedicamos al asunto unos pocos minutos. Rui me dijo además que tras
la visita a La Habana del presidente de Portugal, Marcelo Rebelo de Sousa —quien
también se había reunido con el exgobernante—, un asesor del Gobierno de ese
país le había comentado que tenía la impresión de que al anciano líder lo
mantenían con vida gracias a los medicamentos, y que en todo momento Dalia Soto del Valle se había
mantenido junto a Castro, siempre con un pañuelo blanco en las manos.
Hablamos un poco más del tema, pero no
mucho, porque el fantasma del eterno rumor estaba con nosotros. Y quizá ahora
tampoco tengan sentido tales divagaciones, y la no visita del premier
canadiense no obedeció a motivos de salud sino a otras causas.
Pero más allá de cualquier especulación,
la noticia es definitoria. Hay un ciclo que se cierra. Aunque persistirán muchas
preguntas sobre su trayectoria —si esto o aquello hubiera ocurrido, entonces
qué—, ha llegado la hora del significado final de las acciones de quien —de una
forma u otra— influyó en millones de vidas. Una influencia que fue disminuyendo
con los años, hasta un estar pero no estar que dejaba abierta todas las
interrogantes y no ofrecía respuesta alguna.
No fue fácil acostumbrarse a la idea de
que Castro no iba a ser juzgado, condenado o al menos enfrentado a sus errores
y desmanes. Sin embargo, se convirtió en una realidad que aún nos afecta.
Asistimos a un momento singular, en que
el pasado y el futuro compiten en cada cual por imponerse. Castro ha muerto, y
cuánto muere o renace con él se reduce en buena medida a la incertidumbre.
Alegría, pena, duda, rencor. La respuesta la tiene cada cubano, y ahora, quizá
más que nunca, lo define: lo acerca o lo aleja del muerto.