Pocos recuerdan al escritor inglés y
líder sionista Israel Zangwill, salvo por el tema de una de sus obras de
teatro, The Melting Pot. Para
Zangwill, a principios del siglo pasado, Estados Unidos era el crisol donde los
inmigrantes de todas las naciones venían a fundirse. Pero si hubiera imaginado
que varias décadas después más de un millón de cubanos se iban a establecer en
este país, habría cargado con su caldero para otra parte.
Las naciones y razas que se mencionan en The Melting Pot proceden de Europa; los
asiáticos, negros, caribeños y latinoamericanos quedan fuera de la definición,
como los mexicanos en el recuento de los 21 asesinatos de Billy The Kid.
Cuando en 1959 se inició la diáspora
cubana, los primeros en llegar no pensaban como Zangwill ni tenían el menor
interés de fundirse en el pot. Creían
que su permanencia en este país sería breve. Pronto los acontecimientos les
hicieron modificar ese punto de vista, pero ello no evitó el surgimiento de una
leyenda, donde Miami pasó de ser un sitio de veraneo a una ciudad moderna, al
tiempo que se transformaba en la “capital del exilio”.
Esta dualidad ha definido la vida en la
ciudad por más de cinco décadas, a través de cambios donde la beligerancia ha
adoptado diversas formas, aunque siempre con un éxito limitado.
El exilio cubano ha logrado una
transformación que le permitió darle la vuelta a la olla sin caer en ella: los
cubanos se han convertido en una minoría influyente en la política exterior estadounidense
mediante los mecanismos de la política nacional: cabildeo, poder electoral y
presencia en el Congreso.
Nunca Miami ha resultado un fenómeno
fácil de asimilar por el resto del país. Primero fueron las luchas intestinas
de los grupos de exiliados, los ajustes de cuenta y los atentados dinamiteros.
Luego la convulsión creada por las diferentes avalanchas de refugiados.
A los intentos de considerarla una ciudad
tropical, una especie de avanzada de la civilización, donde existen
oportunidades de hacer negocios y disfrutar de una vacaciones placenteras, se
han opuesto siempre aspectos más sombríos: corrupción política, años de
elevadas tasas de criminalidad y una intransigencia en cuestiones que van de lo
banal a lo esencial, pero que siempre resulta incomprensible para los otros.
La realidad es que al tiempo que el
exiliado demuestra una enorme capacidad para desenvolverse y triunfar en el
trabajo cotidiano, su vida, su memoria y su futuro giran sobre un círculo de
esperanzas nunca realizadas: vive guiado por la ilusión de un futuro improbable
y de un pasado espurio.
Así nació el estereotipo, bajo el cual se
le percibe: un ser que se niega a ser catalogado como inmigrante, y reclama
siempre el título de exiliado, pero acosado por las contradicciones o las
disyuntivas entre ambos modelos de conducta, aunque ello a veces parece no
preocuparle.
Por eso actúa como si tuviera múltiples
personalidades. La publicidad y la propaganda se mezclan indisolubles en su
vida. La arenga y la discusión política con la tarjeta de negocios y el
comercial oportuno. Acude a los actos políticos y está pendiente de las
noticias, pero no despega el ojo de la caja contadora.
Aunque en la mayoría de los casos es solo
un cubano. Un ciudadano que vive una vida extraña en una ciudad conocida, la
única donde su desarraigo se hace más llevadero: no pertenece a Estados Unidos
ni a la Cuba donde ahora gobierna Raúl Castro. Para él, la patria es solo una
realidad emocional, producto de la fantasía y la nostalgia. Por ello el cubano
dentro y fuera de la Isla siempre se ha jugado su última carta a Miami, donde
cree poder conservar su identidad.
Ningún exilio puede convertirse en un fin
en sí mismo. Quienes se apoyan en los instantes de victorias y derrotas, para
seguir aguardando el retorno al pasado, terminan atrofiados en la espera. Cada
hora señala que solo quedan abiertos dos caminos, que por momentos se cierran
para los que están renuentes a transitarlos: desarrollarse como una comunidad
integrada al resto del país y apoyar la lucha de los que buscan una sociedad
democrática en la Isla. Esta última es la única alternativa que ayuda a sentar
las bases de una Cuba poscastrista, no la importación del modelo miamense.
De The
Jazz Singer (1927) a La Bamba (1987), la lección del cine
estadounidense siempre es la misma: el triunfo del inmigrante o hijo de
inmigrante es mayor a medida que se integra más al país de adopción. Hasta hace
unos pocos años, recorrer La Pequeña Habana era visitar las ruinas del primer
enclave cubano, donde los nombres de los establecimientos pretendieron
perpetuar una ciudad perdida. Ahora las ruinas también van desapareciendo. No
son los restos de un fracaso: son las huellas de un triunfo. Los logros de los
cubanos, la expansión a toda la ciudad, han contribuido a la pérdida de una
identidad con la que se quiso encasillar a todo un pueblo, y que solo
representa un estereotipo.
Sobre los cimientos anglos, establecidos
por Henry Flagler, Carl Fisher y Julia Tuttle, los cubanos le otorgaron la
inicial característica latina a la ciudad, que en los últimos años ha ido
expandiéndose y transformándose, convirtiéndose más y más en un ámbito
latinoamericano.
El cine de nuevo: de Wind Across the Everglades (1958) —esa obra maestra de Nicholas Ray
casi olvidada en espera de que algún ecologista la rescate; si tanto ecologista
no fuera tan insensible y despistado en su ideología extremista y su búsqueda
desesperada de los donativos del Gobierno y las grandes corporaciones—a las
diversas películas que años atrás se filmaron o tuvieron por escenario a Miami,
la ciudad se ha representado como un centro de vanidad, corrupción y delito en
que el heroísmo y el amor luchaban por abrirse paso.
La disyuntiva entre asimilación e
identidad (o estereotipo de la identidad) es fue el tema de la película que
mejor aborda el drama del exiliado en Estados Unidos, El super (1979), donde el cubano enajenado, al borde de la locura y
el suicidio, coloca su esperanza final en Miami.
¿Un salto al vacío? Si bien es cierto que
en sus elementos más visibles y superficiales, restaurantes, “botánicas”, una
sola que sobrevive de las tres emisoras de radio que durante una época
dominaron el espacio radial, Miami conserva una fuerte identidad cubana
tradicional, en cuanto a la composición poblacional la va perdiendo.
Los hijos y nietos de inmigrantes forman
parte de la cultura norteamericana, los cubanos llegados después del Mariel
tienen una mayor disposición a integrarse al país de adopción.
Surge de nuevo el ejemplo del cubano
medio llegado a los comienzos del éxodo, que ha permanecido por décadas en
Miami, que ha desarrollado en ella una gran parte de su vida y criado a sus
hijos. No es solo una forma de comportarse, es sobre todo un trauma emocional.
Aunque con el tiempo haya disminuido su participación activa en las luchas
locales, en sus sentimientos se mantiene detenido en la llegada. Este cubano
aún es el predominante como estereotipo adoptado por otras nacionalidades y
grupos étnicos, entre ellos los anglos y negros.
Para este cubano exiliado, los
sentimientos de fidelidad hacia un país u otro no parecen preocuparle: tiene
dos patrias, pero no son una las dos. Como definición legal y práctica ha
adoptado la ciudadanía estadounidense (por su renuencia a viajar al extranjero
con un pasaporte emitido por el régimen castrista, debido también a que la
misma en ocasiones le facilita oportunidades económicas y beneficios sociales,
o por simpatía hacia Estados Unidos), pero no por ello ha dejado de sentirse
cubano.
Asimilación y desarraigo que son dos
monstruos con dos cabezas (¿o son uno los dos?).
Por mucho tiempo, el debate sobre el exilio
giró sobre conceptos que ya no son suficientes para explicar la diversidad
alcanzada durante décadas. No se trata simplemente de si cada vez los miembros
de la comunidad cubana se comportan más como inmigrantes y no como exiliados o
de si los conceptos de patria, bandera e himno nacional —por citar los más
obvios y también los más esquemáticos— son mejor reverenciados por los que
llegaron primero.
Admitir la diversidad —la existencia de
diversos códigos de valores en individuos y grupos que han tenido un distinto
desarrollo— no es una concesión: es la única forma de supervivencia. No es,
como aseguran algunos, considerar funesto todo lo que procede de Cuba tras el
régimen castrista, ni tampoco —como se atreven a decir unos pocos— salvaguardar
los “logros de la revolución”.
Ningún plato de la cocina cubana ha logrado
extenderse por Estados Unidos. Ninguno va más allá de los restaurantes étnicos.
Las “medianoches” no dejan de ser una evocación miamense. El “sangüiche” cubano
ha ido perdiendo terreno en Nueva York, a medida que los emigrantes más viejos
han emprendido un nuevo éxodo hacia Miami. No es fácil encontrar un “cubano”
verdadero en la ciudad, se quejaba años atrás un periodista de The New York Times. Solo en Miami, el
último enclave. La ciudad del pasado o del futuro. Un lugar único en Estados
Unidos.