El ensanchamiento o la disminución de la
brecha entre la Cuba del ciudadano de a pie y la Cuba que a los ojos del mundo
intenta ofrecer una visión de permanencia, estabilidad y desarrollo continúa
definiendo al gobierno de Raúl Castro, más ahora tras la muerte de su hermano
mayor.
Las apariencias de estabilidad, sin
embargo, no deben hacer olvidar que lo que hasta ahora ha resultado
determinante, en casi todas las naciones que han enfrentado una situación
similar a la hora de definir el destino de un modelo socialista o de levantarse
contra una tiranía, es la capacidad que ha tenido el régimen para lograr que se
multipliquen no mil escuelas de pensamiento sino centenares de supermercados y
tiendas. Eso y la fidelidad del ejército nacional al Gobierno.
El mantenimiento de un poder férreo y
obsoleto sobrevive no solo por la capacidad de maniobrar frente a las
coyunturas internacionales, y por sustentarse fundamentalmente en la represión
y el aniquilamiento de la voluntad individual, sino que el desarrollo de una
sociedad que busca avanzar en lo económico y la satisfacción de las necesidades
materiales del ciudadano, aunque sea sobre una base de una discriminación
económica y social en aumento, pueda permitir a la vez el mantenimiento del
monopolio político clásico del sistema totalitario.
Durante los últimos años hemos asistido
al desarrollo de una política exterior exitosa por parte del gobierno cubano. Con
una consistencia absoluta, que desafió los pronósticos, asistimos a un traspaso
de poder ―por momentos de alcance limitado, otras veces más amplio de lo
esperado― aceptado en todos los centros de poder, incluso en Washington, y que
solo en Miami no solo se rechaza sino se niega. Sin embargo, donde el Gobierno
cubano no logra levantar cabeza es en un desarrollo económico que se exprese en
mejoras en el nivel de vida de la población, y el “enemigo” que de forma
pausada pero constante ha comenzado a ganarle batallas es el sector privado de
la economía.
Permitido a una escala que ha motivado
que se le considere simplemente como la multiplicación de timbiriches, esos
pequeños negocios y esfuerzos personales han comenzado a cambiar no solo la
situación del país sino hasta su paisaje.
En Cuba el Estado aprovecha al máximo su
poder represivo, pero malgasta su poder económico. La explicación de esta
ineficiencia estatal está dada en gran medida en el hecho de que el burócrata
no se beneficia de la eficiencia, sino todo lo contrario. Como en buena medida
sus privilegios dependen de que el acceso de bienes y servicios se mantengan
escasos, hace todo lo posible para perpetuar esa situación.
Asombra la distancia entre todo ese
aparato efectivo de control nacional, que ha logrado mantenerse sin
variaciones; ese esfuerzo en ampliar los servicios de cara al turismo
internacional, y esos resultados tan pobres en lo que tiene que ver con la
satisfacción de las necesidades de la ciudadanía, que de pronto convierte en
noticia el surgimiento de un puesto de fritas o la reapertura de una tienda de
tarecos con precios exagerados. Como si fuera necesaria la actuación de un
Estado poderoso para poner a la venta candados, tuberías y hamburguesas.
Ridículo que un aparato tan completo y
complejo, a la hora de actuar con éxito en la esfera internacional, sea tan
torpe y limitado cuando se trata de ofrecer unos cuantos artículos.
Incluso con anterioridad a que asumiera
de forma oficial la presidencia de Cuba, Raúl Castro había formulado el mensaje
de que lo que su gobierno consideraba que “la revolución y su continuidad”
dependían de “hacer eficiente” la economía. Pero esa eficiencia económica no se
ve por ninguna parte, y ahora se ha quedado sin la excusa de que la culpa era
de Fidel.