Un resultado importante, durante los años
en que Fidel Castro estuvo ausente —públicamente y en las decisiones
cotidianas— del poder en Cuba, es que el castrismo, no en cuanto a
manifestación ideológica sino en lo que respecta a mecanismo para perpetuarse
en el poder, no terminó ni incluso da muestras de debilitarse incluso ahora que
ha muerto.
No deja de resultar asombroso que una
figura que durante décadas ejerció el poder de forma tan personal pudiera pasar
a un aparente segundo plano y no ocurrir nada en la nación en que impuso sus
criterios hasta en los aspectos más triviales.
Entonces fue lógico formular al menos dos
preguntas indispensables: ¿era realmente tan personal su mandato? y ¿hasta qué
punto dejó de ejercer un papel guía en esos años transcurridos en que se supo
tan poco de su padecimiento, de sus posibles recaídas —que sin duda ocurrieron—,
y en que sus subalternos prosiguieron con una fidelidad absoluta un guión que
parecía trazado desde mucho tiempo antes, aunque mantenido en el más absoluto
secreto, pese a declaraciones y advertencias conocidas?
Respecto a la primera, tanto ahora como
ayer caben pocas dudas. Fidel Castro determinó por años desde los sabores de
helados hasta las diversas estrategias en la arena internacional. Fue
todopoderoso y omnipresente.
Cabe entonces buscar en la segunda
interrogante las claves de esa limitada transición sin sobresaltos y sumamente
controlada.
Lo que presenciamos con la transición de
mando fue el fin de un estilo de gobierno, sin que ello implicara el final de
ese gobierno. Es decir, el abandono o transformación de una forma de gobernar
unipersonal al extremo en los detalles del hacer cotidiano, pero al mismo
tiempo la preservación, aunque con los requeridos ajustes, del mecanismo
necesario para mantener el poder.
Desde la perspectiva del exilio, a partir
del 31 de julio de 2006 —con la entrega temporal del mando de Fidel Castro— el
proceso ha tendido a verse con una óptica pendular, cuando la realidad y la
historia cubana tienden al círculo o a la espiral. Se acumularon discusiones
sobre dos conceptos supuestamente antagónicos: sucesión y transición. La
sucesión es el legado hereditario, el paso de un monarca a otro, el feudalismo
cubano en su mejor representación. La transición tiende a definirse como todo
lo contrario: el paso o el salto de un sistema a otro. En este sentido, quizá
mejor que hablar de transición, sería apropiado utilizar el concepto de
transformación. Cuba entre la estática (sucesión) y la dinámica (transición).
Solo que la realidad es mucho más
compleja. Asistimos a una sucesión que fue, hasta cierto punto, también una
transición. Si la sucesión se produjo oficialmente con la presidencia de Raúl
Castro, por algún tiempo se mantuvo la interrogante del alcance de los cambios,
y si realmente estos iban a llegar a la categoría de cambios estructurales. La
ilusión fue disminuyendo hasta desaparecer, y por ello ahora solo en Miami se
ha notado un cierto renacer —de evidente corta duración— de que el final de la
presencia física de Fidel Castro indique el inicio de esa ecuación ya resulta
—en términos favorables para la Plaza de la Revolución— entre sucesión y
transformación o transición hacia otra forma de ejercer el poder.
Lo que en estos diez años de administración
de Raúl Castro ha sido el mayor cambio ideológico producido, es la desaparición
del ideal de igualdad, nunca alcanzado pero siempre esgrimido como razón de ser
de la revolución durante todo el tiempo que Fidel Castro asumió el control del
país.
Ahora ya se sabe que quienes gobiernan en
la isla no pretenden que todos los ciudadanos disfruten de los mismos
beneficios, ventajas e incluso privilegios. Ello implica el reconocimiento de
una división social y económica entre los cubanos, que el gobierno ya no tiene
miedo en admitir.
El dilatado proceso de cambios, en lo que
respecta a la esfera económica, ha sido dictado por razones políticas: hacer lo
necesario para evitar cualquier peligro de inestabilidad que pueda llevar a un
estallido social. Y es por ello que la pregunta fundamental, muchas veces no
formulada adecuadamente durante estos años, ha sido la siguiente: ¿le interesa
al actual mandatario cubano una transformación? Sí, en cuanto a lograr que el
socialismo funcione. No, si ello implica una pérdida del poder o el fin del
sistema que se comenzó a implantar el primero de enero de 1959.
Pero si a Raúl Castro no le interesa una
transición política, enfrenta graves dificultades para lograr una
transformación económica.
Durante el Gobierno de Fidel Castro se
impuso el criterio de no guiarse por una mentalidad empresarial, preocupada por
el rendimiento y las ganancias, sino lograr ventajas económicas como resultado
de los objetivos políticos.
Raúl Castro parece ser todo lo contrario: el hombre que quiere que “las cosas funcionen”. Solo que en diez años poco ha logrado avanzar en este terreno, y la eficiencia continúa siendo una frontera y no una conquista. Por ello el próximo año —porque lo poco que resta de este transcurrirá apresado en remorar el fallecimiento— enfrentará al país como nunca antes a la dicotomía entre economía y política.
Raúl Castro parece ser todo lo contrario: el hombre que quiere que “las cosas funcionen”. Solo que en diez años poco ha logrado avanzar en este terreno, y la eficiencia continúa siendo una frontera y no una conquista. Por ello el próximo año —porque lo poco que resta de este transcurrirá apresado en remorar el fallecimiento— enfrentará al país como nunca antes a la dicotomía entre economía y política.