Hasta la llegada de Barack Obama a la
Casa Blanca, dos presidentes cargaban con la responsabilidad del alejamiento de
la comunidad exiliada de las filas del Partido Demócrata. Primero al sentirse
traicionada por la actuación de John F. Kennedy durante la invasión de Bahía de
Cochinos y luego durante la Crisis de Octubre. Posteriormente por la política
de Jimmy Carter, que autorizó el “diálogo”, los viajes de la comunidad y abrió
la Oficina de Intereses de Washington en La Habana.
A partir del próximo año se verá si los
políticos demócratas se mantienen firmes en el apoyo al “legado de Obama”, en
lo que respecta al caso cubano, o si explorarán nuevos rumbos o variantes
dentro de esta posición.
El problema aquí es, en parte, el poco
tiempo transcurrido desde que se inició el “deshielo”. Un posible reproche a
Obama es que esperara a los dos últimos años de su segundo mandato para poner
en práctica una transformación tan radical, aunque se saben los motivos
externos e internos que explican dicha demora. La otra interrogante es cuán
rápido, si ocurre, le llevará al nuevo presidente modificarla o anularla.
Una modificación drástica en pocos meses
del enfoque emprendido por Obama despertará la especulación sobre lo que podría
haber ocurrido con más tiempo, y seguramente en un nuevo capítulo para The Hidden History of Negotiations Between
Washington and Havana, de Peter Kornbluh y William Leogrande. Aunque lo más
probable que ocurra es una mezcla, de dilatación de conversaciones y acuerdos
junto a sobresaltos migratorios, por lo menos en lo que queda de Obama y el
inicio de la presidencia de Donald Trump.
El cambio mayoritario de demócratas a
republicanos, en muchos electores cubanos, obedeció a diversas circunstancias
específicas de Miami, pero en especial a la habilidad del Partido Republicano
para aprovechar la frustración del exilio ante el fracaso de la lucha armada y
la conversión del embargo en la última tabla de salvación para los opositores a
Castro. Los exiliados no son republicanos ni demócratas por vocación, sino por
una amalgama de conveniencia y convicción.
Sin embargo, la conveniencia política
—quizá sería más adecuado decir una política de conveniencias— ha jugado un
papel de igual importancia que la percepción del republicanismo como la filosofía
política más adecuada a los ideales de lucha frente al castrismo. Los centros
de poder económico y político en Miami se han mantenido sin cambio, más allá de
lo que ocurre en Washington. Han actuado sobre la capital y no a la inversa.
Uno de los errores del Partido Demócrata
ha sido el no canalizar, o apoyar de forma decisiva, a otros sectores de la
comunidad exiliada con una visión distinta a la del exilio que —a falta de
mejores calificativos— se define como “histórico”, “tradicional“ o de “línea
dura”. Todo ello, por supuesto, dentro de la situación actual en una comunidad
exiliada donde un sector en disminución por razones biológicas —al igual que
ocurre en Cuba— conserva en gran medida su poder político y en los medios de
prensa, y otro en aumento demográfico carece de una notable fuerza electoral —y
al parecer tampoco muestra un gran interés en tenerla.
En la misma medida que el Partido
Demócrata debe a sus miembros un análisis profundo de sus errores, que lo llevó
a perder miles de votos dentro de la clase media en general, y en particular de trabajadores y campesinos que por décadas se identificaron
con esta agrupación política, y a rectificar el repliegue ante la elite
empresarial y bancaria iniciado por el expresidente Bill Clinton —que Obama
frenó en parte, pero no lo suficiente—, tiene que valorar que Cuba es algo más
que un mercado.