jueves, 22 de diciembre de 2016

¿Cuántos posibles Fidel Castro ha engendrado Cuba en su relativa breve existencia?


“¿Qué hubiera pasado de triunfar el asalto a Palacio?”, le pregunté a principios de la década de 1970 a Alberto Mora en Cuba.
“Una guerra civil”, me respondió. “Querrás decir «otra guerra civil»”, quise aclarar. “No, la misma guerra. Solo que entonces sin el pretexto de derrotar a Batista”, me contestó Alberto.
Pese al tiempo transcurrido, no hemos logrado librarnos de respuestas trilladas, o de repetir cualquier versión pueril de la historia de Cuba. Ninguna figura como la de José Antonio Echeverría para evocar la imagen del héroe que se sacrifica por la patria. Ninguna muerte tan a propósito para lamentarnos del trágico destino de la Isla. Como en una película que se repite, el líder estudiantil cae en un encuentro fortuito con una perseguidora, tras abandonar la emisora Radio Reloj, luego de anunciar la muerte de Fulgencio Batista.
José Antonio no debió de morir —/¡Ay, de morir!—. Al igual que con José Martí, una acción abrupta tuerce el rumbo de la nación. Una escaramuza en el Siglo XIX; un llamado al pueblo por la radio en el XX.
El joven no perece en la acción principal. Unos minutos antes o después, y podría haberse salvado, como ocurrió con algunos de los que lo acompañaban.
En ambos casos —el poeta y el estudiante de arquitectura— se habla de un ir hacia la muerte.
El culto a los héroes engrandece las páginas de historia, pero también nos permite el refugio de la tragedia como justificación de las limitaciones de un país o de una época.
Si José Antonio no hubiera muerto, Fidel Castro no estaría gobernando Cuba.
El pesar encubre la superficialidad de la afirmación, permite pasar por alto hechos y situaciones. Culto a los héroes que se adapta a conveniencias e ideologías. Dos hombres con igual nombre y destino trágico. Otro que elude todos los riesgos y triunfa.
Alberto, que creía en la historia como un ateo convencido, pensaba que el destino final era el triunfo de Fidel Castro. Su padre había sido uno de los principales organizadores de aquel asalto —él no participó en la acción porque se encontraba preso— cuyo fracaso algunos creían benefició a Movimiento 26 de Julio. Pero ni siquiera la muerte de su padre en la intentona lo desviaba de la convicción de que, al final, se hubiera impuesto Castro. No era una visión pesimista, aunque tampoco dejaba margen al azar o la espontaneidad: el héroe era simplemente un instrumento de la historia y para algunos la misión era simplemente morir.
Fue fiel a este hegelianismo implacable, disfrazado en su momento de marxismo. Meses después de esa conversación se dio un tiro, para engrandecer la lista de los suicidios políticos de la Isla.
No hay que abusar del determinismo para comprender que si esa tarde del 13 de marzo de 1957 José Antonio Echeverría se hubiera salvado —y si además hubiera sobrevivido a cualquier otra situación peligrosa que le aguardaba—, este hecho de por sí no resultaba garantía suficiente para impedir el triunfo de Fidel Castro.
Desde el golpe de Estado de Batista —y tras agotarse los intentos para alcanzar una solución pacífica a la crisis provocada por este hecho inconstitucional—, se suceden los hechos, pactos y alianzas que encubren, disimulan por un momento, logran una tregua momentánea o aceleran en otros casos una lucha persistente por alcanzar el poder, con intenciones que van más allá del derrocamiento de dictador. El 10 de marzo no es un paréntesis en la historia de Cuba. Más bien la conclusión de una etapa.
Otro golpe
En 1951, Aureliano Sánchez Arango, ministro de Educación del gobierno Auténtico de Carlos Prío Socarrás, acusó a Eduardo R. Chibás —el más popular político cubano del momento— de especular con el café y explotar a los campesinos. Chibás, al frente del Partido Ortodoxo, respondió con otra denuncia: el ministro estaba enriqueciéndose con los fondos del desayuno y material escolar y, con el dinero sustraído, construyendo un reparto en Guatemala. Luego, al no poder demostrar los cargos, Chibás amplió su ataque. Argumentó que el verdadero negocio guatemalteco del ministro y el presidente Prío era el establecimiento de un imperio maderero.
Ante la imposibilidad de probar sus acusaciones, Chibás se disparó un tiro en el bajo vientre, el 5 de agosto de ese año, y murió 11 días más tarde. Su entierro, convertido en una demostración masiva de repudio al gobierno auténtico, hizo que Prío estuviera listo para la fuga, temeroso de que la manifestación de duelo se dirigiera al Palacio Presidencial.
El suicidio de Chibás abrió las puertas al golpe de Estado de Batista, que se produce unos meses más tarde. Lo ocurrido esa tarde de domingo galvanizó la situación que llevó a Fidel Castro al poder. Un disparo único de arma corta fue el detonante de una crisis nacional que aún persiste.
Un par de pequeños detalles en este hecho trágico ayudan a comprender lo que ocurriría después.
Chibás se suicida durante la transmisión de su popular programa radial. Luego, la revista Bohemia publica en portada la imagen del cadáver del político con un ejemplar de la publicación colocado sobre el pecho, entre sus manos inertes. El título de portada: “Con el último ejemplar de Bohemia entre sus manos”.
El alcance de estos dos detalles, a primera vista anecdóticos, trasciende lo ocurrido. El suceso real se convierte en parábola, para marcar el destino de la nación, por una vía iniciada con anterioridad, pero que a partir de este momento será definitoria: la violencia como recurso socorrido para zanjar una disputa  (en este caso Chibás la ejerce contra sí mismo, pero por lo general será contra el otro).
Antes que Castro, sectores radicales del Autenticismo y la Ortodoxia se inclinaron a favor de la violencia política.  El factor emocional —llevado al extremo del irracionalismo— como estímulo para impulsar la actitud ciudadana. La foto y el título en la revista Bohemia son ejemplo de ello. Muchas de las imágenes de esta publicación, aparecidas durante los intervalos sin censura tras la instauración de Batista, y especialmente en los tres números especiales editados luego del primero de enero de 1959, jugarán un papel primordial en el acondicionamiento de estado de ánimo nacional que será aprovechado al máximo por Castro.
No es que las imágenes no fueran reales. Lo eran. Pero su explotación con fines sensacionalistas contribuyeron a la aceptación o asimilación de un orden que poco a poco —o a veces de forma vertiginosa— se impuso como una salida a la crisis del país.
La violencia
En última instancia, el uso de la violencia, para reprimir a la oposición, fue lo que llevó a la caída del régimen de Batista, como ha señalado el profesor Jorge Domínguez. La violencia se convirtió el recurso más empleado frente a la ilegitimidad del gobierno establecido tras el golpe de Estado de 1952.
El problema de la débil legitimidad gubernamental antecede al acto de Batista, porque tiene sus raíces en la corrupción rampante y en la relativa incapacidad de dos instituciones establecidas por la Constitución para el desarrollo del Estado de derecho y el avance político del país: la Corte Suprema y el Congreso.
Tras el 10 de marzo, el camino electoral con Batista en el poder es cada vez más cuestionado. Unas elecciones celebradas bajo su gobierno no son percibidas como fuente de legitimidad. No es por gusto —por otra parte— que en un primer momento Castro acuda a la figura de un magistrado, Manuel Urrutia, para otorgarle ese viso de legitimidad que necesitaba al inicio, mientras afianza su poder.
La explicación a este hecho es relativamente sencilla cuando se miran las cifras, pero mucho más compleja cuando trata de comprender como estos números, al tiempo que son reales, paradójicamente no se ajustan a la realidad.
A finales de 1957, a un año de tomar el poder, Castro contaba con menos de 300 hombres bajo las armas. Al siguiente año lanza dos columnas invasoras, cada una con menos de 150 miembros. Pese a los paralelos históricos que el Gobierno de La Habana se ha empeñado en mantener a lo largo de los años, dichas fuerzas y los combates que sostuvieron no se comparan con la campaña de la invasión llevada a cabo durante la Guerra de Independencia.
No es hasta el otoño de 1958, a pocos meses de su triunfo, que las fuerzas revolucionarias comienzan realmente a hacer mella en la economía del país. Hasta entonces las zafras azucareras han sido todo un éxito y el desarrollo económico sostenido (lo que no eclipsa la enorme desigualdad de ingresos ni tampoco las injusticias sociales).
¿Cómo comprender entonces este éxito que en primer lugar desafía el esquema marxista del eslabón más débil?
La propaganda
Para explicar las claves que llevan a Castro al poder hay que ir mas allá de la mencionada represión. El segundo factor decisivo para su triunfo es el hábil uso de la propaganda.
La prensa nacional, que contaba con 16 diarios en 1959, un amplio número de cadenas de radio y una televisión sumamente avanzada no solo fue incapaz de influir para el logro de una solución negociada del conflicto, sino que en buena medida —de forma consciente o inconsciente— contribuyó a la victoria castrista. Esto no quiere decir que se tratara de un medio cómplice, en la mayoría de los casos —en lo que respecta a la prensa cubana (la norteamericana es otro asunto)—, sino que la situación del país no lo permitía, al no existir en aquellos momentos las condiciones para una solución democrática que hubiera podido impedir la llegada del castrismo al poder.
En términos políticos generales parecía posible una salida democrática hasta 1956, si Batista hubiera mostrado una actitud negociadora similar a la que tuvo a finales de la década de 1930, y cedido frente a la idea de una asamblea constituyente, propugnada por Carlos Márquez Sterling, Jorge Mañach y José Pardo Llada, entre otros. Pero tras sus declaraciones no había un interés genuino de negociar, sino su afán de seguir como “hombre fuerte” de la Isla, e incluso quizá hasta 1957 barajó la posibilidad de poder mantenerse al mando del Ejército y/o manejando los hilos del poder tras las elecciones de 1958.
Sin embargo, la realidad imperante entonces era que —durante los dos últimos años de gobierno— cada mes que permanecía Batista en Palacio no hacía más que abrir a diario un poco más la puerta a Castro.
La prensa
En lo que respecta a la prensa, la labor de denuncia de los crímenes, cuando ello era posible, se sumaba a esa conciencia de salir de Batista a cualquier precio.
Se debe señalar, en este sentido, que desde el inicio la tácita de acción y sabotaje cumplía un fin estratégico muy preciso: llevar a un aumento del terrorismo de Estado. No se trata, por supuesto, de acusar al Movimiento 26 de Julio de culpable de los crímenes del batistato, sino de destacar que en Cuba se cumplió con precisión matemática un principio del que se han servido números movimientos insurreccionales: el terror generalizado.
Frente a ese terror generalizado, la prensa —censurada en muchas ocasiones— podía hacer poco o nada, incluso la que constituía la vertiente más conservadora, que no por ello era aliada incondicional del régimen imperante.
Cuando el magistrado Urrutia, en su función de presidente del tribunal, dictamina que un grupo de supervivientes del desembarco del yate Granma, que se encontraban presos, fueran absueltos, Batista responde airado y hace que el ministro de Justicia establezca una demanda contra el juez. Entonces el conservador Diario de la Marina insta a Batista para que actúe de acuerdo a la Constitución y celebre elecciones anticipadas. Pero el dictador se mantiene firme en la fecha programada.
En otro caso, cuando Antonio Buch —jefe de información del 26 de Julio en Santiago de Cuba— es arrestado, sus familiares recurren a The New York Times y no a la prensa nacional. El diario norteamericano publica una protesta, y es muy posible que ésta la salvara en ese momento de ser ejecutado.
No siempre, por supuesto, el papel de la prensa nacional fue tan limitado. Pese a los esfuerzos del régimen para que no se hiciera público el plan de mediación de los obispos cubanos —entre los cuales se encontraba Monseñor Pérez Serante—, la información apareció publicada.
En muchas ocasiones el propio Castro se sirvió de la prensa establecida para dar a conocer sus opiniones, incluso cuando estaba “alzado”. Por ejemplo, el llamado Manifiesto de la Sierra apareció en las páginas de Bohemia.
Al respecto, vale la pena señalar, aunque entrar en detalles desborda los objetivos de este trabajo, que Castro siempre encontró una cálida recepción en la prensa norteamericana, y no solo gracias a los famosos artículos de Matthews en The New York Times.
Si se puede decir que la batalla de propaganda Castro la ganó en todo terreno, fue en suelo norteamericano donde este triunfo resultó más amplio y contribuyó a una opinión en el público norteamericano a favor del revolucionario, que influyó en que Washington decretara el famoso embargo (sí, hubo otro embargo) de armas norteamericanas a Batista.
El acceso de la prensa norteamericana a los “barbudos” fue tanto facilitado por el Movimiento 26 de Julio como consentido por La Habana. Al punto que tan temprano como junio de 1957 hubo una protesta, a través del Colegio de Periodistas de Cuba, en que los reporteros se quejaron de la facilidad con que contaban sus colegas norteamericanos para ganar acceso a la Sierra.
La época y el encanto
Los dos aspectos que más se mencionan, al intentar justificaciones del batistato, apelan a la comparación y a la circunstancia, más que al protagonista de la escena. Hablar de la “época de Batista”, mencionar cifras y destacar el desarrollo económico alcanzado en Cuba como si todo ello obedeciera al designio del gobernante, cuando en realidad este lo que hizo fue aprovecharse de una situación existente y no crearla. Si incluso actualmente en la Isla hay —en lo que respecta a esa Habana de oropel y alegría grosera dedicada a venderse al turista extranjero— una vuelta a la década de 1950, no es precisamente lo mejor del espectáculo y la farándula de esos años lo que se recrea con mérito, sino la vulgaridad y la prostitución de cualquier tipo, las cuales han renacido con fuerza.
Batista fue sinónimo de desprecio de la cultura, ignorancia y explotación. Fue, para resumirlo en una palabra vigente y apropiada, soez.
Tampoco hay mérito en la comparación, que es un símil fácil cuando no perverso. Cuando se contrasta la dictadura de Batista con el régimen totalitario de los hermanos Castro, no se ataca a los segundos, sino que se intenta el alivio del primero.
Carece de sentido el parangón, como también lo es en el caso de Hitler y Stalin o entre la Camboya de Pol Pot y el Congo de Leopoldo II de Bélgica. Es útil la denuncia y el acumular cifras de asesinatos, vandalismo, hambre y miseria, pero lo peor no justifica ni disminuye lo malo. Durante el último período de Batista en el poder, se robó, asesinó y torturó. Pueden cuestionarse las cifras repetidas más como objetivo de propaganda que para establecer certezas. Sin duda en los primeros años de la llegada al poder de Fidel Castro se magnificó el terror anterior como recurso justificativo. Nada de esto anula los abusos reinantes con Batista en Palacio. El argumento del “otro es peor” no solo resulta infantil sino pernicioso.
Culto a los héroes
Entre la salida emocional del disparo de Chibás y la entrada calculada de Batista media la tragedia cubana. Pero hasta dónde extender las culpas —en ambos extremos— de lo que ocurrió después. Cierto que gracias a la permanencia del castrismo la aberración batistiana aún se discute, pero poco cuenta en lo que respecta a la figura del dictador, salvo el pecado mayor que se le atribuye: haber propiciado la llegada de Castro al poder. Aunque a dicha certeza hay que ponerle límites: Batista propicia a Castro, pero no lo crea. La historia cubana, desde sus inicios, suele empantanarse en héroes que lo son a medias, que no llegan, que mueren en circunstancias trágicas y ridículas. Algunos héroes notables, otros figuras controversiales, para decir lo menos. ¿En qué se hubieran convertido Julio Antonio Mella y Antonio Guiteras con el poder total en sus manos? ¿Otros Castro antes de Castro? Y cuando se miran todos esos medios pasos, retrocesos, vacilaciones y frustraciones, no resulta tan sorprendente que el equívoco terminara un día por asumir un cuerpo, y hasta crear su propia leyenda: Fidel Castro.

Este trabajo recoge y amplía textos aparecidos con anterioridad en El Nuevo Herald y Cuaderno de Cuba, así como una ponencia presentada en la Universidad Internacional de la Florida.

miércoles, 21 de diciembre de 2016

Trump, anomia y revolución


Curiosa la ausencia en la prensa del termino anomia, al explicar lo ocurrido en la última elección estadounidense. La ausencia de esta referencia a un concepto sociológico explica en parte una de las deficiencias de un medio de comunicación atrapado en la explicación fácil e inmediata de los acontecimientos, a un precio que cada vez más pone en duda su capacidad para llevar a cabo la tarea.
La anomia fue por primera vez definida por el sociólogo francés Émile Durkheim en La división del trabajo en la sociedad (1893): “Un estado sin normas que hace inestables las relaciones del grupo, impidiendo así su cordial integración”. Durkheim desarrolló el concepto en su obra clásica sobre el suicidio, El suicidio (1897), y luego fue estudiado por Robert K. Merton en Social Theory and Social Structure, 1949. No estoy mencionado obras solo al alcance de expertos y supuestos eruditos. En Cuba, por ejemplo, Durkheim y sobre todo Merton no resultaban nombres extraños, y eso que el segundo era considerado un típico ideólogo capitalista y a la teoría funcionalista en general como un arma imperialista. Es la sustitución creciente del estudio por la frivolidad lo que está dañando esta sociedad, incluso en las decisiones más cotidianas, como puede ser el simple acto de votar. Paradójicamente, hoy que una simple visita a Wikipedia pone al alcance de cualquiera estos conocimientos, en su forma más elemental, una foto de Kim Kardashian siempre amenaza desde otra página y desvía la atención.
La existencia de la anomia produce miedo, angustia, inseguridad e insatisfacción, e incluso es causa de suicidio. Todos estos factores influyeron en quienes votaron en favor de Donald Trump más que las cifras sobre recuperación económica, los índices de desempleo y hecho comprobado de que la inmigración ilegal era la más baja en años. Este año se conoció que una franja de la población estaba muriendo masivamente por el alcoholismo, la drogadicción y el suicidio. Ciudadanos de la raza blanca, edad mediana y baja educación. Y precisamente este sector poblacional es el que al parecer resultó decisivo, en muchos lugares, para el triunfo de Trump. Así que el resultado electoral tuvo tanto de sorpresa como de victoria anunciada.
Un estudio de los economistas Angus Deaton y Anne Case encontró que durante los últimos 15 años un grupo —los hombres blancos de mediana edad— presentó una tendencia alarmante: sus miembros morían en cantidades cada vez mayores, y el indicador crecía en la medida de que estas personas carecían de un título universitario. La explicación en parte obedecía a factores como la globalización y los cambios tecnológicos, pero el dato verdaderamente inquietante es que ello ocurre en Estados Unidos más que en otros países de gran desarrollo, como los europeos.
La anomia, que en última instancia implica una disociación entre los objetivos culturales y el acceso de ciertos sectores a los medios necesarios para llegar a esos objetivos, no ha sido un fenómeno ajeno en Estados Unidos, y precisamente la creación del Estado de bienestar estaba supuesto al alivio o la eliminación del síntoma. Pero lo que ha ocurrido es una transformación de objetivos y medios, que ha llevado al mismo tiempo a que uno de los grupos poblacionales hegemónicos que se pensaba ausente en buena parte del problema —ciudadanos blancos de la clase media baja y etnia dominante del país— sean ahora las víctimas, al tiempo que los medios para resolverlo —el Estado de bienestar, pluralismo, multiculturalismo— se han convertido en supuestos culpables.
Pero si la anomia puede conllevar a una rebelión ante metas y medios hasta ahora socialmente aceptados o impuestos —lo que ha llevado a una formulación simbólica negativa ante lo “políticamente correcto”—, la contrapartida es la creación de un nuevo sistema de metas y de medios aceptables, y eso fue precisamente lo formulado por Trump en su discurso de aceptación de la nominación presidencial republicana.
Todo ello implica que la rabia que ha dominado la política estadounidense durante la campaña va a seguir empeorando, y estará presente en las decisiones, y el apoyo que reciba por parte de ese mismo electorado que lo llevó a la Casa Blanca, a partir del próximo año.
Porque no hay que tener duda al respecto. Si al presidente Barack Obama se le puede achacar que durante su mandato se haya debatido entre la acción y la inacción, tal reproche no cabe en Trump. Ha creado prácticamente un “gabinete de guerra”, con la elección para muchos de los cargos de figuras que, por historial y vocación, se empeñaran en hacer todo lo contrario no solo a lo llevado a cabo durante los dos términos de Obama, sino incluso opuestos a lo que supuestamente sería la labor de su cartera: encargados del medio ambiente que no creen en el calentamiento global o antiinmigrantes a cargo de la política migratoria.
Así que la llegada del Gobierno de Trump, para bien o para mal —por aquello de no anticiparse a los resultados— será algo así como una revolución que llega, solo que a través de las urnas, y que no dejará indiferente a nadie, ni en este país ni en el mundo.

martes, 20 de diciembre de 2016

Lo posible y lo permitido: los límites de Raúl


Medir el avance de las reformas emprendidas por el régimen de Raúl Castro implica al menos dos caminos posibles.
Uno es el más practicado a diario: constatar que hasta el momento los cambios económicos han sido pocos, limitados y lentos, y aquí el debate se centra en mirar al conocido vaso de agua: cuánto hay de lleno y cuánto de vacío. Al final todo se reduce al optimismo o pesimismo del observador, o a los intereses o la voluntad que le guían.
El otro es más amplio, pero también más desesperanzador: contemplar lo que ocurre en Cuba y contrastarlo con lo que sucedió en la desaparecida Unión Soviética, sin detenerse a enfatizar los casos puntuales sino considerándolos simplemente como breves pasos dentro de un largo camino.
Como la prensa no se cansa en su afán de detenerse en los ejemplos concretos, en este artículo se prefiere la visión de conjunto.
Nadie duda que la meta de Leonid Brezhnev era preservar el Estado soviético. Pero ese empeño en sobrevivir no hizo más que contribuir a su destrucción. Los funcionarios y miembros del partido no hacían más que volver, una y otra vez, a las viejas consignas de Lenin y Stalin, aunque nadie creía en ellas y nadie pensaba ni por un momento que Brezhnev creía en ellas.
Raúl Castro se ha dado cuenta del peligro que representa este aferrarse al pasado, aunque públicamente no lo admite, y tras verse forzado al abandono del mando cotidiano su hermano mayor se encargó de reafirmar la vieja utopía en sus escritos, no por convicción sino por justificación de vida. Ahora que este ha muerto, tal reafirmación no pasará de simple añoranza eventual, muy de cuando en vez.
Yuri Vladímirovich Andrópov  hizo pocas reformas y su mandato tuvo corta duración: se extendió desde el 12 de noviembre de 1982 hasta su muerte, 15 meses más tarde. Sin embargo, su sucesor, Konstantín Chernenko, aún hizo menos en un sentido propio, por lo que vale considerar que ese pobre legado que fue el modelo de  Andrópov mantuvo su vigencia hasta mediados de 1986.
El modelo de Andrópov se caracterizó por la reafirmación de la ley y el orden: mayor disciplina laboral, campañas en contra de la corrupción y el alcoholismo y cambios en el aparato administrativo, con la eliminación y transformación de ministerios: de pronto surgía un poderoso sector, con la fusión de dos ministerios, que al poco tiempo era dividido en… tres nuevos ministerios.
Durante diez años, Raúl Castro ha estado repitiendo, con pobres resultados, un esquema similar.
Con la llegada de Mijaíl Gorbachov al poder, en 1985, vino el anuncio oficial de que la economía soviética estaba estancada y que era necesaria una reorganización acelerada. Luego se pusieron de moda los términos “glásnost” (apertura, transparencia) y “perestroika” (reconstrucción), pero la realidad es que la creación de empresas comerciales y asociaciones con empresas occidentales no nacieron con Gorbachov sino datan de la época de Brezhnev. Es por ello que tal práctica —más allá de las razones perentorias y conocidas de las dificultades económicas reinantes en la isla— se acepte y alabe actualmente en La Habana.
Puede afirmarse que el modelo cubano ­—con esa mezcla de improvisación, ajiaco ideológico y oportunismo que siempre lo ha caracterizado— pueda situarse en una etapa “pre Gorbachov” en estos momentos, en lo que se refiere a control estatal en los principales aspectos sociales y económicos, y ni siquiera pensar en un acercamiento a un “socialismo pluralista” en lo político, como llegó a plantear Gorbachov. La ecuación cambia en cuanto a la cultura.
Lo que sí ha asumido el régimen raulista es una actitud distinta ante los intelectuales y artistas. Ello puede llevar a confusiones en cuanto a su alcance.
En primer lugar hay que reconocer esta apertura. En segundo, añadir que es pautada desde arriba y acorde a un criterio pragmático, del cual se dio cuenta en su momento Gorbachov.
Durante el mandato de éste, se publicó la novela antiestalinista Los hijos del Arbat, de Anatoli Ribakov, y salieron relucir nombres hasta entonces prohibidos como Anna Akhmatova, Andrei Platonov, Mijaíl Bulgakov, Alexandr Tvardovsky y Vasily Grossman. Pero el cambio también obedeció al hecho de que los límites de “lo permitido” estaban lo suficientemente interiorizados, lo que hacía innecesario la utilización burda del terror para recordárselos a los intelectuales y artistas.
No fueron estos los únicos cambios que merecen recordarse. Otros como facilitar los viajes a Occidente, el contacto con colegas de los países capitalistas y autorizar a la Iglesia Ortodoxa una mayor participación en tareas caritativas, así como permitir la entrada de biblias, hicieron de la URSS un país más libre. Igual ocurre ahora en Cuba.
Pero ni la reintroducción parcial de elementos capitalistas, ni cierta apertura democrática fueron los factores claves —aunque sí contribuyentes­— en el fin del “socialismo real” en la URSS y el bloque de países del Este. Fue el rechazo de Gorbachov al uso de la fuerza para mantener el sistema. Y ese paso, es el que Raúl Castro no parece estar dispuesto a dar. 

Fidel Castro murió, pero su estilo de gobernar vive


Un resultado importante, durante los años en que Fidel Castro estuvo ausente —públicamente y en las decisiones cotidianas— del poder en Cuba, es que el castrismo, no en cuanto a manifestación ideológica sino en lo que respecta a mecanismo para perpetuarse en el poder, no terminó ni incluso da muestras de debilitarse incluso ahora que ha muerto.
No deja de resultar asombroso que una figura que durante décadas ejerció el poder de forma tan personal pudiera pasar a un aparente segundo plano y no ocurrir nada en la nación en que impuso sus criterios hasta en los aspectos más triviales.
Entonces fue lógico formular al menos dos preguntas indispensables: ¿era realmente tan personal su mandato? y ¿hasta qué punto dejó de ejercer un papel guía en esos años transcurridos en que se supo tan poco de su padecimiento, de sus posibles recaídas —que sin duda ocurrieron—, y en que sus subalternos prosiguieron con una fidelidad absoluta un guión que parecía trazado desde mucho tiempo antes, aunque mantenido en el más absoluto secreto, pese a declaraciones y advertencias conocidas?
Respecto a la primera, tanto ahora como ayer caben pocas dudas. Fidel Castro determinó por años desde los sabores de helados hasta las diversas estrategias en la arena internacional. Fue todopoderoso y omnipresente.
Cabe entonces buscar en la segunda interrogante las claves de esa limitada transición sin sobresaltos y sumamente controlada.
Lo que presenciamos con la transición de mando fue el fin de un estilo de gobierno, sin que ello implicara el final de ese gobierno. Es decir, el abandono o transformación de una forma de gobernar unipersonal al extremo en los detalles del hacer cotidiano, pero al mismo tiempo la preservación, aunque con los requeridos ajustes, del mecanismo necesario para mantener el poder.
Desde la perspectiva del exilio, a partir del 31 de julio de 2006 —con la entrega temporal del mando de Fidel Castro— el proceso ha tendido a verse con una óptica pendular, cuando la realidad y la historia cubana tienden al círculo o a la espiral. Se acumularon discusiones sobre dos conceptos supuestamente antagónicos: sucesión y transición. La sucesión es el legado hereditario, el paso de un monarca a otro, el feudalismo cubano en su mejor representación. La transición tiende a definirse como todo lo contrario: el paso o el salto de un sistema a otro. En este sentido, quizá mejor que hablar de transición, sería apropiado utilizar el concepto de transformación. Cuba entre la estática (sucesión) y la dinámica (transición).
Solo que la realidad es mucho más compleja. Asistimos a una sucesión que fue, hasta cierto punto, también una transición. Si la sucesión se produjo oficialmente con la presidencia de Raúl Castro, por algún tiempo se mantuvo la interrogante del alcance de los cambios, y si realmente estos iban a llegar a la categoría de cambios estructurales. La ilusión fue disminuyendo hasta desaparecer, y por ello ahora solo en Miami se ha notado un cierto renacer —de evidente corta duración— de que el final de la presencia física de Fidel Castro indique el inicio de esa ecuación ya resulta —en términos favorables para la Plaza de la Revolución— entre sucesión y transformación o transición hacia otra forma de ejercer el poder.
Lo que en estos diez años de administración de Raúl Castro ha sido el mayor cambio ideológico producido, es la desaparición del ideal de igualdad, nunca alcanzado pero siempre esgrimido como razón de ser de la revolución durante todo el tiempo que Fidel Castro asumió el control del país.
Ahora ya se sabe que quienes gobiernan en la isla no pretenden que todos los ciudadanos disfruten de los mismos beneficios, ventajas e incluso privilegios. Ello implica el reconocimiento de una división social y económica entre los cubanos, que el gobierno ya no tiene miedo en admitir.
El dilatado proceso de cambios, en lo que respecta a la esfera económica, ha sido dictado por razones políticas: hacer lo necesario para evitar cualquier peligro de inestabilidad que pueda llevar a un estallido social. Y es por ello que la pregunta fundamental, muchas veces no formulada adecuadamente durante estos años, ha sido la siguiente: ¿le interesa al actual mandatario cubano una transformación? Sí, en cuanto a lograr que el socialismo funcione. No, si ello implica una pérdida del poder o el fin del sistema que se comenzó a implantar el primero de enero de 1959.
Pero si a Raúl Castro no le interesa una transición política, enfrenta graves dificultades para lograr una transformación económica.
Durante el Gobierno de Fidel Castro se impuso el criterio de no guiarse por una mentalidad empresarial, preocupada por el rendimiento y las ganancias, sino lograr ventajas económicas como resultado de los objetivos políticos.
Raúl Castro parece ser todo lo contrario: el hombre que quiere que “las cosas funcionen”. Solo que en diez años poco ha logrado avanzar en este terreno, y la eficiencia continúa siendo una frontera y no una conquista. Por ello el próximo año —porque lo poco que resta de este transcurrirá apresado en remorar el fallecimiento— enfrentará al país como nunca antes a la dicotomía entre economía y política.

sábado, 17 de diciembre de 2016

Maduro deja a los venezolanos sin dinero


El presidente venezolano Nicolás Maduro ha aprendido muy bien la lección que le enseñaron en La Habana: recurrir a la escasez como una forma de represión.
El viernes hubo filas kilométricas, protestas y hasta saqueos en varios puntos del país. También heridos y detenidos, según reportó la BBC.
La salida del billete de 100, el de mayor valor y el más usado (un 48% de todo el papel moneda), debía ir acompañada con la introducción a partir del jueves de nuevos billetes y monedas de mayor denominación, hasta 20.000 bolívares. Pero de momento no llegan. Los venezolanos están experimentando como se vive casi sin dinero en efectivo.
Este tipo de situación no es nueva en Venezuela. Una y otra vez Maduro ha utilizado la táctica de crear situaciones caóticas, que acaba controlando por medio de la represión, para obligar a los ciudadanos a que dediquen la mayor parte de su tiempo a intentar satisfacer las necesidades más primarias, esas que en cualquier otro país se solucionan con una visita al supermercado o la farmacia, o simplemente un viaje a la esquina.
Por ejemplo, Maduro lanzó una campaña de “saqueos controlados” y recortes obligatorios de precios bajo amenaza de arresto que enardeció al populacho, aunque el resultado final de este latrocinio fue que los estantes de los establecimientos se quedaran vacíos.
El recurrir a este tipo de maniobra no solo brinda a Maduro una recompensa inmediata, propia de cualquier estrategia populista, de mostrarse preocupado por supuestamente satisfacer los anhelos y las necesidades de una población de bajos recursos. Las tantas ocasiones en que el mandatario se ha empeñado en repartir lo que no es suyo, ni del Estado venezolano, ha hecho poco en favor de los necesitados, pero se ha apuntado tantos alimentando envidias.
Pero dichas maniobras también tienen objetivos de largo alcance, aun más perjudiciales para el pueblo venezolano. Se trata de hacer girar la vida del ciudadano común alrededor de la necesidad imperiosa de adquirir lo necesario para sobrevivir y si es posible guardar un poco para la próxima semana. Los cubanos conocen muy bien esto: el “resolver” cotidiano.
En una manipulación que tiene como única razón de existencia el perpetuar en el poder a un reducido grupo. Y que se desarrolla al tiempo que el mecanismo de represión invade todas las esferas de la forma más descarnada, y apelando a los tapujos de supuestos objetivos sociales. Para ello, además, se recurre a la fabricación de “conspiraciones” por parte de un enemigo invisible y todo poderoso, que es el “culpable” de que el Gobierno tenga que tomar esas medidas extremas.
Además de la represión preventiva, el régimen cubano se ha valido de otros medios para impedir que los ciudadanos se rebelen. Uno de ellos, utilizado por décadas, ha sido la escasez. La falta desde alimentos hasta una vivienda o un automóvil ha sido utilizada, tanto para alimentar la envidia y el resentimiento, como en ocupar buena parte de la vida cotidiana de los cubanos. Ahora Maduro transita el mismo camino.
En tal situación, la escasez actúa a la vez como fuerza motivadora para el delito y camisa de fuerza que impide el desarrollo de otras actividades. Junto con ella se desarrollan el mercado negro, la corrupción y el delito como importantes fuerzas de un mercado informal pero poderoso. Entonces el Estado reprime y alimenta al mismo tiempo esas esferas distorsionadoras. Lo hace por diversos motivos, desde los más burdos de obtener ganancias económicas esas actividades ilícitas —para los miembros —de jerarquía baja, media y elevada de ese sistema corrupto— hasta desviar la atención de la ciudadanía hacia los apuros cotidianos, y así impedir o dificultar el desarrollo de formas de lucha política contra un sistema autoritario o francamente totalitario.
De ahí que el mecanismo represivo actúe en dos niveles que se complementan. Uno puramente político, contra los opositores, y otro que supuestamente se empeña en la lucha contra el delito común. Policía política y policía a secas. Solo que los papeles y la misma definición del delito es dictada por el régimen y adaptada a las circunstancias del momento. Por ello las acusaciones de corrupción que lanza el poder chavista casi siempre son selectivas y con un claro objetivo político: desprestigiar a los opositores. Al igual, inventa planes subversivos, que denuncia están destinados a crear una situación de desequilibrio y penuria en el país, y que asume proceden desde el exterior o los enemigos internos: la repetida “guerra económica”.
En última instancia, el procedimiento se limita a una simple adulteración. Lo que trata es de echar a otros las culpas propias. Si faltan los productos en los anaqueles, las medicinas en los estantes y hospitales y ahora el dinero en los bancos, es debido al daño que el enemigo intenta infringir al país.
El régimen cubano siempre ha empleado a su conveniencia la distinción entre delito común y delito político. En una época todos los presos comunes estaban en la cárcel por ser contrarrevolucionarios, porque matar una gallina era una actividad contraria a la seguridad del país. Muchas veces a los opositores se les ha acusado de vagos y delincuentes.
La escasez también ha sido usada para incrementar la delación y la desconfianza, a partir de la ausencia de un futuro en la población manipulada como el medio ideal para alimentar la fatalidad, el cruzarse de brazos y la espera ante lo inevitable.
Hay que agregar además que, tanto en La Habana como en Caracas, al régimen no le basta con castigar a los independientes, quiere matar su ejemplo, enfangar su prestigio.
El régimen de La Habana ha logrado como ningún otro gobierno anterior explotar la dicotomía de la falta de lo necesario para sobrevivir, y la corrupción y el delito actuando como respuestas para conseguir lo más elemental, como instrumentos represivos. Una penosa realidad que se repite ahora, al pie de la letra, en Venezuela.

viernes, 16 de diciembre de 2016

El limbo del ALBA


Mas que un evento de cara al futuro, una celebración de añoranza y pasado. Así fue el acto conmemorativo por el XII aniversario de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), organización fundada en 2004 por los fallecidos Fidel Castro y Hugo Chávez.
“Llegando a Cuba 22 años después del encuentro entre Fidel y Chávez, a celebrar los 12 años del ALBA y ratificar el camino de unión y liberación”, escribió Nicolás Maduro en su cuenta oficial de Twitter al llegar a Cuba, donde fue recibido por el canciller Bruno Rodríguez.
Además de celebrar el aniversario de la ALBA, que surgió hace doce años como alternativa al ALCA (Área de Libre Comercio para las Américas), el acto también conmemora los 22 años desde el primer encuentro, en 1994, entre Fidel Castro y Hugo Chávez.
El bloque bolivariano ALBA fue creado el 14 de diciembre de 2004 en La Habana mediante un tratado constitutivo firmado entre Cuba y Venezuela, al que después se unieron Antigua y Barbuda, Bolivia, Dominica, Ecuador, Nicaragua, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Granada y San Cristóbal y Nieves.
La ALBA cuenta con instrumentos como el Tratado de Libre Comercio; el Banco de ALBA, que financia proyectos sociales, o el Sistema Único de Compensación Regional (Sucre), una moneda virtual para las transacciones comerciales entre estos países.
Los países de la ALBA forman parte también de PetroCaribe, alianza que cuenta también con otros países de la región a los que Venezuela suministra petróleo con precios ventajosos, un proyecto que se ven amenazados por la caída de los precios del petróleo y la grave crisis que atraviesa Venezuela.
En la realidad latinoamericana actual, la alianza a que aspiraba ALBA es cada vez más un rezago del pasado, incapaz de lograr el ideal de Chávez y Castro de fundar una organización que consiguiera opacar la Organización de Estados Americanos (OEA) y terminara por aniquilarla.
Algo más de una década atrás, la situación política latinoamericana —que en ocasiones se empecina en mantener latente o activa una mezcla de viejos y nuevos esquemas— parecía encaminarse a un reverdecimiento de los gobierno de izquierda radical con una mayor o menor cara autoritaria; un restablecimiento de la utopía mal entendida de una supuesta justicia social que vulnerara —de forma más activa o pausada— los canones democráticos mediante la justificación de alcanzar ideales descartados en otras regiones, especialmente Europa e incluso en buena parte de Asia y hasta África.
Gracias a la riqueza petrolera, Chávez trató de extender por toda la región una vuelta al pasado: la fórmula agotada del Estado paternalista —ineficiente y corrupto— como la solución perfecta de los problemas ciudadanos. Pero sus  aspiraciones de convertirse en un líder regional no pasaron de ser un sueño sólo alimentado por los petrodólares y con pocas posibilidades políticas de triunfo. No obstante, brindaron al Gobierno cubano los recursos monetarios para sobrevivir. Y en cierta medida, la Venezuela de Maduro continúa desempeñando dicha labor.
Las cumbres celebradas por ALBA no han dejado de ser una exhibición de estulticia, demagogia y malas intenciones, todo bajo el disfraz de un antiamericanismo tardío y una retórica caduca. Que por un tiempo en Latinoamérica se escuchara con fuerza —y en algunos casos se pusieran en práctica— fórmulas que habían demostrado su ineficiencia durante casi cien años obedeció a diversos factores, pero en buena medida el culpable fundamental fue el petróleo venezolano, que permitió a Chávez repartir dinero a cambio de una fidelidad política momentánea.
Con Caracas convertida en la capital mundial del crimen y el delito, la inseguridad cotidiana, una desbordada inflación de tres dígitos y serias dificultades de escasez de alimentos y otros bienes que se han extendido al dinero en efectivo, los venezolanos no han visto avanzar su país en el camino del desarrollo. Más bien han asistido a 17 años de gobiernos en que la situación nacional se ha caracterizado por la confrontación política, la inestabilidad social y financiera y los desatinos presidenciales.
Solo gracias a una fuente de riqueza constante, que actuaba de escudo frente a una gestión económica caracterizada por la ineficiencia y el despilfarro, pudo Chávez mantener ese statu quo en que el socialismo se prometía, el capitalismo se practicaba y la miseria se toleraba. Pero la situación ha cambiado con el descenso vertiginoso del precio del crudo, y ello, junto a los años acumulados, no solo de ineficiencia sino de destrucción económica, es lo que enfrenta en la actualidad el presidente Maduro.
En el campo internacional, no fue poco el dinero que Chávez ha destinó en Latinoamérica para aumentar su influencia en la región. Pero su “ideal bolivariano” —el intento de convertirse en el líder que conduzca al continente hacia un sistema social más avanzado— nunca llegó a concretarse.
Chávez  terminó convertido —¿no lo fue siempre?— en lo contrario: una fuerza circunstancial que frenó el desarrollo económico y político en su país y dividió a las naciones latinoamericanos
Más que hablar de una manera simplista de un enfrentamiento generalizado entre la derecha y la izquierda, en América Latina pueden señalarse al menos tres tendencias, las cuales representan tres estrategias diferentes a la hora de enfrentar los problemas económicos y sociales.
Una es la fórmula neoliberal clásica —que propone el libre comercio, la reducción de impuestos y la inversión extranjera—, donde la creación de riquezas es la principal vía —o la única según sus partidarios más fervorosos— que conduce al bienestar.
Otra es la izquierda democrática —que combina los acuerdos internacionales y las inversiones con una política de justicia social—, la cual busca una combinación que sabe imperfecta, pero al mismo tiempo entiende que puede mejorarse, entre el capital nacional y extranjero y los derechos laborales y ciudadanos.
La tercera es la izquierda autoritaria —que aún hoy apuesta por el control estatal férreo, las nacionalizaciones y es enemiga más o menos declarada de las inversiones foráneas—, cuyos seguidores fundamentan su discurso en la pobreza y la injusticia social, pero los cuales terminan casi siempre por mostrar una peligrosa vocación favorable al establecimiento de un régimen totalitario.
El populismo —un mal latinoamericano casi endémico— se ha paseado de derecha a izquierda, lo que impide adjudicarlo simplemente a un polo político.
El aporte de Chávez a este cuadro político complejo fue la posibilidad de tratar de difundir un esquema que parecía agotado —la revolución social al estilo cubano— no mediante la violencia guerrillera, sino empleando la otra arma tradicional necesaria para hacer la guerra: el dinero. El poder de los petrodólares convertido en un recurso antiimperialista.
La paradoja es que Chávez actuó como un factor de discordia en Latinoamérica, en lugar del aglutinador que aspiraba a ser, como autoproclamado seguidor de la idea bolivariana de una América Latina unida.
Más allá de sacar provecho a los elevados precios del petróleo, la Caracas chavista siempre ha carecido de un proyecto económico viable para la región.
¿Qué ofrece la ALBA? Declaraciones, reuniones y algunos proyectos de alcance limitado en el momento de mayor alza del crudo, pero que por lo general terminaron en fracaso. Por lo demás, Chávez y los gobernantes de las naciones del ALBA ―un hatajo de pillos que en  algunos casos estarían mejor tras el mostrador de un bar perdido en el desierto― insisten en revivir el pasado, sea mediante una exaltación trasnochada e ignorante de la figura de Ernesto “Che” Guevara y su estulticia sangrienta de la guerrilla, como ha ocurrido en Ecuador y Bolivia, o mediante el viejo expediente de sacar a los militares de los cuarteles, como ha sucedido en Caracas, mientras los sueños de la dominación en la zona continuaban produciendo monstruos. A la recordación de dos de esos monstruos —Fidel Castro y Hugo Chávez— se dedicó el acto en La Habana.

miércoles, 14 de diciembre de 2016

El hombre de Raúl frente a Trump


Cuenta el escritor Norberto Fuentes, en un artículo publicado años atrás en el diario español ABC, que una vieja costumbre del régimen cubano ha sido responder a los cambios presidenciales en Estados Unidos con un cambio de hombres en la Isla:
“Es una costumbre en ese país cada vez que quieren demostrar al mundo que se van a producir unos cambios estupendos en las estructuras (cualesquiera que estas sean, políticas, económicas, culturales), sustituir a los hombres. Es lo único que cambian”.
“Y, lo más curioso de todo, ellos se abocan a esos cambios de personal como la respuesta que creen pareja a los cambios políticos en los Estados Unidos. No obstante, los cubanos son cuidadosos a la hora de matizar y equilibrar ciertos detalles. Cuando Ronald Reagan ascendió al poder, Fidel le ofreció como ofrenda a uno de sus cuadros más capacitados en el sector de la cultura, propaganda e ideología: el comandante Antonio Pérez Herrero. Un viejo comunista al que sus detractores llamaban ‘Limón’, por su carácter ácido (léase rectitud), Pérez Herrero se convertía en un obstáculo para tenerlo en su entorno a la hora de competir con el Gran Comunicador gringo. Así que lo sustituyó por un mulato guarachero y avispado, de grandes y espesos mostachos: Carlos Aldana”.
Fuentes prosigue con el desfile para hacer válida su tesis: “Cuando Bill Clinton, le tocó a Armando Hart, una especie de místico del culto a Fidel pero que te bañaba en saliva cuando te hablaba a dos pies de distancia —algún descontrol en esas glándulas emisoras— y lo despidió de su puesto de ministro de Cultura para nombrar a un joven escritor de larga melena por los hombros llamado Abel Prieto y a quien se conocía en los medios intelectuales como Shirley Temple, debido a la desusada cabellera. La cabellera. Eso era lo que quería Fidel para competir con la juventud de Clinton. ‘No te la cortes bajo ningún concepto’, le advirtió el jefe de la Revolución”, escribe Fuentes.
Esta táctica, enunciada por el autor de La Autobiografía de Fidel Castro, al parecer ha sido continuada por Raúl Castro, y a la llegada a la Casa Blanca de Barack Obama, el 20 de enero de 2009, siguió el nombramiento de Bruno Rodríguez Parrilla como ministro de Relaciones Exteriores, en sustitución de Felipe Pérez Roque, el 2 de marzo de 2009.
Hoy por hoy, Rodríguez Parrilla es la figura más sobresaliente del gabinete cubano, y durante los actos oficiales por el fallecimiento de Fidel Castro apareció de forma más prominente que el sucesor designado para la presidencia, Miguel Díaz-Canel. Si en un terreno el Gobierno de Raúl Castro puede presumir de avances es el diplomático, y es indudable la contribución del canciller a estos. Así que es probable que el próximo año asistamos a un avance que lo convierta en el “tercer hombre” real frente al papel de figura decorativa al que parece condenado Díaz-Canel.
Solo que esta posibilidad pudiera verse opacada con la nueva presidencia de Donald Trump. Y en este caso Raúl Castro buscaría a un sustituto, no para el cargo de ministro de Relaciones Exteriores, que Rodríguez Parrilla lleva a cabo de manera tan adecuada a los intereses de la Plaza de la Revolución, sino de cara al nuevo Gobierno de Estados Unidos.
A Rodríguez Parrilla uno lo hubiera visto perfecto para lidiar con una presidencia de Hillary Clinton, pero con una de Trump surgen las dudas.
Y así, y según el rumbo que tome la Casa Blanca de Trump con respecto a Cuba, podrían hacerse realidad los vaticinios que giran alrededor de otros dos miembros cercanos a Castro que siempre se mencionan en Miami: el general Luis Alberto López-Callejas, encargado de GAESA S.A., el conglomerado de compañías más grande de la Isla, y el coronel Alejandro Castro Espín, a cargo de coordinar los servicios de inteligencia y militar de la Isla. Lo curioso del caso, y más allá de las conocidas relaciones de parentesco, es que ambos militares representan las dos opciones de las que mejor dispone La Habana para enfrentar al nuevo Washington.

martes, 13 de diciembre de 2016

La soledad del culpable


El ensanchamiento o la disminución de la brecha entre la Cuba del ciudadano de a pie y la Cuba que a los ojos del mundo intenta ofrecer una visión de permanencia, estabilidad y desarrollo continúa definiendo al gobierno de Raúl Castro, más ahora tras la muerte de su hermano mayor.
Las apariencias de estabilidad, sin embargo, no deben hacer olvidar que lo que hasta ahora ha resultado determinante, en casi todas las naciones que han enfrentado una situación similar a la hora de definir el destino de un modelo socialista o de levantarse contra una tiranía, es la capacidad que ha tenido el régimen para lograr que se multipliquen no mil escuelas de pensamiento sino centenares de supermercados y tiendas. Eso y la fidelidad del ejército nacional al Gobierno.
El mantenimiento de un poder férreo y obsoleto sobrevive no solo por la capacidad de maniobrar frente a las coyunturas internacionales, y por sustentarse fundamentalmente en la represión y el aniquilamiento de la voluntad individual, sino que el desarrollo de una sociedad que busca avanzar en lo económico y la satisfacción de las necesidades materiales del ciudadano, aunque sea sobre una base de una discriminación económica y social en aumento, pueda permitir a la vez el mantenimiento del monopolio político clásico del sistema totalitario.
Durante los últimos años hemos asistido al desarrollo de una política exterior exitosa por parte del gobierno cubano. Con una consistencia absoluta, que desafió los pronósticos, asistimos a un traspaso de poder ―por momentos de alcance limitado, otras veces más amplio de lo esperado― aceptado en todos los centros de poder, incluso en Washington, y que solo en Miami no solo se rechaza sino se niega. Sin embargo, donde el Gobierno cubano no logra levantar cabeza es en un desarrollo económico que se exprese en mejoras en el nivel de vida de la población, y el “enemigo” que de forma pausada pero constante ha comenzado a ganarle batallas es el sector privado de la economía.
Permitido a una escala que ha motivado que se le considere simplemente como la multiplicación de timbiriches, esos pequeños negocios y esfuerzos personales han comenzado a cambiar no solo la situación del país sino hasta su paisaje.
En Cuba el Estado aprovecha al máximo su poder represivo, pero malgasta su poder económico. La explicación de esta ineficiencia estatal está dada en gran medida en el hecho de que el burócrata no se beneficia de la eficiencia, sino todo lo contrario. Como en buena medida sus privilegios dependen de que el acceso de bienes y servicios se mantengan escasos, hace todo lo posible para perpetuar esa situación.
Asombra la distancia entre todo ese aparato efectivo de control nacional, que ha logrado mantenerse sin variaciones; ese esfuerzo en ampliar los servicios de cara al turismo internacional, y esos resultados tan pobres en lo que tiene que ver con la satisfacción de las necesidades de la ciudadanía, que de pronto convierte en noticia el surgimiento de un puesto de fritas o la reapertura de una tienda de tarecos con precios exagerados. Como si fuera necesaria la actuación de un Estado poderoso para poner a la venta candados, tuberías y hamburguesas.
Ridículo que un aparato tan completo y complejo, a la hora de actuar con éxito en la esfera internacional, sea tan torpe y limitado cuando se trata de ofrecer unos cuantos artículos.
Incluso con anterioridad a que asumiera de forma oficial la presidencia de Cuba, Raúl Castro había formulado el mensaje de que lo que su gobierno consideraba que “la revolución y su continuidad” dependían de “hacer eficiente” la economía. Pero esa eficiencia económica no se ve por ninguna parte, y ahora se ha quedado sin la excusa de que la culpa era de Fidel.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Los demócratas, Cuba y el legado de Obama


Hasta la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, dos presidentes cargaban con la responsabilidad del alejamiento de la comunidad exiliada de las filas del Partido Demócrata. Primero al sentirse traicionada por la actuación de John F. Kennedy durante la invasión de Bahía de Cochinos y luego durante la Crisis de Octubre. Posteriormente por la política de Jimmy Carter, que autorizó el “diálogo”, los viajes de la comunidad y abrió la Oficina de Intereses de Washington en La Habana.
A partir del próximo año se verá si los políticos demócratas se mantienen firmes en el apoyo al “legado de Obama”, en lo que respecta al caso cubano, o si explorarán nuevos rumbos o variantes dentro de esta posición.
El problema aquí es, en parte, el poco tiempo transcurrido desde que se inició el “deshielo”. Un posible reproche a Obama es que esperara a los dos últimos años de su segundo mandato para poner en práctica una transformación tan radical, aunque se saben los motivos externos e internos que explican dicha demora. La otra interrogante es cuán rápido, si ocurre, le llevará al nuevo presidente modificarla o anularla.
Una modificación drástica en pocos meses del enfoque emprendido por Obama despertará la especulación sobre lo que podría haber ocurrido con más tiempo, y seguramente en un nuevo capítulo para The Hidden History of Negotiations Between Washington and Havana, de Peter Kornbluh y William Leogrande. Aunque lo más probable que ocurra es una mezcla, de dilatación de conversaciones y acuerdos junto a sobresaltos migratorios, por lo menos en lo que queda de Obama y el inicio de la presidencia de Donald Trump.
El cambio mayoritario de demócratas a republicanos, en muchos electores cubanos, obedeció a diversas circunstancias específicas de Miami, pero en especial a la habilidad del Partido Republicano para aprovechar la frustración del exilio ante el fracaso de la lucha armada y la conversión del embargo en la última tabla de salvación para los opositores a Castro. Los exiliados no son republicanos ni demócratas por vocación, sino por una amalgama de conveniencia y convicción.
Sin embargo, la conveniencia política —quizá sería más adecuado decir una política de conveniencias— ha jugado un papel de igual importancia que la percepción del republicanismo como la filosofía política más adecuada a los ideales de lucha frente al castrismo. Los centros de poder económico y político en Miami se han mantenido sin cambio, más allá de lo que ocurre en Washington. Han actuado sobre la capital y no a la inversa.
Uno de los errores del Partido Demócrata ha sido el no canalizar, o apoyar de forma decisiva, a otros sectores de la comunidad exiliada con una visión distinta a la del exilio que —a falta de mejores calificativos— se define como “histórico”, “tradicional“ o de “línea dura”. Todo ello, por supuesto, dentro de la situación actual en una comunidad exiliada donde un sector en disminución por razones biológicas —al igual que ocurre en Cuba— conserva en gran medida su poder político y en los medios de prensa, y otro en aumento demográfico carece de una notable fuerza electoral —y al parecer tampoco muestra un gran interés en tenerla.
En la misma medida que el Partido Demócrata debe a sus miembros un análisis profundo de sus errores, que lo llevó a perder miles de votos dentro de la clase media en general,  y en particular de trabajadores  y campesinos que por décadas se identificaron con esta agrupación política, y a rectificar el repliegue ante la elite empresarial y bancaria iniciado por el expresidente Bill Clinton —que Obama frenó en parte, pero no lo suficiente—, tiene que valorar que Cuba es algo más que un mercado. 

Los cubanos, Miami y la olla


Pocos recuerdan al escritor inglés y líder sionista Israel Zangwill, salvo por el tema de una de sus obras de teatro, The Melting Pot. Para Zangwill, a principios del siglo pasado, Estados Unidos era el crisol donde los inmigrantes de todas las naciones venían a fundirse. Pero si hubiera imaginado que varias décadas después más de un millón de cubanos se iban a establecer en este país, habría cargado con su caldero para otra parte.
Las naciones y razas que se mencionan en The Melting Pot proceden de Europa; los asiáticos, negros, caribeños y latinoamericanos quedan fuera de la definición, como los mexicanos en el recuento de los 21 asesinatos de Billy The Kid.
Cuando en 1959 se inició la diáspora cubana, los primeros en llegar no pensaban como Zangwill ni tenían el menor interés de fundirse en el pot. Creían que su permanencia en este país sería breve. Pronto los acontecimientos les hicieron modificar ese punto de vista, pero ello no evitó el surgimiento de una leyenda, donde Miami pasó de ser un sitio de veraneo a una ciudad moderna, al tiempo que se transformaba en la “capital del exilio”.
Esta dualidad ha definido la vida en la ciudad por más de cinco décadas, a través de cambios donde la beligerancia ha adoptado diversas formas, aunque siempre con un éxito limitado.
El exilio cubano ha logrado una transformación que le permitió darle la vuelta a la olla sin caer en ella: los cubanos se han convertido en una minoría influyente en la política exterior estadounidense mediante los mecanismos de la política nacional: cabildeo, poder electoral y presencia en el Congreso.
Nunca Miami ha resultado un fenómeno fácil de asimilar por el resto del país. Primero fueron las luchas intestinas de los grupos de exiliados, los ajustes de cuenta y los atentados dinamiteros. Luego la convulsión creada por las diferentes avalanchas de refugiados.
A los intentos de considerarla una ciudad tropical, una especie de avanzada de la civilización, donde existen oportunidades de hacer negocios y disfrutar de una vacaciones placenteras, se han opuesto siempre aspectos más sombríos: corrupción política, años de elevadas tasas de criminalidad y una intransigencia en cuestiones que van de lo banal a lo esencial, pero que siempre resulta incomprensible para los otros.
La realidad es que al tiempo que el exiliado demuestra una enorme capacidad para desenvolverse y triunfar en el trabajo cotidiano, su vida, su memoria y su futuro giran sobre un círculo de esperanzas nunca realizadas: vive guiado por la ilusión de un futuro improbable y de un pasado espurio.
Así nació el estereotipo, bajo el cual se le percibe: un ser que se niega a ser catalogado como inmigrante, y reclama siempre el título de exiliado, pero acosado por las contradicciones o las disyuntivas entre ambos modelos de conducta, aunque ello a veces parece no preocuparle.
Por eso actúa como si tuviera múltiples personalidades. La publicidad y la propaganda se mezclan indisolubles en su vida. La arenga y la discusión política con la tarjeta de negocios y el comercial oportuno. Acude a los actos políticos y está pendiente de las noticias, pero no despega el ojo de la caja contadora.
Aunque en la mayoría de los casos es solo un cubano. Un ciudadano que vive una vida extraña en una ciudad conocida, la única donde su desarraigo se hace más llevadero: no pertenece a Estados Unidos ni a la Cuba donde ahora gobierna Raúl Castro. Para él, la patria es solo una realidad emocional, producto de la fantasía y la nostalgia. Por ello el cubano dentro y fuera de la Isla siempre se ha jugado su última carta a Miami, donde cree poder conservar su identidad.
Ningún exilio puede convertirse en un fin en sí mismo. Quienes se apoyan en los instantes de victorias y derrotas, para seguir aguardando el retorno al pasado, terminan atrofiados en la espera. Cada hora señala que solo quedan abiertos dos caminos, que por momentos se cierran para los que están renuentes a transitarlos: desarrollarse como una comunidad integrada al resto del país y apoyar la lucha de los que buscan una sociedad democrática en la Isla. Esta última es la única alternativa que ayuda a sentar las bases de una Cuba poscastrista, no la importación del modelo miamense.
De The Jazz Singer  (1927) a La Bamba (1987), la lección del cine estadounidense siempre es la misma: el triunfo del inmigrante o hijo de inmigrante es mayor a medida que se integra más al país de adopción. Hasta hace unos pocos años, recorrer La Pequeña Habana era visitar las ruinas del primer enclave cubano, donde los nombres de los establecimientos pretendieron perpetuar una ciudad perdida. Ahora las ruinas también van desapareciendo. No son los restos de un fracaso: son las huellas de un triunfo. Los logros de los cubanos, la expansión a toda la ciudad, han contribuido a la pérdida de una identidad con la que se quiso encasillar a todo un pueblo, y que solo representa un estereotipo.
Sobre los cimientos anglos, establecidos por Henry Flagler, Carl Fisher y Julia Tuttle, los cubanos le otorgaron la inicial característica latina a la ciudad, que en los últimos años ha ido expandiéndose y transformándose, convirtiéndose más y más en un ámbito latinoamericano.
El cine de nuevo: de Wind Across the Everglades (1958) —esa obra maestra de Nicholas Ray casi olvidada en espera de que algún ecologista la rescate; si tanto ecologista no fuera tan insensible y despistado en su ideología extremista y su búsqueda desesperada de los donativos del Gobierno y las grandes corporaciones—a las diversas películas que años atrás se filmaron o tuvieron por escenario a Miami, la ciudad se ha representado como un centro de vanidad, corrupción y delito en que el heroísmo y el amor luchaban por abrirse paso.
La disyuntiva entre asimilación e identidad (o estereotipo de la identidad) es fue el tema de la película que mejor aborda el drama del exiliado en Estados Unidos, El super (1979), donde el cubano enajenado, al borde de la locura y el suicidio, coloca su esperanza final en Miami.
¿Un salto al vacío? Si bien es cierto que en sus elementos más visibles y superficiales, restaurantes, “botánicas”, una sola que sobrevive de las tres emisoras de radio que durante una época dominaron el espacio radial, Miami conserva una fuerte identidad cubana tradicional, en cuanto a la composición poblacional la va perdiendo.
Los hijos y nietos de inmigrantes forman parte de la cultura norteamericana, los cubanos llegados después del Mariel tienen una mayor disposición a integrarse al país de adopción.
Surge de nuevo el ejemplo del cubano medio llegado a los comienzos del éxodo, que ha permanecido por décadas en Miami, que ha desarrollado en ella una gran parte de su vida y criado a sus hijos. No es solo una forma de comportarse, es sobre todo un trauma emocional. Aunque con el tiempo haya disminuido su participación activa en las luchas locales, en sus sentimientos se mantiene detenido en la llegada. Este cubano aún es el predominante como estereotipo adoptado por otras nacionalidades y grupos étnicos, entre ellos los anglos y negros.
Para este cubano exiliado, los sentimientos de fidelidad hacia un país u otro no parecen preocuparle: tiene dos patrias, pero no son una las dos. Como definición legal y práctica ha adoptado la ciudadanía estadounidense (por su renuencia a viajar al extranjero con un pasaporte emitido por el régimen castrista, debido también a que la misma en ocasiones le facilita oportunidades económicas y beneficios sociales, o por simpatía hacia Estados Unidos), pero no por ello ha dejado de sentirse cubano.
Asimilación y desarraigo que son dos monstruos con dos cabezas (¿o son uno los dos?).
 Por mucho tiempo, el debate sobre el exilio giró sobre conceptos que ya no son suficientes para explicar la diversidad alcanzada durante décadas. No se trata simplemente de si cada vez los miembros de la comunidad cubana se comportan más como inmigrantes y no como exiliados o de si los conceptos de patria, bandera e himno nacional —por citar los más obvios y también los más esquemáticos— son mejor reverenciados por los que llegaron primero.
Admitir la diversidad —la existencia de diversos códigos de valores en individuos y grupos que han tenido un distinto desarrollo— no es una concesión: es la única forma de supervivencia. No es, como aseguran algunos, considerar funesto todo lo que procede de Cuba tras el régimen castrista, ni tampoco —como se atreven a decir unos pocos— salvaguardar los “logros de la revolución”.
Ningún plato de la cocina cubana ha logrado extenderse por Estados Unidos. Ninguno va más allá de los restaurantes étnicos. Las “medianoches” no dejan de ser una evocación miamense. El “sangüiche” cubano ha ido perdiendo terreno en Nueva York, a medida que los emigrantes más viejos han emprendido un nuevo éxodo hacia Miami. No es fácil encontrar un “cubano” verdadero en la ciudad, se quejaba años atrás un periodista de The New York Times. Solo en Miami, el último enclave. La ciudad del pasado o del futuro. Un lugar único en Estados Unidos.

La comezón del exilio revisitada

A veces en el exilio a uno le entra una especie de comezón, natural y al mismo tiempo extraña: comienza a manifestar un anticastrismo elemen...