“¿Qué hubiera pasado de triunfar el
asalto a Palacio?”, le pregunté a principios de la década de 1970 a Alberto
Mora en Cuba.
“Una guerra civil”, me respondió.
“Querrás decir «otra guerra civil»”, quise aclarar. “No, la misma guerra. Solo que entonces sin el
pretexto de derrotar a Batista”, me contestó Alberto.
Pese al tiempo transcurrido, no hemos
logrado librarnos de respuestas trilladas, o de repetir cualquier versión
pueril de la historia de Cuba. Ninguna figura como la de José Antonio
Echeverría para evocar la imagen del héroe que se sacrifica por la patria.
Ninguna muerte tan a propósito para lamentarnos del trágico destino de la Isla.
Como en una película que se repite, el líder estudiantil cae en un encuentro
fortuito con una perseguidora, tras abandonar la emisora Radio Reloj, luego de
anunciar la muerte de Fulgencio Batista.
José Antonio no debió de morir —/¡Ay, de
morir!—. Al igual que con José Martí, una acción abrupta tuerce el rumbo de la
nación. Una escaramuza en el Siglo XIX; un llamado al pueblo por la radio en el
XX.
El joven no perece en la acción
principal. Unos minutos antes o después, y podría haberse salvado, como ocurrió
con algunos de los que lo acompañaban.
En ambos casos —el poeta y el estudiante
de arquitectura— se habla de un ir hacia la muerte.
El culto a los héroes engrandece las
páginas de historia, pero también nos permite el refugio de la tragedia como
justificación de las limitaciones de un país o de una época.
Si José Antonio no hubiera muerto, Fidel
Castro no estaría gobernando Cuba.
El pesar encubre la superficialidad de la
afirmación, permite pasar por alto hechos y situaciones. Culto a los héroes que
se adapta a conveniencias e ideologías. Dos hombres con igual nombre y destino
trágico. Otro que elude todos los riesgos y triunfa.
Alberto, que creía en la historia como un
ateo convencido, pensaba que el destino final era el triunfo de Fidel Castro.
Su padre había sido uno de los principales organizadores de aquel asalto —él no
participó en la acción porque se encontraba preso— cuyo fracaso algunos creían
benefició a Movimiento 26 de Julio. Pero ni siquiera la muerte de su padre en
la intentona lo desviaba de la convicción de que, al final, se hubiera impuesto
Castro. No era una visión pesimista, aunque tampoco dejaba margen al azar o la
espontaneidad: el héroe era simplemente un instrumento de la historia y para
algunos la misión era simplemente morir.
Fue fiel a este hegelianismo implacable,
disfrazado en su momento de marxismo. Meses después de esa conversación se dio
un tiro, para engrandecer la lista de los suicidios políticos de la Isla.
No hay que abusar del determinismo para
comprender que si esa tarde del 13 de marzo de 1957 José Antonio Echeverría se
hubiera salvado —y si además hubiera sobrevivido a cualquier otra situación
peligrosa que le aguardaba—, este hecho de por sí no resultaba garantía
suficiente para impedir el triunfo de Fidel Castro.
Desde el golpe de Estado de Batista —y
tras agotarse los intentos para alcanzar una solución pacífica a la crisis
provocada por este hecho inconstitucional—, se suceden los hechos, pactos y
alianzas que encubren, disimulan por un momento, logran una tregua momentánea o
aceleran en otros casos una lucha persistente por alcanzar el poder, con
intenciones que van más allá del derrocamiento de dictador. El 10 de marzo no
es un paréntesis en la historia de Cuba. Más bien la conclusión de una etapa.
Otro
golpe
En 1951, Aureliano Sánchez Arango,
ministro de Educación del gobierno Auténtico de Carlos Prío Socarrás, acusó a
Eduardo R. Chibás —el más popular político cubano del momento— de especular con
el café y explotar a los campesinos. Chibás, al frente del Partido Ortodoxo,
respondió con otra denuncia: el ministro estaba enriqueciéndose con los fondos
del desayuno y material escolar y, con el dinero sustraído, construyendo un
reparto en Guatemala. Luego, al no poder demostrar los cargos, Chibás amplió su
ataque. Argumentó que el verdadero negocio guatemalteco del ministro y el
presidente Prío era el establecimiento de un imperio maderero.
Ante la imposibilidad de probar sus
acusaciones, Chibás se disparó un tiro en el bajo vientre, el 5 de agosto de
ese año, y murió 11 días más tarde. Su entierro, convertido en una demostración
masiva de repudio al gobierno auténtico, hizo que Prío estuviera listo para la
fuga, temeroso de que la manifestación de duelo se dirigiera al Palacio
Presidencial.
El suicidio de Chibás abrió las puertas
al golpe de Estado de Batista, que se produce unos meses más tarde. Lo ocurrido
esa tarde de domingo galvanizó la situación que llevó a Fidel Castro al poder.
Un disparo único de arma corta fue el detonante de una crisis nacional que aún
persiste.
Un par de pequeños detalles en este hecho
trágico ayudan a comprender lo que ocurriría después.
Chibás se suicida durante la transmisión
de su popular programa radial. Luego, la revista Bohemia publica en portada la imagen del cadáver del político con
un ejemplar de la publicación colocado sobre el pecho, entre sus manos inertes.
El título de portada: “Con el último ejemplar de Bohemia entre sus manos”.
El alcance de estos dos detalles, a
primera vista anecdóticos, trasciende lo ocurrido. El suceso real se convierte
en parábola, para marcar el destino de la nación, por una vía iniciada con
anterioridad, pero que a partir de este momento será definitoria: la violencia
como recurso socorrido para zanjar una disputa
(en este caso Chibás la ejerce contra sí mismo, pero por lo general será
contra el otro).
Antes que Castro, sectores radicales del
Autenticismo y la Ortodoxia se inclinaron a favor de la violencia
política. El factor emocional —llevado
al extremo del irracionalismo— como estímulo para impulsar la actitud
ciudadana. La foto y el título en la revista Bohemia son ejemplo de ello. Muchas de las imágenes de esta
publicación, aparecidas durante los intervalos sin censura tras la instauración
de Batista, y especialmente en los tres números especiales editados luego del
primero de enero de 1959, jugarán un papel primordial en el acondicionamiento
de estado de ánimo nacional que será aprovechado al máximo por Castro.
No es que las imágenes no fueran reales.
Lo eran. Pero su explotación con fines sensacionalistas contribuyeron a la
aceptación o asimilación de un orden que poco a poco —o a veces de forma
vertiginosa— se impuso como una salida a la crisis del país.
La
violencia
En última instancia, el uso de la
violencia, para reprimir a la oposición, fue lo que llevó a la caída del
régimen de Batista, como ha señalado el profesor Jorge Domínguez. La violencia
se convirtió el recurso más empleado frente a la ilegitimidad del gobierno
establecido tras el golpe de Estado de 1952.
El problema de la débil legitimidad
gubernamental antecede al acto de Batista, porque tiene sus raíces en la
corrupción rampante y en la relativa incapacidad de dos instituciones
establecidas por la Constitución para el desarrollo del Estado de derecho y el
avance político del país: la Corte Suprema y el Congreso.
Tras el 10 de marzo, el camino electoral
con Batista en el poder es cada vez más cuestionado. Unas elecciones celebradas
bajo su gobierno no son percibidas como fuente de legitimidad. No es por gusto
—por otra parte— que en un primer momento Castro acuda a la figura de un
magistrado, Manuel Urrutia, para otorgarle ese viso de legitimidad que
necesitaba al inicio, mientras afianza su poder.
La explicación a este hecho es
relativamente sencilla cuando se miran las cifras, pero mucho más compleja
cuando trata de comprender como estos números, al tiempo que son reales,
paradójicamente no se ajustan a la realidad.
A finales de 1957, a un año de tomar el
poder, Castro contaba con menos de 300 hombres bajo las armas. Al siguiente año
lanza dos columnas invasoras, cada una con menos de 150 miembros. Pese a los
paralelos históricos que el Gobierno de La Habana se ha empeñado en mantener a
lo largo de los años, dichas fuerzas y los combates que sostuvieron no se
comparan con la campaña de la invasión llevada a cabo durante la Guerra de
Independencia.
No es hasta el otoño de 1958, a pocos
meses de su triunfo, que las fuerzas revolucionarias comienzan realmente a
hacer mella en la economía del país. Hasta entonces las zafras azucareras han
sido todo un éxito y el desarrollo económico sostenido (lo que no eclipsa la
enorme desigualdad de ingresos ni tampoco las injusticias sociales).
¿Cómo comprender entonces este éxito que
en primer lugar desafía el esquema marxista del eslabón más débil?
La
propaganda
Para explicar las claves que llevan a
Castro al poder hay que ir mas allá de la mencionada represión. El segundo
factor decisivo para su triunfo es el hábil uso de la propaganda.
La prensa nacional, que contaba con 16 diarios
en 1959, un amplio número de cadenas de radio y una televisión sumamente
avanzada no solo fue incapaz de influir para el logro de una solución negociada
del conflicto, sino que en buena medida —de forma consciente o inconsciente—
contribuyó a la victoria castrista. Esto no quiere decir que se tratara de un
medio cómplice, en la mayoría de los casos —en lo que respecta a la prensa
cubana (la norteamericana es otro asunto)—, sino que la situación del país no
lo permitía, al no existir en aquellos momentos las condiciones para una
solución democrática que hubiera podido impedir la llegada del castrismo al
poder.
En términos políticos generales parecía
posible una salida democrática hasta 1956, si Batista hubiera mostrado una
actitud negociadora similar a la que tuvo a finales de la década de 1930, y
cedido frente a la idea de una asamblea constituyente, propugnada por Carlos
Márquez Sterling, Jorge Mañach y José Pardo Llada, entre otros. Pero tras sus
declaraciones no había un interés genuino de negociar, sino su afán de seguir
como “hombre fuerte” de la Isla, e incluso quizá hasta 1957 barajó la
posibilidad de poder mantenerse al mando del Ejército y/o manejando los hilos
del poder tras las elecciones de 1958.
Sin embargo, la realidad imperante entonces
era que —durante los dos últimos años de gobierno— cada mes que permanecía
Batista en Palacio no hacía más que abrir a diario un poco más la puerta a
Castro.
La
prensa
En lo que respecta a la prensa, la labor
de denuncia de los crímenes, cuando ello era posible, se sumaba a esa
conciencia de salir de Batista a cualquier precio.
Se debe señalar, en este sentido, que
desde el inicio la tácita de acción y sabotaje cumplía un fin estratégico muy
preciso: llevar a un aumento del terrorismo de Estado. No se trata, por
supuesto, de acusar al Movimiento 26 de Julio de culpable de los crímenes del
batistato, sino de destacar que en Cuba se cumplió con precisión matemática un
principio del que se han servido números movimientos insurreccionales: el
terror generalizado.
Frente a ese terror generalizado, la
prensa —censurada en muchas ocasiones— podía hacer poco o nada, incluso la que constituía
la vertiente más conservadora, que no por ello era aliada incondicional del
régimen imperante.
Cuando el magistrado Urrutia, en su
función de presidente del tribunal, dictamina que un grupo de supervivientes
del desembarco del yate Granma, que se encontraban presos, fueran absueltos,
Batista responde airado y hace que el ministro de Justicia establezca una
demanda contra el juez. Entonces el conservador Diario de la Marina insta a Batista para que actúe de acuerdo a la
Constitución y celebre elecciones anticipadas. Pero el dictador se mantiene
firme en la fecha programada.
En otro caso, cuando Antonio Buch —jefe
de información del 26 de Julio en Santiago de Cuba— es arrestado, sus
familiares recurren a The New York Times
y no a la prensa nacional. El diario norteamericano publica una protesta, y es
muy posible que ésta la salvara en ese momento de ser ejecutado.
No siempre, por supuesto, el papel de la
prensa nacional fue tan limitado. Pese a los esfuerzos del régimen para que no
se hiciera público el plan de mediación de los obispos cubanos —entre los
cuales se encontraba Monseñor Pérez Serante—, la información apareció publicada.
En muchas ocasiones el propio Castro se
sirvió de la prensa establecida para dar a conocer sus opiniones, incluso
cuando estaba “alzado”. Por ejemplo, el llamado Manifiesto de la Sierra
apareció en las páginas de Bohemia.
Al respecto, vale la pena señalar, aunque
entrar en detalles desborda los objetivos de este trabajo, que Castro siempre
encontró una cálida recepción en la prensa norteamericana, y no solo gracias a
los famosos artículos de Matthews en The
New York Times.
Si se puede decir que la batalla de
propaganda Castro la ganó en todo terreno, fue en suelo norteamericano donde
este triunfo resultó más amplio y contribuyó a una opinión en el público
norteamericano a favor del revolucionario, que influyó en que Washington
decretara el famoso embargo (sí, hubo otro embargo) de armas norteamericanas a
Batista.
El acceso de la prensa norteamericana a
los “barbudos” fue tanto facilitado por el Movimiento 26 de Julio como
consentido por La Habana. Al punto que tan temprano como junio de 1957 hubo una
protesta, a través del Colegio de Periodistas de Cuba, en que los reporteros se
quejaron de la facilidad con que contaban sus colegas norteamericanos para
ganar acceso a la Sierra.
La
época y el encanto
Los dos aspectos que más se mencionan, al
intentar justificaciones del batistato, apelan a la comparación y a la
circunstancia, más que al protagonista de la escena. Hablar de la “época de
Batista”, mencionar cifras y destacar el desarrollo económico alcanzado en Cuba
como si todo ello obedeciera al designio del gobernante, cuando en realidad este
lo que hizo fue aprovecharse de una situación existente y no crearla. Si
incluso actualmente en la Isla hay —en lo que respecta a esa Habana de oropel y
alegría grosera dedicada a venderse al turista extranjero— una vuelta a la
década de 1950, no es precisamente lo mejor del espectáculo y la farándula de
esos años lo que se recrea con mérito, sino la vulgaridad y la prostitución de
cualquier tipo, las cuales han renacido con fuerza.
Batista fue sinónimo de desprecio de la
cultura, ignorancia y explotación. Fue, para resumirlo en una palabra vigente y
apropiada, soez.
Tampoco hay mérito en la comparación, que
es un símil fácil cuando no perverso. Cuando se contrasta la dictadura de
Batista con el régimen totalitario de los hermanos Castro, no se ataca a los
segundos, sino que se intenta el alivio del primero.
Carece de sentido el parangón, como
también lo es en el caso de Hitler y Stalin o entre la Camboya de Pol Pot y el
Congo de Leopoldo II de Bélgica. Es útil la denuncia y el acumular cifras de
asesinatos, vandalismo, hambre y miseria, pero lo peor no justifica ni
disminuye lo malo. Durante el último período de Batista en el poder, se robó,
asesinó y torturó. Pueden cuestionarse las cifras repetidas más como objetivo
de propaganda que para establecer certezas. Sin duda en los primeros años de la
llegada al poder de Fidel Castro se magnificó el terror anterior como recurso
justificativo. Nada de esto anula los abusos reinantes con Batista en Palacio.
El argumento del “otro es peor” no solo resulta infantil sino pernicioso.
Culto
a los héroes
Entre la salida emocional del disparo de
Chibás y la entrada calculada de Batista media la tragedia cubana. Pero hasta
dónde extender las culpas —en ambos extremos— de lo que ocurrió después. Cierto
que gracias a la permanencia del castrismo la aberración batistiana aún se
discute, pero poco cuenta en lo que respecta a la figura del dictador, salvo el
pecado mayor que se le atribuye: haber propiciado la llegada de Castro al
poder. Aunque a dicha certeza hay que ponerle límites: Batista propicia a
Castro, pero no lo crea. La historia cubana, desde sus inicios, suele empantanarse
en héroes que lo son a medias, que no llegan, que mueren en circunstancias
trágicas y ridículas. Algunos héroes notables, otros figuras controversiales,
para decir lo menos. ¿En qué se hubieran convertido Julio Antonio Mella y
Antonio Guiteras con el poder total en sus manos? ¿Otros Castro antes de
Castro? Y cuando se miran todos esos medios pasos, retrocesos, vacilaciones y
frustraciones, no resulta tan sorprendente que el equívoco terminara un día por
asumir un cuerpo, y hasta crear su propia leyenda: Fidel Castro.
Este trabajo
recoge y amplía textos aparecidos con anterioridad en El Nuevo Herald y Cuaderno de
Cuba, así como una ponencia presentada en la Universidad Internacional de
la Florida.