Curiosa la ausencia en la prensa del
termino anomia, al explicar lo ocurrido en la última elección estadounidense.
La ausencia de esta referencia a un concepto sociológico explica en parte una
de las deficiencias de un medio de comunicación atrapado en la explicación
fácil e inmediata de los acontecimientos, a un precio que cada vez más pone en
duda su capacidad para llevar a cabo la tarea.
La anomia fue por primera vez definida
por el sociólogo francés Émile Durkheim en La
división del trabajo en la sociedad (1893): “Un estado sin normas que hace
inestables las relaciones del grupo, impidiendo así su cordial integración”.
Durkheim desarrolló el concepto en su obra clásica sobre el suicidio, El suicidio (1897), y luego fue
estudiado por Robert K. Merton en Social
Theory and Social Structure, 1949. No estoy mencionado obras solo al
alcance de expertos y supuestos eruditos. En Cuba, por ejemplo, Durkheim y
sobre todo Merton no resultaban nombres extraños, y eso que el segundo era
considerado un típico ideólogo capitalista y a la teoría funcionalista en
general como un arma imperialista. Es la sustitución creciente del estudio por
la frivolidad lo que está dañando esta sociedad, incluso en las decisiones más
cotidianas, como puede ser el simple acto de votar. Paradójicamente, hoy que una simple visita a Wikipedia pone al alcance de cualquiera estos conocimientos, en su forma más elemental, una foto de Kim Kardashian siempre amenaza desde otra página y desvía la atención.
La existencia de la anomia produce miedo,
angustia, inseguridad e insatisfacción, e incluso es causa de suicidio. Todos
estos factores influyeron en quienes votaron en favor de Donald Trump más que
las cifras sobre recuperación económica, los índices de desempleo y hecho
comprobado de que la inmigración ilegal era la más baja en años. Este año se
conoció que una franja de la población estaba muriendo masivamente por el
alcoholismo, la drogadicción y el suicidio. Ciudadanos de la raza blanca, edad
mediana y baja educación. Y precisamente este sector poblacional es el que al
parecer resultó decisivo, en muchos lugares, para el triunfo de Trump. Así que
el resultado electoral tuvo tanto de sorpresa como de victoria anunciada.
Un estudio de los economistas Angus
Deaton y Anne Case encontró que durante los últimos 15 años un grupo —los hombres
blancos de mediana edad— presentó una tendencia alarmante: sus miembros morían
en cantidades cada vez mayores, y el indicador crecía en la medida de que estas
personas carecían de un título universitario. La explicación en parte obedecía
a factores como la globalización y los cambios tecnológicos, pero el dato
verdaderamente inquietante es que ello ocurre en Estados Unidos más que en
otros países de gran desarrollo, como los europeos.
La anomia, que en última instancia
implica una disociación entre los objetivos culturales y el acceso de ciertos
sectores a los medios necesarios para llegar a esos objetivos, no ha sido un
fenómeno ajeno en Estados Unidos, y precisamente la creación del Estado de
bienestar estaba supuesto al alivio o la eliminación del síntoma. Pero lo que
ha ocurrido es una transformación de objetivos y medios, que ha llevado al
mismo tiempo a que uno de los grupos poblacionales hegemónicos que se pensaba
ausente en buena parte del problema —ciudadanos blancos de la clase media baja
y etnia dominante del país— sean ahora las víctimas, al tiempo que los medios
para resolverlo —el Estado de bienestar, pluralismo, multiculturalismo— se han
convertido en supuestos culpables.
Pero si la anomia puede conllevar a una
rebelión ante metas y medios hasta ahora socialmente aceptados o impuestos —lo
que ha llevado a una formulación simbólica negativa ante lo “políticamente
correcto”—, la contrapartida es la creación de un nuevo sistema de metas y de
medios aceptables, y eso fue precisamente lo formulado por Trump en su discurso
de aceptación de la nominación presidencial republicana.
Todo ello implica que la rabia que ha dominado
la política estadounidense durante la campaña va a seguir empeorando, y estará
presente en las decisiones, y el apoyo que reciba por parte de ese mismo
electorado que lo llevó a la Casa Blanca, a partir del próximo año.
Porque no hay que tener duda al respecto.
Si al presidente Barack Obama se le puede achacar que durante su mandato se
haya debatido entre la acción y la inacción, tal reproche no cabe en Trump. Ha
creado prácticamente un “gabinete de guerra”, con la elección para muchos de
los cargos de figuras que, por historial y vocación, se empeñaran en hacer todo
lo contrario no solo a lo llevado a cabo durante los dos términos de Obama,
sino incluso opuestos a lo que supuestamente sería la labor de su cartera:
encargados del medio ambiente que no creen en el calentamiento global o
antiinmigrantes a cargo de la política migratoria.
Así que la llegada del Gobierno de Trump,
para bien o para mal —por aquello de no anticiparse a los resultados— será algo
así como una revolución que llega, solo que a través de las urnas, y que no
dejará indiferente a nadie, ni en este país ni en el mundo.