La propuesta de ley sobre los cuidados de
salud de Paul Ryan descansa sobre un principio fundamental en el pensamiento
republicano, que se ha intensificado con los años: la priorización del bien
individual sobre el bien social. En el caso de Ryan, como representante del ala
extrema de tal pensamiento, esa búsqueda de bienestar individual se traduce en
la demanda de un incremento de los beneficios del ser capitalista por
excelencia. De esta manera, la razón primordial del proyecto descansa en una
reducción de impuestos —para las corporaciones y los ciudadanos con mayores
ingresos— con implicaciones mayores que en el supuesto ideal de eficiencia y
libertad de elección que el legislador proclama. Asistimos, de nuevo, a la
vieja batalla del pensamiento binario entre libertad y justicia social.
La proclama del mercado como
justificación y panacea siempre intenta soslayar una división más acuciosa,
entre el “tener y no tener”. El ampliar por decreto las posibilidades de
adquirir, en muchas ocasiones pretende soslayar la imposibilidad de tener. No
cuenta mucho que nadie me prohíba comprar un Maserati cuando no tengo ni remotamente
el dinero para adquirirlo.
Solo que la existencia de la posibilidad de
una adquisición sin límites —por remota o imposible que sea—siempre ha
resultado un atractivo mayor de las sociedades capitalistas, y como seducción muy
por encima de las limitaciones —por decreto también y como realidad aplastante—
impuestas en las naciones socialistas (pasadas y las pocas presentes), todas
las cuales se han caracterizado por su ineficiencia económica: del sueño del
Maserati a la negativa a tener cualquier vehículo.
Esa relación, que en la práctica y en la
historia ha sido casi siempre antagónica, entre el bien común y la libertad
individual, se define más por los frenos mutuos —que los partidarios de ambos
principios buscan imponer a la otra parte— y no por los intentos de
interacción.
La consecuencia es que cuando los
partidarios de uno de estos principios logra imponer sus criterios —ya sea por
las urnas o por las balas— se produce un desequilibrio.
En Estados Unidos asistimos en estos
momentos a un desmantelamiento de toda una legislación social creada en buena
medida por la anterior administración. Como suele ocurrir, en vez de una corrección
se opta por la destrucción.
A primera vista tal destrucción puede resultar
cautivante, a quienes por años padecieron en un país en que los ideales de
justicia social y bien común terminaron desacreditados a causa de su uso
fraudulento realizado por la cúpula gobernante.
Es algo que ayuda a comprender, en buena medida, la simpatía de muchos emigrantes cubanos por el Partido Republicano y el fanatismo de otros por la figura de Donald Trump.
Pero el fraude o la estafa en la manipulación de un ideal solo debe servir para la condena de los ejecutores, no para impugnar el concepto. Cualquier rechazo particularmente fuerte de toda forma de preocupación por el bien común, porque recuerda una retórica que no era otra cosa que hipocresía, mal uso de una ilusión, evidencia la imposibilidad de sobreponerse precisamente a las condiciones impuestas por ese régimen del cual se ha escapado.
Es algo que ayuda a comprender, en buena medida, la simpatía de muchos emigrantes cubanos por el Partido Republicano y el fanatismo de otros por la figura de Donald Trump.
Pero el fraude o la estafa en la manipulación de un ideal solo debe servir para la condena de los ejecutores, no para impugnar el concepto. Cualquier rechazo particularmente fuerte de toda forma de preocupación por el bien común, porque recuerda una retórica que no era otra cosa que hipocresía, mal uso de una ilusión, evidencia la imposibilidad de sobreponerse precisamente a las condiciones impuestas por ese régimen del cual se ha escapado.