En las próximas semanas tendremos una
mejor idea de la capacidad del Gobierno de Donald Trump. El magnate está
firmando decretos presidenciales sin la menor idea de los obstáculos, legales y
de todo tipo, que estos puedan enfrentar.
Sus acciones complacen a sus partidarios,
y en especial a los de origen cubano, que no han podido librarse de la
maldición del “hombre fuerte”. Pero en la política estadounidense, una
maquinaria burocrática, de larga ejecutoria, siempre se ha impuesto más allá de
la voluntad del mandatario. Por supuesto que la existencia de tal maquinaria no
es necesariamente provechosa: lentifica procedimientos, deforma proyectos,
obstaculiza planes. Pero cualquier solución radical en su contra encierra el
peligro de entregarse a la voluntad de un caudillo, un hecho sin precedentes en
la historia de Estados Unidos.
Cabe la posibilidad de que, dentro de
seis meses, este país se convierta en algo diferente a lo que hemos conocido
quienes llevamos décadas viviendo en él. Todavía me niego a esa posibilidad, a
que funcionarios obedientes —al estilo de un régimen como el castrista—
sustituyan a los burócratas, que en el sentido weberiano cumplen con su
función.
Hay una diferencia entre el estancamiento
vivido durante los últimos seis años en Washington, por diferencias partidistas
extremas, y un desmantelamiento total del cuerpo administrativo de la nación.
Al parecer Trump no solo considera que su victoria electoral supera ese
estancamiento —con el predominio del Partido Republicano en el poder
legislativo, al igual que la cercana preponderancia conservadora en el poder
judicial—, sino se muestra encaminado a destruir la maquina de gobierno y
sustituirla por un engranaje similar al que ha establecido en sus empresas.
El indicador más notable en este sentido ha sido la elección
prioritaria, para cada ministerio, dirección y agencia, de la persona con los
criterios más opuestos al desempeño de la labor de dicho organismo. Es como si,
en cada caso, hubiera primado el concepto de colocar siempre a un pirómano al
frente del cuerpo de bomberos.
Tal actitud va más allá del concepto de
gobernar la nación como se dirige una empresa. Por encima de lo absurdo e
inadecuado de dicha propuesta, en el caso de Trump se está hablando de una
forma de administración muy particular.
Pese a su extensión por todo el mundo,
poderío económico, ganancias millonarias y publicidad en todas partes, el
emporio Trump no pasa de ser un negocio familiar. No se cotiza en bolsa, no
existe una junta de inversionistas: en la cadena de mando, todo se reduce a
Trump y sus hijos. El capital es el de Trump, y él decide a su antojo. Los
demás se limitan a obedecer.
Con igual criterio se ha establecido en
la Casa Blanca, pero cabe la pregunta de si esa clase burocrática, en las más
diversas instancias del Gobierno federal, se dejarán fagocitar por la camada de
arribistas que ahora buscarán hacer carrera en Washington.
Es posible que ocurra. Ha pasado en otras
ocasiones, en otras épocas, en otros países. Sin embargo, para que ocurra aquí
y ahora, en Estados Unidos, hace falta que se establezca una situación en que
se pase de la crispación al asalto.
No hay señales de ello. Al menos de momento.
Por un tiempo continuarán dando fruto los resultados de la gestión económica
del Gobierno de Barack Obama, y Trump se aprovechará de ellos aunque no le
otorgue mérito alguno a su antecesor. El mejor ejemplo es el mayor símbolo
capitalista. El miércoles el Dow Jones superó los 20.000 puntos. No hay mejor
indicador de una bonanza bursátil. Puede considerarse una señal de confianza de
los inversionistas en la nueva administración. Trump ha sido la fuerza que
brindó el impuso final para romper la barrera. Pero si nos atenemos a los
números, con Obama el Dow pasó de los 7.900 a los 19.700. Claro que es ridículo
de con menos de una semana como mandatario establecer una comparación en las
cifras, pero ello no es el punto. La clave reside en las dificultades a
acometer una labor destructiva de tal magnitud, como la que al parecer pretende
la nueva Casa Blanca, sin contar con el trasfondo de una situación de crisis.
La pregunta sería entonces si el recién inaugurado
presidente está dispuesto a crear esa crisis.
Si hablamos de una crisis de grandes
dimensiones —y el significado final de este término sería una guerra—, hay
pocos indicios, en el historial de Trump como empresario, para afirmar que su
ideal es llevar a la nación hacia un punto de destrucción extrema. Pero sí, y
mucho, en igual historial, para apuntar al uso de los riesgos y las pérdidas
empresariales, con el fin de obtener beneficios propios.
Solo basta sustituir los términos de bancarrota por un creciente peligro nacional, y transformar los beneficios, no en una ganancia de millones para él (mientras otros —contratistas, inversores, simples pintores y plomeros— quedaban arruinados o con cuentas sin la posibilidad de cobrar) sino en un rédito político que le permita sobrevivir. El empleo de la crisis como forma de negociación. Y aquí radica una de las grandes amenazas que posiblemente nos veamos obligados a afrontar los estadounidenses en los próximos meses o años.
Solo basta sustituir los términos de bancarrota por un creciente peligro nacional, y transformar los beneficios, no en una ganancia de millones para él (mientras otros —contratistas, inversores, simples pintores y plomeros— quedaban arruinados o con cuentas sin la posibilidad de cobrar) sino en un rédito político que le permita sobrevivir. El empleo de la crisis como forma de negociación. Y aquí radica una de las grandes amenazas que posiblemente nos veamos obligados a afrontar los estadounidenses en los próximos meses o años.