No fueron los legisladores demócratas, ni
la sombra de Barack Obama y tampoco las encuestas que mostraron la
impopularidad del nuevo plan de salud entre la ciudadanía norteamericana. Fue una
treintena de republicanos, miembros del Freedom Caucus y que constituyen los
representantes más conspicuos del
movimiento Tea Party en el Capitolio. Ellos fueron los que no solo se
enfrentaron al liderazgo republicano, sino que tampoco se dejaron amedrentar
por las amenazas del presidente Donald Trump. Son quienes ganaron la pelea,
desde el punto de vista político, al hacer más claro que nunca su poder a la
hora de desarrollar una agenda legislativa. Pero lo sucedido se presta más al
análisis de los perdedores, y al final resulta difícil hablar de grandes
vencedores, cuando se impusieron los límites a los logros.
Los demócratas, por su parte,
desarrollaron un papel discreto. Evidenciaron su capacidad para mantenerse
unidos, pero de no lograrlo en el tema más relevante de su partido, y el
proyecto estrella de la presidencia de Barack Obama, hubiera sido mejor que
cerraran las puertas y marcharan a sus casas. No ocurrió y el Partido Demócrata
ha comenzado a remontar la cuesta.
Pero nada más, porque la batalla ha sido
entre republicanos, aunque no simplemente entre el ala moderada y la más
radical. Si los conceptos —y en particular los extremos— entraron en conflicto,
más importantes han sido otros elementos, menos ideológicos y más tácticos.
En primer lugar, el gran perdedor es Paul
Ryan, presidente de la Cámara de Representantes, y en su derrota ha arrastrado
a Trump, algo que el segundo debe estar lamentando y tendrá importancia futura
en la relación entre ambos, que por otra parte nunca ha sido la mejor.
Pero lo fundamental que hemos presenciado
—en las dos últimas semanas y en especial durante los pasados días— es el
deterioro de esa relación imagen-sustancia que en buena medida dio el triunfo a
Trump. Ahora hemos comenzamos a entrar de nuevo en el mundo real, no el de los
hechos alternativos y los tuits altisonantes; más allá de los intentos de
vender la capacidad y el conocimiento para las funciones de gobierno como la
habilidad azarosa de un jugador de casino.
El mito del “gran negociador” se ha
estrellado contra la tozudez política, y hay que “agradecer” por ello a los
legisladores del Tea Party, aunque se detesten sus principios ideológicos.
En ese choque de voluntades que hemos
vivido esta semana ha resultado afectado el liderazgo, tanto de Trump como de
Ryan, pero también ha quedado en claro lo difícil que resulta lidiar con un
grupo extremista como el Tea Party. Y esto último es quizá más importante aún.
Resulta saludable que el centrismo
político, que siempre ha caracterizado a la sociedad estadounidense salvo en determinados
momentos de crisis reales o aparentes, continúe vigente frente al extremismo.
Así lo que podría caracterizarse como gran victoria de hoy se define por sus
dos caras: si bien el republicanismo más radical no ha sido doblegado, tampoco
ha logrado imponer sus criterios.
Lo pasó hoy no es, ni mucho menos, el fin
de los intentos para eliminar o sustituir el Obamacare. Trump tiene varios
recursos a su disposición, si intenta hacer realidad su pronóstico de que dicha
ley va a implosionar (algo ya analizado en ¿Trumpcare
o Ryancare?), pero los efectos del hecho trascienden la problemática
sobre el plan médico más adecuado.
El intentar el fin inmediato del
Obamacare obedeció no solo al cumplimiento de un anhelo republicano, durante
casi ocho años de mandato de Obama, sino en especial al propósito de dejar bien
establecido el inicio de una nueva era.
En ello los republicanos cayeron en la
trampa de caracterizarse no en clave de avanzada, sino más bien definirse como
contrapartida: si el Obamacare fue el proyecto estrella demócrata, el echarlo
abajo resultaba el ideal republicano por excelencia.
Y aquí el choque entre imagen y realidad
ha resultado perjudicial no solo para el republicanismo en general, sino para
su liderazgo en particular. No basta tenerlo todo —presidencia, Cámara de
Representantes, Senado— cuando falta racionalidad política y un buen proyecto
legislativo se sustituye por un cubrecama lleno de parches.
Tal choque indica también el
fraccionamiento entre propuestas, ideas y principios antagónicos, que por un
momento se pensó habían cristalizado en un objetivo único para definir una
situación política que trascendía barreras tradicionales.
Así han estallado las costuras entre el
pragmatismo populista de Trump y su coqueteo con el sector de la extrema
derecha, donde por un momento se pensó que la simbiosis para conquistar a
votantes disímiles lograría imponerse a las diferencias naturales.
Por supuesto que desde ahora y en los próximos
días se realizarán análisis puntuales sobre los errores tácticos, al sumarse
Trump —en cuerpo y alma o en la declaración de entrega total o “darlo todo” para
lograr el objetivo— al esfuerzo de Ryan, y no distanciarse o “guardar la ropa”,
como le aconsejaron desde temprano algunos de sus partidarios más fieles.
Tales evaluaciones ayudarán a definir los
pasos siguientes de la administración, y a interpretar los resultados obtenidos
hasta ahora.
Sin embargo, lo fundamental es que las
palabras del mandatario —“Una derrota no es aceptable, compañeros”— se han
convertido en una referencia fundamental a la hora de ejemplificar esa
ineficiencia para gobernar que no se cansa de mostrar Trump.